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Los microrrelatos de Ana María Shua (Buenos Aires, 1951), que aparecen ahora reunidos en un volumen único (Cazadores de Letras), son difícilmente clasificables: cuentos brevísimos, normalmente, de menos de 25 líneas, capaces de exigir al lector un esfuerzo de concentración y al mismo tiempo de proporcionarle un universo coherente y compacto, recorrido por una fina línea de humor y cotidianidad.
Shua ha cultivado desde los 17 años este género tan especial, pero lo ha hecho alternándolo con la novela, la poesía, el cuento tradicional y la literatura infantil, hasta el punto de que no es posible analizar ninguna rama de la literatura argentina de los últimos treinta años sin tener en cuenta su brillante aportación. Shua recibió recientemente un multitudinario homenaje en Buenos Aires, en el que muchos de sus colegas resaltaron esa extraordinaria capacidad suya para moverse en los límites de géneros muy dispares sin perder en ninguno de ellos su peculiar mirada. En su casa de Buenos Aires, pocas horas antes de embarcar hacia Madrid, Shua se ríe con ganas de quienes la califican como "Reina del Minirrelato".

—¿En qué se diferencia un microrrelato de un cuento?

—En 25 líneas, como máximo, es imposible desarrollar personajes o su psicología; hay que trabajar con los conocimientos del lector, hacer como en las artes marciales, donde se aprovecha la fuerza del adversario. Usar los conocimientos del lector para seducirlo y que sea él mismo quien complete el significado. Juega mucho en esos límites. Hay que tener mucho cuidado en lograr que no cruce la frontera del chiste, porque eso es realmente peligroso, quedarse en un jueguito de ingenio.

—¿No son sólo un chispazo de ingenio?

—Deberían ser algo más; algunos son solamente eso, un chispazo de ingenio, pero los autores siempre quisiéramos que fueran también otra cosa.

—¿Va publicando los minirrelatos según los escribe o los guarda hasta que tienen una cierta unidad y se publican juntos?

— El libro que sale ahora en España reúne mis cuatro libros de microficción, con unos sesenta textos nuevos. Mi primer libro, La sueñera, es de 1984. El género no tenía todavía el auge de ahora y a mí no me parecía que estuviera haciendo nada particularmente nuevo, en especial porque en Argentina tenemos una fuerte tradición de microrrelato. El primer libro de este tipo fue Cuentos breves y extraordinarios, de Borges y Bioy Casares, en 1953. Y todos nuestros grandes escritores, los que han sido cuentistas, escribieron también microrrelatos. Borges, Cortázar, Bioy Casares.

—Una de las cosas que más me gusta de su libro es el sentido del humor. ¿Es una parte importante de su trabajo?

—Es una parte importante de mi personalidad. Aparece en todo lo que hago. Mi problema es que muchas veces me propongo lo contrario, escribir sin humor, porque tampoco uno quiere estar riéndose todo el tiempo.

—Como usted dice, el minirrelato es, por un lado, un género poco novedoso, pero, por otro, está muy relacionado con este tiempo, en el que todo va muy deprisa.

—Es un género que se adapta muy bien a Internet. En este sentido, sí tiene que ver con la cultura actual. Pero, por otro, los best sellers en Occidente son tremendos novelones de 800 páginas y nunca jamás un libro de minificción. Por algo será. En una novela, uno conoce un mundo, forma parte de alguna manera de él y puede entrar y salir tranquilamente en cualquier momento. Con el microrrelato es todo lo contrario, cada texto es independiente y requiere mucha atención. Cada texto es un pequeño cosmos que hay que comprender y por eso, en cierto modo, produce fatiga. Un libro de microrrelatos no es para leer de un tirón, como se puede decir de una novela; es todo lo contrario, algo como una caja de bombones, si uno los come todos seguidos se empalaga. No es un libro que se adapte a la velocidad y al poco tiempo que marca la cultura actual.

—Ese cansancio, ¿puede relacionarse también con el hecho de que son historias sin un contexto?

—Es el lector quien debe poner el contexto. Se le exige que preste una alta concentración y parte de sus conocimientos.

—Leí en algún lado una frase de Hemingway, o que se le atribuye a él: "Se venden zapatos de bebé que nunca han sido usados". ¿Eso es para usted un microrrelato?


