«Igual que tú, el niño siente la impaciencia del deseo —lo quiero ya—, pero no puede comprender la razón de la prisa. Para qué sirve la rapidez, cuando el placer consiste en entretenerse, remolonear y ser lentos. Qué inexplicables le parecen vuestras bruscas urgencias, los espabila, los venga vamos, los así no llegaremos nunca. Experto en demoras, se recrea en cada juego, en el peldaño de cada escalera, en cada excursión, como una historia interminable. Tu hijo intuye que el amor exige prodigalidad temporal. Si quieres a alguien, le das tu sosiego, tu desaceleración, tu olvido de los relojes.
Sin embargo, tu pequeño sibarita tiene serios competidores: cada instante, los dispositivos digitales y sus voraces pantallas batallan por secuestrar nuestras horas. Los gigantes tecnológicos codician miradas absortas para subastarlas en un frenético mercado de la atención. Las aplicaciones y las redes sociales son gratuitas solo en apariencia. No pagamos por ellas porque el producto es en realidad otro: nuestro tiempo. Hechizados por imágenes palpitantes y estímulos adictivos, regalamos información sobre nuestros gustos, movimientos, opiniones, miserias y sueños. Cuanto más, mejor: alimentamos bancos de minutos y bases de datos que las empresas venderán al mejor postor y que retornarán en forma de publicidad y propaganda personalizadas. Somos nosotros quienes estamos en venta.