Sólo estas palabras, rosas silvestres, ya me hacen aspirar el aire como si el mundo fuera una rosa cruda. Tengo una gran amiga que me manda de vez en cuando rosas silvestres. Y su perfume, mi Dios, me da ánimo para respirar y vivir. Las rosas silvestres tienen un misterio de los más extraños y delicados: a medida que envejecen perfuman más. Cuando están por morir, ya ajándose, el perfume se vuelve fuerte y dulzón, y recuerda las perfumadas noches de luna de Recife. Cuando finalmente mueren, cuando están muertas, muertas —ahí entonces, como una flor renacida en la cuna de la tierra, es cuando el perfume que exhala de ellas me embriaga.
martes, 19 de marzo de 2019
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