jueves, 16 de abril de 2020

Libélula Maumy Gonzalez

Libélula

Maumy González

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Le gusta mirarse el pie de apoyo cuando está en punta. La vida se le diluyó en un rigor casi lapidario hasta lograr esa curvatura del empeine. Le fascina la forma en que se integra con la canilla y el muslo, luego con la pelvis y el otro muslo y de ahí hasta la otra punta.  La zapatilla que baja y sube. Un salto, de nuevo la punta y luego, por un instante, la planta en el suelo. Sus clientes disfrutan de mirarla así: pura piel, abierta y elástica, demostrando un nivel de maleabilidad que los excita.
Vuelve a apoyarse sobre una punta, sosteniendo la línea del arabesque hasta los brazos. Mira la pantalla gigante que tiene enfrente y que mandó a instalar para estar atenta a sus propios movimientos y no perderse el efecto en los mensajes. A un costado titila la luz blanca de los nuevos textos. La música está tan alta que no escucha los avisos. Ve pasar un mensaje tras otro, casi todos escritos en un inglés chapuceado. Le piden eso: puntas de pie, delicia, estírate.
Se imagina libélula, con alas finísimas que hace vibrar a la altura de sus omóplatos. Siente que la zapatilla tiembla. Ahí está su pie, un apéndice en el que se concentra con furia pero del que trata de anular el dolor. Ha perdido uñas, le han crecido callos. Entierra los pies en las zapatillas, los anestesia en esos capullos de satén. Al danzar, suele perder la noción de sí misma, en el espacio, en el tiempo, no importa cuándo ni dónde. Quizás está exigiéndole demasiado a ese pie. Gira, diosa, escribe alguien y ella toma impulso. Vuelve a saltar, muestra el cuello, los brazos extendidos, movimientos sutiles en los que las secuencias son apenas un soplo. Sabe que debe escoger posturas mucho más insinuantes, exponerse para no perder visitas, pero eso sería forzar la fluidez de la danza y no quiere sacrificar la estética. En medio de las cabriolas del allegro da un vistazo a los avatares en la pantalla, de paso lee los nicknames de los clientes, la mayoría son ideogramas orientales. Se produce con cuidado para ellos. Cavado y piernas bien depiladas, ni un vello indiscreto. Muchas zapatillas de punta para escoger las que mejor se adapten a su estado de ánimo. Tiene de distintos colores: nude, malva, rosa chicle, azul nubarrón. Sólo necesita las zapatillas, el resto no le hace falta, ni siquiera usa tutú. Sí mantiene el rodete, bien tirante, sin cabellos fuera de lugar. Danza y el aire le eriza la piel, el rubor le arrebola la cara, la humedad le invade la entrepierna. Muchas veces su propia vulva la sorprende en la pantalla, como si fuera una flor carnívora a punto de devorarla. La luz blanca al costado sigue titilando. Durante las últimas sesiones, como hoy, sus clientes han aumentado. Los primeros meses sólo había unos cuantos y ella se deprimía. Tanta exposición por nada. Entonces, se sentía cebra, un animal tosco, sin gracia. Se imaginaba en medio de una sabana inmensa, donde un león la acechaba bajo el resplandor del sol que resquebrajaba la tierra, agazapado entre árboles raquíticos, sin lugar adónde huir. Después de esas sesiones terminaba exhausta. No le quedaban más que ganas de ducharse e ir a dormir. Sin embargo, aquellas veces debía seguir bailando. Acercarse al teatro y pasar la noche danzando para la Compañía, asumiendo su papel de eterna sombra de la primera bailarina. Enfrentarse al exterior, a ese afuera donde el mundo es mundo y la gente que conoce, si supiera lo que hace ahora, la miraría con asco.
Prefiere no pensar sino seguir la música. Los compases y su cuerpo durante cada sesión desarrollan una simbiosis. Incluso le parece que el escenario se licuara. Gira, una y otra vez, sobre el pie de apoyo, abre y cierra los brazos como una extensión de las alas de la libélula, mientras la otra pierna hace de látigo para impulsarla en cada vuelta. La repetición y el esfuerzo algunas veces la hacen llorar. Tal vez algún cliente lo interprete como una debilidad pero no es así. De niña, cuando comenzaba a aprender las primeras figuras, cada vez que la maestra le clavaba los dedos en las costillas ella apretaba la mandíbula, el esfuerzo la hacía estremecer y aun así no perdía la posición. Dejaba de sentir y lloraba sin ser del todo consciente. Se veía a sí misma desde otro lugar, desprendida de su propio cuerpo. Las lágrimas son similares al sudor, una exudación más con la que debe lidiar al final de cada sesión.
La melodía llega al clímax y la libélula se detiene: los pies en paralelo apuntando a los costados, las piernas juntas, los brazos en un óvalo perfecto. Podría ejecutar los movimientos hasta dormida. Mira la pantalla de reojo, la cabeza ligeramente hacia arriba. Siguen pasando los mensajes pero no presta demasiada atención a los textos. Mueve el brazo despacio, esa mano es el límite de la espiga que se extiende y de a poco busca acercarse al techo. Un saltito y hace el soussus. Puntas de pie, tensas las canillas y los muslos; se siente recta, no hay espacio entre sus piernas, se transforman en una sola. Luego se mueve, plantas, puntas, un resorte en sincronía sedosa. Sabe que no debe pisar sino flotar. Así, dibuja puntos imaginarios sobre el suelo. Uno, dos; uno, dos, repite. Lleva una mano hacia adelante, alada, ligera. Fija los ojos en la cámara, tratando de enfocarse en las pupilas y no en lo erizado de sus pezones oscuros y gruesos agigantados en la pantalla. La luz blanca no para de titilar mientras la melodía agoniza. Ha sobrepasado el cupo de clientes, reconoce la luz verde del aviso. Se nota que la improvisación esta vez ha causado efecto. Más dinero a su favor. Se pregunta si es realmente eso lo que la impulsa. No está segura. El dinero, como la opinión de los otros, es algo que con el tiempo ha dejado de importarle. Ella es la bailarina, la habitación su caja de música. Ahí es única; una libélula, diáfana, libre, casi etérea.

Maumy González. 1974. Narradora venezolana residente en Argentina. Autora de la colección de cuentos Todas las mañanas un muerto (La Letra Eme, 2014) e Imagina la felicidad (Qué diría Victor Hugo?, 2017), colabora en la prensa de autores independientes, coordina talleres de narrativa y lleva el blog La Aquateca. Es Secretaria de Difusión de La balandra. “Libélula” fue publicado en la antología Bailarinas (Desde la gente, 2018).

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