Por:
Cuando al comenzar el año 90 Natalio Robles me dijo que desarmaría su local de veladores sobre la calle San Luis para poner un centro cultural, se lo desaconsejé vehementemente. Por entonces Natalio cumplía 50 años y yo 24; la medianía lo había hecho, como se dice vulgarmente, "replantearse todo". Nos habíamos conocido en la librería de usados de la avenida Callao, donde una vez que a mí me faltó para comprar Mi último suspiro, de Buñuel, suplió los pesos faltantes y pasé a regresárselos por el negocio. Vecinos de toda la vida, nunca habíamos intercambiado palabra hasta el encuentro en la librería. En el 90 le dije que quien quisiera dedicarse a la cultura podía hacerlo sin poner en riesgo ninguno de sus haberes previos, y que si le faltaba el tiempo por el trabajo de supervivencia, mucho más le faltaría cuando no tuviera con qué sobrevivir.
Pero Natalio no estaba listo para escuchar: se divorció, alquiló un departamento y convirtió el comercio de veladores en un salón de candilejas. Tuve ocasión de extrañar los veladores mucho antes de lo imaginado: una de las primeras actividades, a la que para colmo me rogó que asistiera, fue la disertación sobre El sentido de la vida de un supuesto filósofo, Ezequiel Madunes, con el subtítulo: un abordaje desde Kristeva, Foucault y Lacan. No sólo cada uno de esos apellidos para mí era un sinónimo de farsante, sino que a su vez eran herederos del pensamiento de Heidegger, que además de farsante era nazi. Foucault había acompañado al Ayatollah Khomeini hasta el aeropuerto, de París a tomar el poder en Teherán, un par de décadas antes de que la prédica de Khomeini derivara en la masacre de Charlie Hebdó. Pero cuando Natalio me rogó que participara de la actividad y escribiera un reporte para la Hoja de Ruta de su centro cultural, no tuve valor para negarme. A duras penas logré esquivar presentar al vendedor de humo. Ezequiel Madunes resultó ser un sexagenario acompañado de una novia que no llegaba a los 30. Me maldije por haberme dejado llevar por la piedad. Fatalmente termina siendo peor que la sinceridad. Natalio trataba a Madunes como si fuera Platón; el gran pensador había exigido una botella de agua Evian y un paquete de cigarrillos Gitanes. Madunes también demandó el traslado de un complicado sistema de sonido que incluía dos gigantescos parlantes.
Pero Natalio no estaba listo para escuchar: se divorció, alquiló un departamento y convirtió el comercio de veladores en un salón de candilejas. Tuve ocasión de extrañar los veladores mucho antes de lo imaginado: una de las primeras actividades, a la que para colmo me rogó que asistiera, fue la disertación sobre El sentido de la vida de un supuesto filósofo, Ezequiel Madunes, con el subtítulo: un abordaje desde Kristeva, Foucault y Lacan. No sólo cada uno de esos apellidos para mí era un sinónimo de farsante, sino que a su vez eran herederos del pensamiento de Heidegger, que además de farsante era nazi. Foucault había acompañado al Ayatollah Khomeini hasta el aeropuerto, de París a tomar el poder en Teherán, un par de décadas antes de que la prédica de Khomeini derivara en la masacre de Charlie Hebdó. Pero cuando Natalio me rogó que participara de la actividad y escribiera un reporte para la Hoja de Ruta de su centro cultural, no tuve valor para negarme. A duras penas logré esquivar presentar al vendedor de humo. Ezequiel Madunes resultó ser un sexagenario acompañado de una novia que no llegaba a los 30. Me maldije por haberme dejado llevar por la piedad. Fatalmente termina siendo peor que la sinceridad. Natalio trataba a Madunes como si fuera Platón; el gran pensador había exigido una botella de agua Evian y un paquete de cigarrillos Gitanes. Madunes también demandó el traslado de un complicado sistema de sonido que incluía dos gigantescos parlantes.
Era un viernes de agosto a las 18 horas y la concurrencia se dividía entre ancianos que venían por el vino dulce gratis y los alumnos de las clases particulares del propio Madunes. Escuché por encima que una de las amigas de Javiera le preguntaba qué la había conquistado del fantoche y ella respondía: "Su autenticidad". Por otra parte, me indignaba en particular el tema elegido. Yo había recorrido suficiente camino como para aseverar que nadie podía dar una conferencia coherente sobre el sentido de la vida: era un tema sobre el que sólo se podía callar. Comenzó una hora más tarde de lo anunciado, aunque el charlatán ya estaba allí desde una hora antes, y sus primeras frases incluyeron hits tales como "En el punto en qué", "el rizoma de", "no lugar"; acompañadas de chistes tan novedosos como "soy marxista de Groucho Marx", señalamientos sin conexión como "es curioso: los hombres viven", carcajadas propias sobre sus propios comentarios sin razón y chistidos al por mayor. Por ejemplo, decía: "Es obvio que...", y no completaba la frase, sólo chistaba como una lechuza. También repetía una y otra vez: "¿Sí?". No supe cuánto siglos habían pasado cuando salió la primera estrella y me dije que si hubiera obedecido la ley de mis ancestros no estaría allí dándole quórum a ese sacrotraficante. Madunes movía el cigarrillo con una torpeza snob y no resultó "curioso" que terminara aplicando la brasa al cuerpo de la botella Evian, que comenzó a derramar el precioso líquido importado. Madunes interrumpió su prédica para atender a la pérdida, y entonces sucedió el milagro: aunque no movía la boca, su disertación seguía, como él mismo hubiera dicho, "funcionando". Su voz continuaba sonando aunque no hablaba. Un viejecito que se había tomado dos botellas de vino dulce fue el primero en advertirlo: "Está haciendo play back". Efectivamente, inexplicablemente, Madunes había estado pasando su discurso por casete. Vi que Natalio se ponía todo rojo y escuché algunas risas y exclamaciones entre los escasos concurrentes voluntarios. Alguien del círculo áulico de Madunes explicó: "Todo es reproducción". La disertación se interrumpió in situ, mientras Madunes intentaba tomar el agua directamente desde la avería. Por un instante, aguardé a que Javiera se decepcionara de la autenticidad de su héroe. Pero la vi besarlo con fogosidad, para luego marcharse en caravana, rumbo a la cantina del Abasto, donde tenían todo pago por Natalio. Quedamos solos, mi antiguo benefactor y yo, en el local devastado, acomodando las sillas. No sé por qué reflexioné en voz alta: el sentido de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario