“El jueves 20 de septiembre de 1973, Gabriela me escribió en una de esas servilletas que no absorben nada, que parecen papel de calcar: ‘Quiero que seas mi primer hombre. No que seas mi novio ni ningún tipo de compromiso: nadie se va a enterar’. Así había empezado su relato mi amigo Julio, que vive en Barcelona desde tiempos inmemoriales, y venía a visitar más a sus nietos que a sus hijos, en estos días previos a la primavera del 2015.
“Todos escribíamos estupideces en servilletas en el 73: poemas, mensajes cifrados o a quien íbamos a matar. Literalmente.
“Faltaban tres días para que Perón al cuadrado ganara por el 62 por ciento; pero sobre eso te voy a contar otra historia, para que la publiques el sábado 26. Anotá que en un solo viaje te sirvo para dos historias. Si yo escribiera mi vida… tendría para diez libros. Siempre quise ser escritor… pero hay que escribir. En fin. Yo militaba en la UES y el 21 íbamos a ir al Rosedal con los pibes: el último año del secundario. Tenía mujeres para elegir. Era como pescar en los lagos de Palermo. Gabriela no era agraciada. No tenía swing. Me guardé la servilleta, pero no la respondí: ni por escrito ni en persona. Efectivamente, esa primavera terminé muy bien, con una morocha, santiagüeña, despampanante. Pero no fui su primer hombre. Ni el de Gabriela. Los años pasaron de un modo cruel. Me tuve que esconder. Muchas veces quise saber de Gabriela, pero nadie podía saber nada de mí, mucho menos por fuera de la Organización. Me escapé a Barcelona en el 75, y desde entonces la busqué. No en Barcelona; por cartas, por llamados telefónicos. Ella ya no vivía con los padres. ¿Se había casado? Nunca lo supe. Nadie sabía nada de nadie. Quizás fuera mejor así. Pero nunca la olvidé. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Cuándo volvería a encontrar una mujer así, un amor así, una entrega así? Ya han pasado más de cuarenta años y no la encontré; una oferta de esa naturaleza. A Gabriela sí la volví a encontrar. En diciembre del 83. Hacía unos días que había asumido Alfonsín. Era otra primavera: la primavera democrática. Me sorprendía ver a los hippies en el Obelisco; los chicos que tenían la edad que yo tenía cuando me fui, ya no querían matar a nadie. Seguían escribiendo en la parte de atrás de las servilletas, pero ya no sobre ‘fusilar al enemigo’. Me pregunté si finalmente yo no había rechazado a Gabriela por esa frase hermosa que me puso: ‘ningún tipo de compromiso’. Tal vez en el 73 yo estaba tan atado a la idea de ‘compromiso político’, a la idea de compromiso con la muerte, propia o ajena, que la idea de disfrutar de un amor vital, sin compromiso, me desconcertó. Pero para el 83 habían pasado los 10 años más largos de la historia del tiempo. No sólo la distancia entre los 17 y los 27 son como los dos extremos de un puente, sino por la distancia entre el 73 y el 83 en la Argentina. Era realmente la diferencia entre la muerte y la vida. Por darte un dato, nada más: el 80 por ciento de los que habían sido mis amigos, de ambos sexos, habían muerto en combate o asesinados, o desaparecidos. Dos de mis amigos, a los que yo llamaba sobrevivientes, habían matado personas con sus propias manos. Pero, como sea, ahora podía buscar a Gabriela sin límites. Me lancé como un detective. En realidad, la calle Corrientes era una especie de fichero donde buscabas los datos de los que habían quedado vivos. En un solo día, me los crucé a Piero y a Facundo Cabral. Te la hago corta: conseguí el número de Gabriela. La llamé el 31 de diciembre del 83 y la invité, para un par de días después, a tomar una Paso de los Toros en La Giralda. Aceptó. Era una tarde perfecta de enero del 84, poca gente en la ciudad. ¿A dónde se había ido todo el mundo, ahora que ya no se exiliaban? A Marpla, a Necochea. Pero Gabriela y yo estábamos en La Giralda. Le pregunté qué había hecho de su vida; se había recibido de agrónoma y justo el siguiente fin de semana se iba a trabajar y a vivir a un campo en Casilda, Santa Fe; también algo relacionado con trabajo social. Y entonces, le pedí al mozo una birome, saqué del bolsillo la servilleta que ella me había dado en septiembre del 73, y escribí al dorso de su pregunta: ‘Por un pasajero retraso mental, no pude ser tu primer hombre. ¿Me dejarías ser el último?’.”
Julio hizo una pausa, y me entregó una servilleta doblada en cuatro. La desplegué. Estaba ajada, desgastada, y contenía la respuesta de Gabriela de enero del 84: “Cuando no creemos en los milagros, los ángeles se enojan. Ni el primero, ni el último”.
