sábado, 2 de noviembre de 2013

Sin deuda ninguna. Por Margarita Wanceulen.



Cuando nos presentaron, me extendió la mano y apretó la mía con fuerza. Sus rasgos y su porte parecían
indicar que era un experto hombre de finanzas.
Comenzó a hablarme del asunto que nos había llevado hasta él, a mi esposa y a mí. Mi cuerpo sudaba con
exageración, a pesar de que yo intentaba por todos los medios, transmitir una aparente serenidad.
La primera en hablar fue Cecilia, pobre mía, tan bondadosa, la madre de mis hijos y mujer de mi vida. Le
temblaba el labio superior cuando expuso nuestro problema a aquel director de banco: “ No podemos
pagar el préstamo de la hipoteca, señor, no, no es que no queramos, es que, como usted sabe, nos han
venido mal dadas las circunstancias y solo ingresamos el pequeño subsidio de desempleo de mi marido,
mire tenemos dos hijos y no podemos dejarles sin comer, usted me entiende, será padre también.”
“ Sí, sí, ya sé, pero el banco ha hecho todo lo posible y lo imposible para facilitarles el trance, y, ahora
mismo, ya saben cómo está todo, en fin,¿ me entiende? “
Yo oía sin escuchar aquella conversación, no era posible que aquello nos estuviera sucediendo a mi
familia y a mí. Todo mi cuerpo enfermaba por momentos y sentía ahora un frío helador.
“ Mire señora, créame, hemos hecho todo lo posible por ayudarles, les hemos aplazado los pagos y no
queríamos llegar a esta situación, pero, ya se sabe cómo son estos asuntos, en fin, el banco, ya lo
entenderá, no es una casa de caridad. Estoy seguro que lo comprenderá “
En ese momento, advertí un ruido que me era muy familiar y que me transportó de nuevo a la realidad. Era
mi despertador, que como todos los días resonaba en mi habitación, alrededor de las siete de la mañana.
A mi lado, mi mujer, Cecilia, dormía plácidamente. Me levanté y me encaminé a la habitación de mis dos
hijos, cubriéndolos con las mantas, para que no sintieran frío.
Me dirigí al cuarto de baño y miré en el espejo la cara del hombre que yo era en ese momento. Entonces
levanté los ojos y di unas gracias infinitas porque todo aquello había sido solo un mal sueño.
 Margarita Wanceulen

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