Gabriela Ybarra, premio Euskadi 2016 por su primera novela, «El comensal», mezcla el pasado con el presente en las entradas de su diario.
Fidel Sclavo https://www.clarin.com/cultura/fidel-sclavo-pincel-flota-orillas_0_LhiSqYs7a.html
1 de diciembre de 2016
Uno de los momentos de mi infancia que mejor se ha fijado en mi memoria es el de la primera vez que vi un ciervo. Quizá lo recuerde con tanta nitidez porque fue un encuentro esperado. Mi abuelo Ricardo y yo estuvimos dos días visitando un parque que estaba al lado del monte del Pardo para intentar divisar cornamentas entre los árboles. Yo no sabía si los ciervos eran animales reales o no.
Vimos el ciervo al final del segundo día. Asomó su hocico a cuatro encinas de nosotros, se quedó parado durante pocos segundos en un claro y luego, desapareció. Me llamó la atención su piel marrón, más oscura que la de los gamos.
La primera vez que vi a una de las monjas del convento de Las Carboneras tampoco tuve la certeza de que fuera real. Era temprano, las siete y media de la mañana, y la religiosa estaba quieta al final del callejón del Codo. Tenía la mirada huidiza del primer ciervo que vi, pero sobre su cabeza, en vez de asta, una toca. Antes de que pudiera acercarme, se perdió calle abajo por Puñonrostro.
Esta noche he soñado con la monja ciervo.
8 de diciembre de 2016
El centro de Madrid, en donde vivimos Carlos y yo, no está en el centro, sino en uno de los límites de la ciudad, al borde de una cornisa desde la que se ven el río Manzanares, la Casa de Campo y el Alto de Extremadura. Cuando estaba recién llegada de Bilbao a Madrid, me gustaba venir al barrio en el que ahora vivo para asomarme a la barandilla que hay al final de la explanada que separa el Palacio Real de la Catedral de la Almudena. Creía que al fondo, donde el horizonte, estaba el mar.
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Cada mañana Carlos cruza la plaza de Oriente desde la calle Mayor hasta la plaza de España. Me cuenta que todos los días, a las siete y cuarenta y cinco, se ilumina una ventana en uno de los laterales del Palacio Real. La ventana suele estar abierta. Yo nunca he visto abierta ninguna otra ventana del palacio. Imagino que todo el edificio se ventila a través de esa ventana.
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Me gusta pasear por la plaza de Oriente en las madrugadas de invierno y durante la semana que sigue al 8 de enero, cuando no hay turistas ni curiosos, y lo único que queda de las fiestas es un tiovivo cubierto con una lona. Ahora son las seis de la tarde del 8 de diciembre y la calle está repleta de visitantes que han venido a Madrid para pasar el puente de la Constitución. Carlos y yo hemos cruzado la Puerta del Sol hace un par de horas. A la altura del kilómetro cero, Carlos me ha dicho que cree que a muchas personas les gustan las aglomeraciones porque les dan seguridad: una muchedumbre haciendo lo mismo a la vez no puede estar equivocada. La Puerta del Sol y la plaza Mayor están llenas de gente reafirmando a gente que lo correcto en Navidad es comprar figuritas para el Belén y visitar el Apple Store.
De vuelta a casa hemos decidido esquivar las vías principales: Mayor y Arenal. Siempre nos sorprende cómo la multitud ignora las calles secundarias. Durante el camino le he dicho a Carlos que quería entrar en la iglesia del convento de Las Carboneras. Le he explicado lo de la monja ciervo. Dentro de la iglesia del Corpus Christi, detrás de una reja, hemos visto a una religiosa sentada en un banco. La reja, el hábito y el rezo daban a la monja un aspecto irreal.
9 de diciembre de 2016
La seguridad es una ilusión, el horizonte es inalcanzable, el centro de Madrid no está en el centro y más allá de la explanada que hay entre el Palacio Real y la Catedral de la Almudena no hay ningún mar.
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Me gusta venir a la sala El Sol porque aquí casi no ha cambiado nada desde la primera vez que estuve. Los hombres de la puerta y sus peinados son los mismos. El camarero de la barra del fondo, el ropero, sus fichas, la moqueta roja y la luz roja, las escaleras que giran. Todo está igual. Es un viernes por la noche de 2016, pero podría ser una madrugada de sábado de 2001. El pinchadiscos pone «Aquí en mi nube», de Sonia. Esta canción me la sé.
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Para mí la Navidad no es un refugio. Encuentro estabilidad en las monjas del convento de Las Carboneras, en la decoración inalterada de la sala El Sol y en la ventana del Palacio Real que se ilumina cada mañana a las siete cuarenta y cinco.
14 de diciembre de 2016
Carlos es paciente, Carlos espera a que los extranjeros se hagan fotos con la catedral, con las estatuas, con el madroño que han plantado en la puerta de casa (agarrad el tronco y posad como si fuerais un oso, sugería el otro día un guía en inglés). Yo, sin embargo, no espero, me cruzo en todas las fotos, tapo monumentos, estatuas, abuelas. Pienso en todas las familias extranjeras a las que he fastidiado sus retratos.
20 de diciembre de 2016
Esta mañana he quedado a desayunar con Blanca. En la televisión de la cafetería a la que hemos ido, retransmitían imágenes del embajador ruso al que asesinaron ayer en una galería de arte de Ankara y del mercadillo navideño berlinés contra el que se ha empotrado un camión conducido por un yihadista. Doce muertos y medio centenar de heridos. Blanca, guionista de cine, me ha dicho: «Cuando éramos niñas el futuro estaba de moda. Muchas de las películas que veíamos eran sobre el futuro. Ahora, sin embargo, el futuro no le interesa a nadie porque el futuro es una mierda».
Pienso en toda la gente que dentro de un par de horas paseará entre los puestos de la plaza Mayor pensando en lo ocurrido en Berlín. Creemos que nuestras casas son seguras, que nuestros barrios son seguros, pero la seguridad es una ficción. Cuando nos sentimos seguros es porque nuestra razón y nuestra imaginación han llegado a un acuerdo que impide que vivamos paralizados por el miedo.
Hace un mes estuve visitando a una amiga que acaba de tener un bebé. Estábamos las dos sentadas en el sofá de su salón y mientras ella le daba el pecho a su hijo, me contó que un edificio de su manzana se había derrumbado porque no había podido soportar todos los servicios de lujo que los arquitectos le habían querido introducir en su remodelación: piscina, gimnasio, sauna… «El edificio reventó, pero lo peor fue lo de la grúa», me dijo mi amiga. «Trajeron una grúa para terminar de demoler la fachada, pero como la máquina no estaba bien sujeta, se tambaleaba. Desalojaron a todos los vecinos de los edificios de la manzana porque tenían miedo de que la grúa se cayera y aplastara nuestras casas».
En nuestro barrio, el de Carlos y el mío, ese que a menudo es un refugio para nosotros, el mismo en el que viven las monjas que rezan a la Virgen de la Inmaculada desde detrás de la reja. En nuestro barrio, en donde nos sentimos a gusto porque conocemos los nombres de varios vecinos, en 1994, en la plaza de Ramales, casi en el comienzo de la calle Santiago, ETA asesinó al general Veguillas, a su chófer, Joaquín Martín Moya, y a César García, un transeúnte que pasaba por allí. En nuestro barrio, en 1992, en la plaza de la Cruz Verde, ETA asesinó a tres capitanes, un soldado y un radiotelegrafista. En nuestro barrio, en 1578, Juan Escobedo fue asesinado en la calle de la Almudena. En nuestro barrio en 1906, Mateo Morral lanzó una bomba oculta dentro de un ramo de flores desde un balcón de la calle Mayor cuando pasaba la carroza real en el día de la boda de Alfonso XIII y Victoria Eugenia. En nuestro barrio, en la calle de Torija, estaba la Inquisición.
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Hoy he ido a comprar dulces al convento. En el telefonillo había dos botones, uno que decía «monjas» y otro que decía «curas». He apretado el botón de «monjas». «Ave María Purísima», ha dicho una mujer con acento argentino. Se ha abierto la puerta y he pasado a un zaguán. Después de cruzar dos patios he llegado a la sala donde se venden los dulces a través del torno. He dejado un billete en el torno y ha desaparecido. Luego ha aparecido una caja de pastas de almendra. «Felices Pascuas», ha dicho la monja ciervo desde la cocina.
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