La muerte del autor de El cazador oculto –o El guardián entre el centeno– despertó el afán polémico de Gonzalo Garcés, quien, más allá de la gran calidad, ve en la literatura del narrador esquivo la expresión de un espíritu puritano. Otros escritores, entrevistados por Mauro Libertella, no opinan así. Además, textos que expresan, de distintos modos, el adiós a un maestro.
Por: Gonzálo Garcés
CONSAGRACION. Este cuadro de Robert Vickery (una témpera sobre madera) está en la Galería de Retratos del Instituto Smithsoniano, en Washington, y fue tapa de la revista Time en 1961. La portada del Time siempre fue consagratoria.
Uno aprende que Rabelais es divertido y excesivo y loco, para descubrir que es metódico y aburrido. Uno oye decir que Flaubert es impersonal, cuando hay pocos escritores cuya personalidad y opiniones invadan tanto sus novelas. Crece con la idea de que Cortázar es cálido y juguetón, aunque un poco sentimental, y descubre que es frío, cerebral, atento sólo al concepto abstracto de las cosas. Hay escritores así: por diversas razones, su renombre es justo lo opuesto de lo que son realmente. Para mí, J.D. Salinger es de ésos.
De Salinger, en estos días, se han escrito muchas veces unas pocas cosas. Una de las más repetidas es que lo preocupaba la autenticidad. La inefable crítica literaria Michiko Kakutani, del New York Times, siempre dispuesta a decir cosas chirles con tono severo, escribió que los lectores de varias generaciones han quedado cautivados con El cazador oculto (1951) debido a la voz "maravillosamente inmediata" de su narrador, Holden Caulfield, que juzga con escepticismo al mundo y denuncia a sus farsantes y sus hipócritas.
Disiento. Siempre encontré que El cazador oculto –The Catcher in the Rye, traducido "oficialmente" en español como El guardián entre el centeno– era un libro opresivo, sin rastro del efecto liberador que habría debido tener una voz que "juzga con escepticismo". Había algo enfermizo en Holden Caulfield, pero recién ahora que lo releo empiezo a discernir qué es. La verdad es que Holden, con todo su celebrado coloquialismo, es un personaje imposible, un ideal que no puede confundirse con un ser vivo. Le falta algo para ser humano; se siente desde los primeros episodios, cuando lo acaban de echar del colegio y cada persona con la que se cruza quiere algo –impresionarlo, aleccionarlo, engatusarlo– y él sólo parece compadecerlos a todos, salvo cuando los encuentra irritantes, justamente por querer todas esas cosas. La cuestión se vuelve manifiesta en uno de los episodios más memorables, cuando Holden está en un hotel y el botones le propone mandarle una prostituta a su habitación. Holden acepta, pero cuando la chica llega, se deprime y pierde las ganas. Al final, el botones-cafishio le da una paliza y le cobra el doble de lo que habían acordado.
La obra en una escena
Casi todo Salinger está en esa escena: un protagonista que se mete por propia voluntad en una situación, pero una vez ahí se pone melancólico y ya no quiere llevar las cosas a cabo; esa abstención invariablemente es castigada, mediante la violencia o de otra forma. En el cuento "Para Esmé, con amor y sordidez", el soldado coquetea con una menor de edad, pero no tarda en mirarla con tierna ironía y la deja intacta, para marchar enseguida a la guerra y quedar traumatizado. En "Un día perfecto para el pez banana", Seymour Glass flirtea del modo más ligero (pero de todas formas inquietante) con una niña, y a continuación se pega un tiro. En "Franny y Zooey", Franny acude a una cita con su novio, pero una vez ahí se siente triste y asqueada, y acaba por desmayarse. Algo hay de remilgado en toda esa abstención.
