Un poco cansada, con las compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en el asiento en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos de Ana eran buenos, una cosa verdadera y jugosa. Crecían, se bañaban, exigían, malcriados, momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, la estufa descompuesta lanzaba explosiones. El calor era fuerte en el apartamento que estaban pagando poco a poco. Pero el viento golpeando las cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse la frente, mirando el calmo horizonte. Como un labrador. Ella había plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y los árboles crecían. Crecía su rápida conversación con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando el lavabo, crecían sus hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y sonriendo de hambre, el canto inoportuno de las sirvientas del edificio. Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida.
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jueves, 31 de octubre de 2013
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