Desde que había regresado a Amsterdam, Cornelius Berg vivía en una posada. Cambiaba a menudo de alojamiento, mudándose cuando había que pagar el alquiler, aunque seguía pintando algunos retratillos, unos cuantos cuadros de costumbres que le encargaban, algún desnudo para un aficionado, y buscando por las calles algún que otro cartel que pintar. Por desgracia, le temblaban las manos y tenía que cambiar con mucha frecuencia los cristales de sus gafas por otros más fuertes; el vino, al que se había aficionado en Italia, junto con el tabaco, acababa de arrebatarle la poca seguridad que aún conservaba su pincelada y de la que seguía presumiendo. Lleno de despecho, se negaba entonces a entregar su obra y lo estropeaba todo con excesivos retoques o raspados, acabando por abandonar su trabajo.
Pasaba largas horas en las tabernas saturadas de humo como la conciencia de un borracho, donde algunos alumnos de Rembrandt, que había sido condiscípulo suyo en otros tiempos, le pagaban la consumición con la esperanza de que él les relatara sus viajes. Pero los países polvorientos de sol por donde Cornelius había paseado sus pinceles y sus colores se dibujaban con menos precisión en su memoria de lo que lo habían hecho sus proyectos de porvenir, y ya no se le ocurrían, como en su juventud, aquellas toscas chanzas que hacían reír por lo bajo a las criadas. Los que recordaban al Cornelius alborotador de antaño se extrañaban de hallarlo tan taciturno; sólo la embriaguez conseguía desatarle la lengua y entonces soltaba unos discursos incomprensibles. Se sentaba, con la cara vuelta hacia la pared y con el sombrero echado sobre los ojos, para no ver a la gente que, según decía, le repugnaba. Cornelius, el viejo pintor de retratos que vivió durante mucho uempo en una buhardilla de Roma, había escrutado durante toda su vida la expresión de los rostros humanos. Ahora se apartaba de ellos con una indiferencia irritada; incluso llegaba a decir que no le gustaba pintar a los animales porque se parecían demasiado a los hombres.
A medida que iba perdiendo el poco talento que poseía, parecía llegarle el genio. Se instalaba ante el caballete, en su desordenada buhardilla, y colocaba a su lado una hermosa y rara fruta que costaba muy caro, y a la que había que reproducir a toda prisa en el lienzo, antes de que su piel brillante perdiera su frescura; o bien pintaba un caldero, o mondaduras. Una luz amarillenta inundaba la estancia; la lluvia lavaba humildemente los cristales; la humedad se colaba por todas partes. El elemento húmedo hinchaba en forma de savia la esfera granulosa de la naranja, levantaba el artesonado, que crujía un poco, y empañaba el cobre del caldero. Pero Cornelius pronto descansaba sus pinceles: sus dedos torpes, antaño tan dispuestos a pintar encargos de Venus tendidas o de Jesucristos de barba rubia, bendiciendo a niños desnudos y a mujeres envueltas en mantos, renunciaban a reproducir en el lienzo aquel doble reguero luminoso y húmedo que impregnaba las cosas y empañaba el cielo. Sus manos deformadas ponían, al tocar los objetos que ya no sabían pintar, todas las solicitudes de la ternura. Por las calles tristes de Amsterdam soñaba con campiñas temblorosas de rocío, más hermosas que las orillas crepusculares del Anio, pero desiertas, demasiado sagradas para el hombre. Aquel anciano, a quien la miseria parecía abotargar, se hubiera dicho que padecía una hidropesía al corazón. Cornelius Berg, que pintaba chapuceramente algunos cuadros lamentables, igualaba a Rembrandt con sus sueños.
No había reanudado sus relaciones con la poca familia que aún le quedaba. Algunos de sus parientes ni siquiera lo habían reconocido, y otros fingían ignorarlo. El único que aún lo saludaba era el viejo Síndico de Haarlem.