En particular, en el episodio con la prostituta de El cazador oculto, algo no termina de cerrarse; las razones de Holden para perder las ganas de sexo parecen inconcluyentes. Termina haciendo pensar en esa gente que, frente a una película pornográfica, y para no admitir que se sienten turbados, se llenan la boca con la compasión que les causan las actrices, lo mala que está la música, etcétera. En cualquier caso, eso es lo que le falta a Holden Caulfield, como a todos los protagonistas de Salinger: deseo. Holden no parece querer nada. Y si los demás parecen ridículos a su lado, es porque cualquier deseo y cualquier esfuerzo parecen ridículos puestos al lado de la abstención. Pero la falta de deseo casi siempre oculta de todas maneras un deseo, aunque sea más tortuoso, más soterrado, más histérico.
El miedo al ridículo
¿Y por qué no quieren nada los protagonistas de Salinger? Ahí está la cuestión. Salinger, se sabe, fue uno de los precursores de la manía orientalista de los años sesenta. Antes de que los Beatles se fueran a meditar con el Mahairishi, antes incluso de Jack Kerouac y Allen Ginsberg, Salinger habló en sus ficciones de Gautama, Ramakrishna, Lao-Tsé, el Zen, los bodhisattvas, los arhats, los jivanmuktas, sin olvidar a Jesucristo y a los demás santos. Si algo se puede sacar en limpio, es una fuerte atracción del autor de Nueve cuentos por el nirvana, en el sentido de la destrucción de la conciencia y en definitiva la muerte. Franny, la hiperintelectual hija menor de los Glass, murmura una oración con la esperanza de vaciar su mente. Hay también un cuento, "Teddy", probablemente la cosa más repulsiva que Salinger escribió, donde un niño habla como si se hubiera dado un enema con las obras completas de Paulo Coelho. Esto significa que está en una encarnación muy avanzada y listo para salir del mundo material. Y dicho y hecho, al final se suicida. Es lícito decir que por la ficción de Salinger corre una desaprobación por el mundanal ruido, los vanos afanes, la ciega ambición. Y por el motivo que tradicionalmente han argüido las religiones orientales: que el mundo material es una ilusión. Podría decirse que para Salinger la realidad es la muerte, y desde ese punto de vista los afanes del ego deben combatirse por ser máscaras, mentiras. ¿Cierto?
No: falso. Buddy Glass podrá asegurar que es eso, Franny podrá decir que la desespera un mundo donde todos quieren ser algo. Pero el terreno en el que realmente se juega la ética de Salinger es en aquellas escenas en las que se contrapone a uno de sus portavoces con un personaje "equivocado". Y ahí el error es siempre el mismo. Esmé, la nena inglesa del famoso cuento, conversa con el narrador. De principio a fin trata de impresionarlo: con su vocabulario, su título nobiliario, su reloj, su mundanidad. El mira con amable ironía a esta chica pretenciosa. Pero la ironía no está dirigida al intento de impresionar en sí mismo; si Esmé es objeto de risa, es porque nos damos perfecta cuenta de que su vocabulario es una veleidad infantil, su título de nobleza un verso, su mundanidad un chiste. Es decir, porque su intento es fallido. Algo similar pasa enFranny y Zooey: Lane, el novio universitario de Franny, perora. Franny escucha. A través de sus ojos vemos que Lane se cree todo un intelectual, pero es un tipo de pocas luces. Anuncia que le han puesto una calificación alta por un trabajo sobre Flaubert. Está considerando publicarlo. "De hecho", dice, "creo que no se ha hecho ningún trabajo verdaderamente incisivo sobre él en los últimos..." "Estás hablando como un suplente", lo interrumpe Franny. La escena es muy vívida –Salinger es un maestro del diálogo, de sus balbuceos, sus repeticiones, sus vueltas en espiral–, pero padece de una deshonestidad fundamental: de un solo pedante se deduce el error existencial de todas las aspiraciones, de todos los egos.