–Y se marchó –me aclaró Julio–. Me dejó solo en La Giralda.
–Es una historia triste –comenté.
–La primavera es bella –reflexionó Julio–, no necesariamente alegre.
“Todos escribíamos estupideces en servilletas en el 73: poemas, mensajes cifrados o a quien íbamos a matar. Literalmente.
“Faltaban tres días para que Perón al cuadrado ganara por el 62 por ciento; pero sobre eso te voy a contar otra historia, para que la publiques el sábado 26. Anotá que en un solo viaje te sirvo para dos historias. Si yo escribiera mi vida… tendría para diez libros. Siempre quise ser escritor… pero hay que escribir. En fin. Yo militaba en la UES y el 21 íbamos a ir al Rosedal con los pibes: el último año del secundario. Tenía mujeres para elegir. Era como pescar en los lagos de Palermo. Gabriela no era agraciada. No tenía swing. Me guardé la servilleta, pero no la respondí: ni por escrito ni en persona. Efectivamente, esa primavera terminé muy bien, con una morocha, santiagüeña, despampanante. Pero no fui su primer hombre. Ni el de Gabriela. Los años pasaron de un modo cruel. Me tuve que esconder. Muchas veces quise saber de Gabriela, pero nadie podía saber nada de mí, mucho menos por fuera de la Organización. Me escapé a Barcelona en el 75, y desde entonces la busqué. No en Barcelona; por cartas, por llamados telefónicos. Ella ya no vivía con los padres. ¿Se había casado? Nunca lo supe. Nadie sabía nada de nadie. Quizás fuera mejor así. Pero nunca la olvidé. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? ¿Cuándo volvería a encontrar una mujer así, un amor así, una entrega así? Ya han pasado más de cuarenta años y no la encontré; una oferta de esa naturaleza. A Gabriela sí la volví a encontrar. En diciembre del 83. Hacía unos días que había asumido Alfonsín. Era otra primavera: la primavera democrática. Me sorprendía ver a los hippies en el Obelisco; los chicos que tenían la edad que yo tenía cuando me fui, ya no querían matar a nadie. Seguían escribiendo en la parte de atrás de las servilletas, pero ya no sobre ‘fusilar al enemigo’. Me pregunté si finalmente yo no había rechazado a Gabriela por esa frase hermosa que me puso: ‘ningún tipo de compromiso’. Tal vez en el 73 yo estaba tan atado a la idea de ‘compromiso político’, a la idea de compromiso con la muerte, propia o ajena, que la idea de disfrutar de un amor vital, sin compromiso, me desconcertó. Pero para el 83 habían pasado los 10 años más largos de la historia del tiempo. No sólo la distancia entre los 17 y los 27 son como los dos extremos de un puente, sino por la distancia entre el 73 y el 83 en la Argentina. Era realmente la diferencia entre la muerte y la vida. Por darte un dato, nada más: el 80 por ciento de los que habían sido mis amigos, de ambos sexos, habían muerto en combate o asesinados, o desaparecidos. Dos de mis amigos, a los que yo llamaba sobrevivientes, habían matado personas con sus propias manos. Pero, como sea, ahora podía buscar a Gabriela sin límites. Me lancé como un detective. En realidad, la calle Corrientes era una especie de fichero donde buscabas los datos de los que habían quedado vivos. En un solo día, me los crucé a Piero y a Facundo Cabral. Te la hago corta: conseguí el número de Gabriela. La llamé el 31 de diciembre del 83 y la invité, para un par de días después, a tomar una Paso de los Toros en La Giralda. Aceptó. Era una tarde perfecta de enero del 84, poca gente en la ciudad. ¿A dónde se había ido todo el mundo, ahora que ya no se exiliaban? A Marpla, a Necochea. Pero Gabriela y yo estábamos en La Giralda. Le pregunté qué había hecho de su vida; se había recibido de agrónoma y justo el siguiente fin de semana se iba a trabajar y a vivir a un campo en Casilda, Santa Fe; también algo relacionado con trabajo social. Y entonces, le pedí al mozo una birome, saqué del bolsillo la servilleta que ella me había dado en septiembre del 73, y escribí al dorso de su pregunta: ‘Por un pasajero retraso mental, no pude ser tu primer hombre. ¿Me dejarías ser el último?’.”
Julio hizo una pausa, y me entregó una servilleta doblada en cuatro. La desplegué. Estaba ajada, desgastada, y contenía la respuesta de Gabriela de enero del 84: “Cuando no creemos en los milagros, los ángeles se enojan. Ni el primero, ni el último”.
–Y se marchó –me aclaró Julio–. Me dejó solo en La Giralda.
–Es una historia triste –comenté.
–La primavera es bella –reflexionó Julio–, no necesariamente alegre.
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