Cuando nos presentaron, me extendió la mano y apretó la mía con fuerza. Sus rasgos y su porte parecían
indicar que era un experto hombre de finanzas.
Comenzó a hablarme del asunto que nos había llevado hasta él, a mi esposa y a mí. Mi cuerpo sudaba con
exageración, a pesar de que yo intentaba por todos los medios, transmitir una aparente serenidad.
La primera en hablar fue Cecilia, pobre mía, tan bondadosa, la madre de mis hijos y mujer de mi vida. Le
temblaba el labio superior cuando expuso nuestro problema a aquel director de banco: “ No podemos
pagar el préstamo de la hipoteca, señor, no, no es que no queramos, es que, como usted sabe, nos han
venido mal dadas las circunstancias y solo ingresamos el pequeño subsidio de desempleo de mi marido,
mire tenemos dos hijos y no podemos dejarles sin comer, usted me entiende, será padre también.”
“ Sí, sí, ya sé, pero el banco ha hecho todo lo posible y lo imposible para facilitarles el trance, y, ahora
mismo, ya saben cómo está todo, en fin,¿ me entiende? “