Uno de los momentos de mi infancia que mejor se ha fijado en mi memoria es el de la primera vez que vi un ciervo. Quizá lo recuerde con tanta nitidez porque fue un encuentro esperado. Mi abuelo Ricardo y yo estuvimos dos días visitando un parque que estaba al lado del monte del Pardo para intentar divisar cornamentas entre los árboles. Yo no sabía si los ciervos eran animales reales o no.

Vimos el ciervo al final del segundo día. Asomó su hocico a cuatro encinas de nosotros, se quedó parado durante pocos segundos en un claro y luego, desapareció. Me llamó la atención su piel marrón, más oscura que la de los gamos.