sábado, 2 de noviembre de 2013

El rey del universo,María Inés Krimer


Amanda Cass




Duerme junto al hermano. El dormitorio tiene piso de madera y una ventana que no abre por el muro de colas de zorro. Dos camas gemelas con acolchados a cuadros. Una radio. Es un aparato con dial luminoso y aguja giratoria donde ella escucha Los Pérez García, que van por El Mundo a las ocho de la noche. Los  doce tomos de la enciclopedia Lo Sé Todo están ordenados en la repisa. Los libros encima del escritorio, junto con el Manual del Alumno de Kapeluz y El Estanciero.
Hay que tener cuidado para no perder los billetes que se reparten al comienzo porque gana el que tiene más plata: el juego consiste en comprar tierras. La madre se queja porque los billetitos rectangulares, celestes, grises y rosas con inscripciones de cien, doscientos, quinientos y mil pesos están desparramados por todas las habitaciones. También juega al tate- ti y a la batalla naval, pero el que más le gusta es El Ahorcado: cuando el jugador se equivoca una letra, se
acorta el tiempo de la condena. Esa noche el padre viajó a Santa Fe para completar el miniam, el número de hombres necesarios para las oraciones. Desde hace un tiempo lleva la contabilidad de la Sociedad Israelita y a veces lo llaman para un oficio. Que lo citen para los rezos la llena de orgullo, como cuando  mencionan la palabra suministros.

Pero más le gustaría que el padre, como el tío, tuviera un negocio de electrodomésticos. En eso piensa mientras mete los pies en una palangana con agua caliente y sal. Después entra al baño y prende alcohol de quemar en una lata de duraznos. En la cocina el hermano está jugando con autitos de plástico. Para aumentar el peso el padre los rellenó con plastilina, les incrustó pedacitos de plomo y le agregó una suspensión casera, dilatando los orificios de los ejes hacia arriba y hacia abajo. También cortó los guardabarros para que las ruedas queden al aire. Ella siente celos del hermano. Si fuera varón, piensa, el padre le prestaría más atención, jugaría con ella.

Pero por más que se esmere y saque el mejor promedio, el hermano es el rey del universo. Ahora ella sale del baño. Pisa las baldosas frías. Tirita al atravesar la galería. Mientras espera la cena lee las aventuras de Pelopincho y Cachirula en el Billiken. Repite, como un mantra, las máximas impresas arriba de las páginas: “No envidies a nadie”, “Ser un niño puntual es algo muy honroso”, “La mano que mece la cuna es la mano que gobierna el mundo”. La madre sirve milanesas con puré de papas. Ella corta la milanesa en pedacitos, los tapa con puré. Un bocado para la mamá, dice, otro para el papá que está lejos, ahí viene el avioncito, la mano tiembla al embocar el bocado en la boca, el rey del universo tiene sus caprichitos. El hermano golpea el plato con el tenedor. Tira el puré fuera del plato. Ella se sobresalta. Está atenta a las reacciones de la madre, la vigila todo el tiempo, en cuanto se distraiga la madre confunde el gamexane con el queso rallado.

Ella tiene que hacer algo rápido. Busca una tijera en el cajón. Recorta un Calculín con un libro abierto incrustado en medio de la cabeza. El hermano se inclina para agarrar la figurita. Se clava la punta de la tijera en el ojo. El grito perfora la noche. La madre lo alza y se encierran en el baño. Ella espera detrás de la
puerta. De a poco, el llanto va disminuyendo. Se hacen las once, las doce. Es la época de la crecida. Llueve y se oye al viento moverse entre los árboles del fondo. Ella va a la cocina pero la madre se escurre en la galería, la evita, no sabe qué decir. Ella la sigue, se empapa y va a buscar una toalla. La madre vuelve y llena una pava con agua. La tormenta es cada vez más fuerte. Ella se asoma a la puerta que da al fondo y ve los higos estrellados en el piso. La madre se mancha el salto de cama con té. A la una los ojos se le cierran. Ella espía desde la puerta. El rey del universo duerme con un autito de plástico  aferrado en la mano. Tiene una curita en el párpado, un mechón de pelo rubio pegado a la frente, el labio superior montado sobre el inferior donde se asoma,
apenas, la punta de la lengua. Mamá se enfermó por culpa tuya, piensa. Se está acostumbrando a que la madre esté ausente, cada vez más en el limbo: que el hermano haya inclinado la cabeza mientras ella recortaba el Billiken le parece una fatalidad, un misterio.

Ni se da cuenta de qué hora es cuando el padre entra en la casa. Saca una milanesa de la heladera, calienta el puré. Lo mira masticar, el movimiento de la mandíbula, el subir y bajar del tenedor, el doblez de la servilleta a cuadros. El padre le cuenta cómo alcanzó la última lancha de la noche. Podría quedarse
en Santa Fe porque el rabino le ofreció una cama pero pensó que era mejor volver a casa. Dijo que en un momento la lancha pareció que iba a dar una vuelta campana. Dijo que en medio de los relámpagos veía los faroles de la costanera. Cuando el padre termina de comer pregunta: “¿Pasó algo?” Ella no dice nada.
Junta los recortes desparramados en la mesa y los mete en un sobre, junto con billetes de El Estanciero. Va al dormitorio, plancha las sábanas para calentar la cama, se mete adentro, se tapa. Mira al hermano dormido. Estira el brazo hasta tocarlo. 

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