Más tarde, todo hay que decirlo, Zooey le hará a Franny este mismo reproche. ¿De verdad le molesta el ego, o sólo el ego de los cretinos universitarios? El argumento es de peso: para demostrar la nulidad del ego haría falta mostrar, no a un imbécil, sino a un gran artista o un gran científico, digamos, vuelto risible por sus ambiciones. Y es una lástima que el mismo Salinger no acepte el desafío. Porque sus representantes del "ego" son invariablemente despreciables. Nicholson, el profesor que interroga al niño kármico en "Teddy", está cortado de la misma tela que Lane. Y después está la otra clase de hombres de paja que Salinger pone en escena sólo para burlarse de ellos: el palurdo. En El cazador oculto es Ackley, el sucio condiscípulo de Holden, que eructa como un cerdo y se corta las uñas dejando los restos en cualquier lugar. En "Para Esmé, con amor y sordidez" es Clay, el soldado semianalfabeto que no entiende ironías, se entusiasma como sólo puede hacerlo un tipo pobre por las camperas que regalan en el ejército, y para horror del narrador apoya sus pies sucios arriba de su cama. En total, las manifestaciones del error existencial, en Salinger, son bastante selectivas. Aunque en teoría aborrecen la ambición, lo que realmente detestan sus protagonistas es el ridículo. Y no cualquier ridículo, sino uno de marcadas connotaciones sociales. El mal gusto, el arribismo, la suciedad, la grosería, no son las cosas que reprueba de preferencia el bodhisattva; son las cosas que tradicionalmente teme y detesta la clase alta.
Linda boca
Visto así, Jerome David Salinger aparece como un personaje bastante desagradable: puntilloso, puritano, remilgado, anal; obsesionado con el ridículo ajeno, engolosinado con el desprecio, movido por ideales bizarros de pureza. Lo peor que se puede decir de su obra es que es un espejo halagador en el que la clase alta puede ver sus prejuicios elevados a sublimidades espirituales. Pero Salinger acaba de morir; es un gesto piadoso, por inconsecuente que sea, cerrar evocando lo mejor de su obra. En el cuento "Pretty mouth and green my eyes" está toda la maestría hiperrealista de Salinger, pero nada de su desprecio ni sus juicios de monaguillo. Y por eso, total no cuesta nada, cabe soñar que, si en sus cajones va a aparecer una obra inédita, sea más bien de esta veta. El teléfono suena en un dormitorio; el hombre de pelo gris le pregunta a la chica si preferiría que no conteste. El que llama es Arthur. Quiere saber si sabe algo de su mujer. No, dice el hombre de pelo gris, de hecho no la vio. De hecho, no vio nada en toda la fiesta. Y que se relaje, Arthur. ¿Por qué no se relaja? Arthur no se puede relajar. Está harto. Ella se emborracha y se va con cualquier hijo de puta. No tiene cabeza. Es un animal. El hombre de pelo gris inspira profundamente: básicamente, todos somos animales, Arthur. Y así, de repetición en repetición, de balbuceo en balbuceo –esa música que elige Salinger para mostrar nuestra medida y nuestros límites– se hace claro que la chica que está en la cama con el hombre de pelo gris es la mujer de Arthur. Después, Arthur vuelve a llamar; inventa que su mujer acaba de llegar y todo está bien. Una vez más, alguien miente. Pero esta vez no es ridículo, sino patético y trágico.
De Salinger, en estos días, se han escrito muchas veces unas pocas cosas. Una de las más repetidas es que lo preocupaba la autenticidad. La inefable crítica literaria Michiko Kakutani, del New York Times, siempre dispuesta a decir cosas chirles con tono severo, escribió que los lectores de varias generaciones han quedado cautivados con El cazador oculto (1951) debido a la voz "maravillosamente inmediata" de su narrador, Holden Caulfield, que juzga con escepticismo al mundo y denuncia a sus farsantes y sus hipócritas.
Disiento. Siempre encontré que El cazador oculto –The Catcher in the Rye, traducido "oficialmente" en español como El guardián entre el centeno– era un libro opresivo, sin rastro del efecto liberador que habría debido tener una voz que "juzga con escepticismo". Había algo enfermizo en Holden Caulfield, pero recién ahora que lo releo empiezo a discernir qué es. La verdad es que Holden, con todo su celebrado coloquialismo, es un personaje imposible, un ideal que no puede confundirse con un ser vivo. Le falta algo para ser humano; se siente desde los primeros episodios, cuando lo acaban de echar del colegio y cada persona con la que se cruza quiere algo –impresionarlo, aleccionarlo, engatusarlo– y él sólo parece compadecerlos a todos, salvo cuando los encuentra irritantes, justamente por querer todas esas cosas. La cuestión se vuelve manifiesta en uno de los episodios más memorables, cuando Holden está en un hotel y el botones le propone mandarle una prostituta a su habitación. Holden acepta, pero cuando la chica llega, se deprime y pierde las ganas. Al final, el botones-cafishio le da una paliza y le cobra el doble de lo que habían acordado.
