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Cuando al comenzar el año 90 Natalio Robles me dijo que desarmaría su local de veladores sobre la calle San Luis para poner un centro cultural, se lo desaconsejé vehementemente. Por entonces Natalio cumplía 50 años y yo 24; la medianía lo había hecho, como se dice vulgarmente, "replantearse todo". Nos habíamos conocido en la librería de usados de la avenida Callao, donde una vez que a mí me faltó para comprar Mi último suspiro, de Buñuel, suplió los pesos faltantes y pasé a regresárselos por el negocio. Vecinos de toda la vida, nunca habíamos intercambiado palabra hasta el encuentro en la librería. En el 90 le dije que quien quisiera dedicarse a la cultura podía hacerlo sin poner en riesgo ninguno de sus haberes previos, y que si le faltaba el tiempo por el trabajo de supervivencia, mucho más le faltaría cuando no tuviera con qué sobrevivir.