lunes, 26 de abril de 2021

Colombia. O cómo volver a casa después del infierno”, en La Nación Revista. Carolina Aguirre



Lo único que sé sobre Colombia es que hacen mis telenovelas preferidas y que es un país violento. Te lo avisa todo el mundo antes de subirte al avión. Que hay secuestros, que te matan, que ojo con las FARC, que en Bogotá nunca sale el sol, que hay militares en todas las esquinas. Yo siempre contesto lo mismo: que a mí nada me miedo, menos Colombia, patria de Betty la fea y Café con aroma de mujer. Pero ese es un problema que tengo yo, que nada me da miedo.

Viajo con mi novio. Estamos juntos hace cuatro o cinco meses y la relación está en su peor momento. Salvo cuando salimos y nos divertimos, al lado suyo la paso pésimo. Él es un mujeriego oscuro y no le creo nada de lo que dice. Su pasado me atormenta, no me gusta cómo le habla a su ex mujer, tuvo demasiadas amantes y sus anécdotas están llenas de agujeros. Cuando pienso en eso, tengo un ataque de angustia, me pongo a llorar y lo dejo. Lo dejé una vez durante el primer mes. Dos veces el segundo. Tres o cuatro el tercero. A esta altura, lo dejo una vez por semana por lo menos.

Matar la crisis a volantazos, 23 septiembre, 2010. Hernán Casciari


Fidel Sclavo

Voy a cumplir cuarenta. Lo escribo así, de sopetón, para que se asusten los lectores jóvenes. La famosísima crisis es inminente. En las vísperas redondas (los veinte, los treinta) me pregunté siempre lo mismo: ¿cómo se esquiva una crisis que acecha? Cuando estaba a punto de cumplir los treinta cambié de país, de siglo y de estado civil. Hice todo eso nada más que para distraer mi crisis. Ahora viene otra, más intensa, y algo tendré que hacer. Un volantazo fulminante que me haga olvidar lo más terrible: que quedan diez años menos.

Cuando me llegaron los treinta pasaron un montón de cosas que distrajeron mi crisis: cambió el milenio, cayeron las torres, me subí al último avión de fumadores y pasé mi primer fin de año con nieve. Conocí a Cristina y supe que me iría a vivir con ella. Me convertí en un inmigrante y dejé de escribir literatura analógica. Perdí mis códigos y mi jerga. Probé la horchata y el hachís. Le enseñé a mis padres a instalar un messenger y a usarlo cada día. Entendí, como pude, los beneficios y las contras de internet, esa confusión gigantesca que empezaba a mostrar las uñas. Y sin entenderlo del todo me puse a escribir allí, en ese reducto nuevo, sin esperar nada.

Melancolía de mujeres analógicas, 24 abril, 2009 .Hernán Casciari


Daniel Egneus

Este relato apareció por primera vez en el blog Orsai, de Hernán Casciari, el 24 abril, 2009.
Me encuentro con un viejo compañero de la primaria que no veía desde los años ochenta, y del que tuve noticias a través de una red social. Nos citamos en un bar del centro, nos palmeamos con cariño falso, pedimos unas cervezas. Le digo: "Qué increíble, para lo que acaba sirviendo Facebook". Se ríe fuerte, como si le estuviera tomando el pelo: "Si Facebook sirviera solamente para encontrarme con vos, gordo boludo —me dice—, yo no tendría banda ancha en casa. A mí Facebook me cambió la vida, pero de verdad".

—¿Para tanto? —le pregunto.

—Mirá para afuera —me explica—. Imaginate que todas las mujeres que están pasando ahora por la calle tuvieran un cartel en el culo que dijera «estoy en una relación complicada», o «soy soltera», o «solamente busco amistad», o incluso «me interesan los hombres y también las mujeres»...

La luna, a retazos y en liquidación31 agosto, 2006. Hernán Casciari



Este relato apareció por primera vez en el blog Orsai, de Hernán Casciari, el 31 agosto, 2006.

Acaba de llegarme el título de propiedad de un terrenito que me compré en la Luna. Me costó 20 dólares —gastos de envío aparte— y lo pagué con tarjeta. Además del certificado con mi nombre grandote, me vino por correo una foto satelital de mi parcela. No sé si ustedes estarán viendo la Luna, pero si la tienen a mano dibujen en ella una cara imaginaria. Mi terrenito estaría sobre el ojo derecho. La región se llama Lago de los Sueños (Lacus Somniorum en latín) y está casi saliendo del Mar de la Serenidad, como quien va al Cráter Posidonius.

El acre que me compré no es gran cosa, también es verdad: haciendo cuentas descubrí que son apenas cuatro mil metros cuadrados. De todas maneras, el hombre que me vendió el terrenito dice que esta zona se está convirtiendo en una de las más deseadas, y me advirtió que me apurase porque se las estaban sacando de las manos. ¿Cómo no iba a hacerle caso a este señor, si es un visionario de la modernidad?

El dueño de la Luna se llama Dennis Hope, pero no siempre fue tan moderno ni tan visionario. De hecho, en su niñez y juventud él miraba la luna como la vemos nosotros: con cara de pavo y pensando en otra cosa. En los años setenta este buen hombre, algo gordito y con gesto entre pánfilo y boludón, trabajaba de ventrílocuo. Iba pueblo por pueblo, junto a un teatro de variedades que funcionaba en el sur de Estados Unidos. A Dennis las cosas no le iban muy bien porque, al parecer, movía demasiado los labios. Pero insistía.

Según dicen, Dennis seguía en el pobre teatro rodante porque estaba enamorado de la hija del dueño. Una chica que se llamaba Alice y que hacía equilibrio o malabares, según la necesidad. Pero la chica era menor, y entonces él la deseaba en silencio, y esperaba a que cumpliera dieciocho para declararse. En medio de la espera, se casó con una bailarina mexicana, pero el matrimonio funcionó muy mal.