No habrá nunca una puerta. Estás adentro.
Jorge Luis Borges, Laberinto
Hoy estoy ciego, y si bien me es difícil hablar de felicidad, puedo decir que he alcanzado cierto grado de serenidad, y de satisfacción.
Durante largos años esperé esta ceguera, que de día es como una tela amarillenta, sucia, porosa, y sólo de noche, distante de cualquier simulacro del sol, es oscura como lo he deseado, no sé si con fervor pero sí con secreta desesperación.
Ya en la infancia sabía que era distinto a mis hermanos, a mis padres, a mis amigos. Mi aspecto era el de un niño común y corriente, desgarbado, solitario y asediado por constantes ataques de alergia. Lo diferente tenía que ver con algo que se manifestó una tarde en Hust, en la quinta de mis padres, y que sólo puedo expresar con torpes palabras.
Esa jornada de sol radiante, mientras trepaba a un árbol, me enteré de que alguien más vivía en mi mente.
Al principio negué lo que sucedía, pero ese otro comenzó a exhibirse con mayor frecuencia, y comprobé que no quería desplazarme: era simplemente un parásito que buscaba espiar el mundo a través de mis ojos.
En esas apariciones de Ernesto, lejos estaba de sospechar que me acompañaría por el resto de mi vida; ponerle ese nombre fue puro azar: mi abuelo, al que en la familia evitaban mencionar, había fallecido el último verano, y aún lo extrañaba.
Sentí vergüenza y miedo de confesar mis padecimientos. De noche, cuando el ser desaparecía por completo, rezaba para que no regresara, y algunas mañanas pensé que lo había logrado.
Con el tiempo, fui descubriendo que su conexión se cortaba al anochecer, y también llegué a la conclusión de que podía suspenderla cerrando los ojos, que era una forma de tapiar el acceso a mi mundo.
Del asunto hablé con mi padre varios meses más tarde. Él relativizó mi historia, pero mi madre la tomó al pie de la letra, y los tres terminamos visitando al médico de la familia. Al barajarse la contingencia de un tumor o de un daño cerebral, comencé una tediosa ronda de exámenes. Salvo por mi extrema sensibilidad a la humedad y a unos arbustos de flores blancas, los resultados confirmaron mis buenas condiciones de salud.
Lo siguiente fue consultar a un psicólogo, que empeoró las cosas cuando le conté que había bautizado al extraño con el nombre del abuelo. El tratamiento, con dos sesiones semanales, amenazaba con prolongarse, pero descubrí la clave para ponerle un punto final: esperé un tiempo prudencial y dije que Ernesto había sido un invento para llamar la atención.
Cuando repaso los hechos de mi vida creo advertir que, de algún modo, fui afortunado porque de pequeño comprendí que lo importante no es hablar con la verdad, como se dice vulgarmente, sino con la verdad que los demás esperan. Porque los pensamientos —lo sé mejor que nadie— sólo existen para uno mismo.
Durante mi tratamiento, Ernesto espació sus visitas, pero, cuando todo acabó, volvió para seguir conociendo mi mundo; le interesaba contemplar tanto la belleza de un atardecer como la limpieza de mis dientes. Paralelamente empezó a enseñarme los signos de su lenguaje —compuesto por una infinita cantidad de pinturas abstractas—, que me pareció un abismo inconmensurable hasta que comprendí que esa forma visual y caótica de comunicarse era mucho más rica que nuestro limitado castellano.
En esa época le tomé un resignado cariño a Ernesto, pero seguí conservando, en un rincón inaccesible para él, la esperanza de encontrar la manera de expulsarlo. Mi huésped, no obstante, había sido claro: mientras yo viviera, tendría que soportarlo; estábamos unidos por un orden cósmico superior, y debía tratar de llevarme bien con él.
Fue entonces cuando avizoré que la ceguera sería la única salida. Era una idea desdichada para un niño que estaba por llegar a la adolescencia, y fue angustiante pensar en alternativas para quitarme la vista. Muchas veces especulé con clavarme una punta de acero en cada ojo, otras evalué arrancármelos con mis propias manos, o quemarlos con aceite hirviendo. Todas estas opciones, con sus horribles variantes, fueron pasando por mi mente durante años, en los que mi mayor esfuerzo fue demostrarles a mis padres que era una persona normal.
Cuando alcancé la juventud me encontraba habituado a la presencia de Ernesto. Podía vagabundear de un lado a otro indiferente a sus señales; podía estar con amigos o con alguna chica sin que eso me afectara. Incluso, la primera vez que me acosté con una mujer olvidé su presencia, aunque —supongo— habrá estado registrando cada detalle.
Esa fue la mejor etapa de mi vida. Inicié mis estudios de medicina, me recibí en los años que había previsto y me casé con una compañera de la facultad que terminó siendo una gran pediatra.
Todo marchaba más que bien, con Nélida soñábamos tener muchos hijos y un futuro esplendoroso, pero Ernesto tenía planes distintos y, de un día para el otro, comenzó a acosarme con pedidos que trastocaron mi salud mental. Algunas acciones que trataba de presenciar eran estúpidas, o simples, como por ejemplo abrir los ojos abajo del mar, pero también soñaba con escenas espantosas.