—Es un microrrelato con una forma que considero fácil, la del "aviso clasificado". Trato de evitarla. Tengo una minificción de sólo tres palabras, pero no la he recogido en ningún libro: Terremoto busca profeta.

—¿No es un poco exagerada tanta exigencia al lector? Si yo tengo que crear la historia entera, a lo mejor no tengo necesidad de Hemingway, ¿no?

—Eso es interesante. Si el lector tiene que trabajar tanto, ¡para qué necesita al autor!

—¿Diría usted que el más clásico de todos los microrrelatos es el de Augusto Monterroso, el del dinosaurio?

—Es el más conocido.

—¿Pero es el más representativo?

—No necesariamente. Me parece que es limitado y hasta peligroso. Tiene esto que veníamos comentando, lo mismo que el de Hemingway, es demasiado breve. Tiene un elemento sorpresa y, por supuesto, es interesante y valioso. Pero creo que la minificción tiene posibilidades infinitas que, quizá, ese texto no muestra. Lo que pasa es que es perfecto y muy fácil de citar.

—Leyendo su libro tuve la impresión de que sus relatos están totalmente relacionados con el mundo cotidiano.

—Pienso lo mismo. Mis fuentes de inspiración están aquí. No son exóticas, son del mundo de todos los días. Me gusta trabajar con personajes corrientes, en todo lo que escribo, también en los cuentos y en las novelas. Hay dos posibilidades, trabajar con personajes extraordinarios, fuera de serie, a los que a su vez les suceden grandes aventuras, y la otra posibilidad es trabajar con personajes comunes a los que les suceden cosas inesperadas, y a mí me gusta mucho más ese juego, gente de todos los días en un ambiente cotidiano y que lo inesperado irrumpa de una manera violenta.

—Diría que tiene usted una relación curiosa con los objetos. Bastante mala con la bañera, por ejemplo.

—¡Es que los objetos son malos! Los objetos se resisten, no quieren obedecer órdenes. Yo soy particularmente torpe. Los objetos tienden a caérseme de las manos. Vivo una especie de guerra constante contra los objetos, en la que gano algunas batallas y pierdo muchas, y eso se refleja en lo que escribo. De la bañera, ni hablar. Ella me toma el pelo.

—El elemento sorpresa de sus microrrelatos está más relacionado con lo inesperado que con lo extraño o insólito. Uno tiene la impresión de que para usted la vida es enormemente inesperada.

—Sí. Yo tengo esa sensación de que la vida es absurda e inesperada, y que, cuando te está acariciando, lo que menos uno espera es que te dé un sopapo, y te lo da. Tiene que ver con mi visión del mundo.

—Los microrrelatos son una lectura con muy buena acogida en la radio. Pero a mí me pone algo nerviosa, porque no me da tiempo a darme cuenta de lo que oigo.

—Eso es fundamental. Es la teoría del clic sobre la que discutimos mucho los escritores y los críticos. Yo creo en la teoría del clic. Las minificciones necesitan espacio, aire alrededor. Tienen que estar solas en la página y también necesitan espacio cuando se las lee. Una minificción necesita unos 20 segundos de silencio para que se produzca ese clic de comprensión en la mente.

—Y a la hora de escribirlos, ¿cómo hace?, ¿va cortando o eliminando palabras?

—No. Nacen con esa forma y medida. Lo que hago es cambiar muchas palabras, pulirlo y tratar de perfeccionarlo. Es como si trabajara con distintas partes del cerebro cuando escribo cuento, minificción o novela.

—¿Piensa en algún momento: "Sobre este tema me gustaría desarrollar una serie de microrrelatos"?

—Algunas veces me siento a pensar sin nada preconcebido y algo surge. Otras veces, como por ejemplo en Casa de Geishas, tomé la idea de Italo Calvino en Las ciudades invisibles. Y en este momento estoy trabajando con minificciones sobre el circo, que son las últimas que aparecen en este libro.

—Con esa facilidad que tiene para escribir conciso, ¿para escribir novelas cómo hace?

—Sufro. Pero me parece que, en el fondo, todos los novelistas sufren. Esas películas que muestran que el novelista está bloqueado y le da un ataque, y toma la máquina de escribir o la computadora y la tira contra la ventana, siempre se trata de un novelista, nunca de un cuentista.