Durante toda una primavera estuvo trabajando en aquella pequeña ciudad clara y limpia, donde le mandaban pintar falsos recubrimientos de madera en las paredes de la iglesia. Por la noche, una vez terminada su tarea, no se negaba a entrar en casa de aquel hombre viejo, algo embrutecido por la rutina de una existencia sin azares, y que vivía solo, cómodamente atendido por una criada, sin saber nada de arte. Cornelius empujaba la frágil barrera de madera; en el jardincillo, cerca del canal, el aficionado a los tulipanes lo esperaba entre las flores. Cornelius no sentía la misma pasión por aquellos inestimables bulbos, pero era muy hábil distinguiendo los menores detalles de sus formas, los menores matices de sus colores, y sabía que el anciano Síndico sólo lo invitaba a su casa por conocer su opinión sobre las nuevas variedades. Nadie hubiera podido indicar con palabras la diversidad infinita de blancos, azules, rosas y malvas. Frágiles, rígidos, los cálices patricios sobresalían de la tierra rica y negra: un olor a tierra mojada flotaba sobre aquellas floraciones sin perfume. El viejo Síndico cogía un tiesto, se lo ponía en las rodillas y sosteniendo el tallo con dos dedos, como si fuera a cortarlo, se lo enseñaba a Cornelius sin decir ni una palabra, para que admirase aqùella delicada maravilla. lntercambiaban pocos comentarios: Cornelius Berg daba su opinión con un movimiento de la cabeza. Aquel día, el Síndico se sentía muy feliz, pues había conseguido una variedad más peculiar que todas las demás: la flor, blanca y violácea, casi poseía las estriaciones de un lirio. La observaba, le daba vueltas por todas partes y, cuando la volvió a poner en el suelo, dijo:
‑Dios es un gran pintor.
Cornelius Berg no contestó. El apacible anciano prosiguió: ‑Dios es el pintor del universo.
Cornelius Berg miraba altemativamente la flor y el canal. Aquel empañado espejo plomizo sólo reflejaba arriates, muros de ladrillo y la ropa tendida de las lavanderas, pero el viejo vagabundo, cansado, contemplaba en él toda su vida. Volvían a su memoria determinados rasgos de algunas fisonomías vislumbradas en sus largos viajes: el Oriente sórdido, el Sur desmantelado, las expresiones de avaricia, de estupidez o de ferocidad observadas bajo tantos hermosos cielos; los refugios miserables, las vergonzosas enfermedades, la reyertas a navajazos a la puerta de las tabernas, el rostro seco de los prestamistas y el hermoso cuerpo, bien metido en carnes, de su modelo Frédérique Gerritsdocheter, tendido encima de la mesa de anatomía en la Escuela de Medicina de Friburgo. Luego se dibujó en su mente otro recuerdo: en Constantinopla, en donde estuvo pintando algunos retratos de Sultanes para el embajador de las Provincias‑Unidas, tuvo la ocasión de admirar otro jardín de tulipanes, orgullo y gozo de un bajá, que contaba con el pintor para inmortalizar, en su breve perfección, su harén floral. En el interior de un patio de mármol, todos los tulipanes juntos palpitaban y casi parecían susurrar, con sus colores chillones o suaves. Cantaba un pájaro, posado en la pileta de una fuente. Las copas de los cipreses agujereaban el cielo pálidamente azul. Pero el esclavo que enseñaba al extranjero todas aquellas maravillas era tuerto, y en el ojo que había perdido recientemente se acumulaban las moscas. Cornelius Berg suspiró largamente. Después, quitándose las gafas, dijo: ‑Es verdad, Dios es el pintor del universo.
Y luego añadió en voz baja con amargura:
‑Pero, qué pena, señor Síndico, que Dios no se haya limitado a pintar paisajes...
Fuente:
Cuentos Orientales / Marguerite Yourcenar; tr. Emma Calatayud. 1a ed. México, D. F.: Punto de lectura, 2011
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