Por mi intermedio había visto personas enfermas, largas operaciones y otros tantos dramas hospitalarios, pero estaba insatisfecho y exigía más: su ambición era verme matar.
El miedo infantil que creía superado regresó con virulencia, y como consecuencia de eso, me volví más reservado y hostil con mi esposa, pues —intuí— Ernesto ambicionaba que ella fuera la primera de mis víctimas.
Por fortuna tuve éxito en lo que hice para alejarla. Ella ansiaba estar a mi lado, ayudarme a salir de ese estado de confusión, pero yo entendía que, si se quedaba, corría un grave riesgo.
Ella escapó, sí, pero otros fueron sacrificados.
Tras la partida de Nélida, me separé de mi familia. Anduve desorientado, mis horas se dividían entre el trabajo y unas largas excursiones sin ninguna meta clara, y un día decidí darle el gusto al maldito polizón.
La primera muerte fue la más dura de digerir; después, me acostumbré. Un sábado, al salir de una guardia, levanté a un travesti en la rotonda de Llavallol. Nunca había estado siquiera con una prostituta, y desconozco por qué busqué a un ser que reuniera tan claramente los atributos masculinos y los femeninos. A lo mejor pensé que nadie reclamaría por la vida de un travesti, y mucho menos tan pobre como para trabajar en esa zona. Lo llevé a un albergue transitorio y, mientras se desvestía, le apliqué un sedante. Luego lo metí en el baúl del auto, lo trasladé a mi consultorio y le mostré a Ernesto lo horrible que podemos ser los humanos.
Frente al travesti muerto, experimenté un atroz instante de lucidez y vomité asqueado al sentir el regocijo de aquel monstruo que llevaba el nombre de mi abuelo.
Apagué la luz, indignado, bloqueando la mirada penetrante de mi visitante. Agarré un bisturí, me arrodillé pidiendo perdón por lo que había hecho y me dispuse a terminar con mi vista. Apunté directamente a mis ojos, y llorando como un chico, acerqué la hoja hasta mis pupilas… pero me detuve… y me desmayé.
Volví en sí con la salida del sol. La cabeza me latía y me dolían los brazos. A mi lado, sobre la camilla, estaba el cadáver.
Como pude, corté en pedazos aquel cuerpo, lo metí en bolsas negras y lo desparramé por distintos volquetes del Conurbano. El caso tuvo repercusiones nacionales, pero nunca se encontró al asesino y nadie sospechó del prestigioso cirujano Benjamín Cataneo Menéndez, que iniciaba así un largo raid criminal.
A continuación vinieron otras muertes. No importa cuántas. Al fin y al cabo, lo esencial es la primera vez. Las series le quitan el sentido y el valor profundo a las cosas.
Seguí ambicionando mi libertad y, quizás por cierta tendencia hereditaria o por la fuerza de mi deseo que mostró ser superior a mi cobardía, comencé a perder la vista a los cincuenta años. En vano mis colegas quisieron ayudarme a revertir la situación. Argumentaban que las operaciones eran altamente seguras y efectivas, y que era joven para resignarme a un futuro en penumbras.
Ellos no comprendían que se trataba de un milagro. Hacía tiempo que había dejado de distinguir si asesinaba porque Ernesto me lo ordenaba, o porque había empezado a disfrutarlo, y la experiencia indicaba que tenía un solo camino: si anhelaba dejar de matar debía privarme de ver.
Me abandoné al paso del tiempo y, con la vista deteriorada, logré jubilarme por invalidez. En esos días, Ernesto ya aparecía menos, pero igual me atormentaba, y recién recuperé la paz cuando quedé ciego por completo.
Hoy, gracias a Dios, soy un viejo inofensivo, sin culpas ni remordimientos. Cumplí mi destino, y nada más. Les quité la vida a muchas personas, y sus fantasmas no vinieron a acosarme, tal vez, porque si uno no cree en ellos, ellos no pueden creer en uno.
Ahora vivo de recuerdos y de algo que me sucede desde hace muy poco.
De noche, cuando abro los ojos, he notado que puedo volver a ver. Lo que está a mi alrededor me es negado, eso es cierto; del entorno sólo escucho las voces de la enfermera, de la cocinera o de la radio.
Cuando observo la oscuridad, lejos de la resolana purulenta del día, percibo con claridad el mundo de Ernesto. Es un universo muy distinto al nuestro, con figuraciones que aún no puedo entender, pero que confío descifrar igual que sucedió con su lenguaje.
Noche a noche, investigo con la fascinación de un joven explorador, y aunque no puedo decir que soy feliz, siento placer al estar alojado en la cabeza de otro y voy teniendo algunas ideas para divertirnos juntos.
Comprendo, desde luego, que aún es una incógnita cómo seguirá nuestra relación.
Por eso, por lo pronto, me conformo con saborear la desesperación de este ser, a quien bauticé con el nombre del abuelo, que hoy desea arrancarse los ojos, pero que no lo hará porque me tiene miedo.
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