La obra en una escena
Casi todo Salinger está en esa escena: un protagonista que se mete por propia voluntad en una situación, pero una vez ahí se pone melancólico y ya no quiere llevar las cosas a cabo; esa abstención invariablemente es castigada, mediante la violencia o de otra forma. En el cuento "Para Esmé, con amor y sordidez", el soldado coquetea con una menor de edad, pero no tarda en mirarla con tierna ironía y la deja intacta, para marchar enseguida a la guerra y quedar traumatizado. En "Un día perfecto para el pez banana", Seymour Glass flirtea del modo más ligero (pero de todas formas inquietante) con una niña, y a continuación se pega un tiro. En "Franny y Zooey", Franny acude a una cita con su novio, pero una vez ahí se siente triste y asqueada, y acaba por desmayarse. Algo hay de remilgado en toda esa abstención.
En particular, en el episodio con la prostituta de El cazador oculto, algo no termina de cerrarse; las razones de Holden para perder las ganas de sexo parecen inconcluyentes. Termina haciendo pensar en esa gente que, frente a una película pornográfica, y para no admitir que se sienten turbados, se llenan la boca con la compasión que les causan las actrices, lo mala que está la música, etcétera. En cualquier caso, eso es lo que le falta a Holden Caulfield, como a todos los protagonistas de Salinger: deseo. Holden no parece querer nada. Y si los demás parecen ridículos a su lado, es porque cualquier deseo y cualquier esfuerzo parecen ridículos puestos al lado de la abstención. Pero la falta de deseo casi siempre oculta de todas maneras un deseo, aunque sea más tortuoso, más soterrado, más histérico.
El miedo al ridículo
¿Y por qué no quieren nada los protagonistas de Salinger? Ahí está la cuestión. Salinger, se sabe, fue uno de los precursores de la manía orientalista de los años sesenta. Antes de que los Beatles se fueran a meditar con el Mahairishi, antes incluso de Jack Kerouac y Allen Ginsberg, Salinger habló en sus ficciones de Gautama, Ramakrishna, Lao-Tsé, el Zen, los bodhisattvas, los arhats, los jivanmuktas, sin olvidar a Jesucristo y a los demás santos. Si algo se puede sacar en limpio, es una fuerte atracción del autor de Nueve cuentos por el nirvana, en el sentido de la destrucción de la conciencia y en definitiva la muerte. Franny, la hiperintelectual hija menor de los Glass, murmura una oración con la esperanza de vaciar su mente. Hay también un cuento, "Teddy", probablemente la cosa más repulsiva que Salinger escribió, donde un niño habla como si se hubiera dado un enema con las obras completas de Paulo Coelho. Esto significa que está en una encarnación muy avanzada y listo para salir del mundo material. Y dicho y hecho, al final se suicida. Es lícito decir que por la ficción de Salinger corre una desaprobación por el mundanal ruido, los vanos afanes, la ciega ambición. Y por el motivo que tradicionalmente han argüido las religiones orientales: que el mundo material es una ilusión. Podría decirse que para Salinger la realidad es la muerte, y desde ese punto de vista los afanes del ego deben combatirse por ser máscaras, mentiras. ¿Cierto?
No: falso. Buddy Glass podrá asegurar que es eso, Franny podrá decir que la desespera un mundo donde todos quieren ser algo. Pero el terreno en el que realmente se juega la ética de Salinger es en aquellas escenas en las que se contrapone a uno de sus portavoces con un personaje "equivocado". Y ahí el error es siempre el mismo. Esmé, la nena inglesa del famoso cuento, conversa con el narrador. De principio a fin trata de impresionarlo: con su vocabulario, su título nobiliario, su reloj, su mundanidad. El mira con amable ironía a esta chica pretenciosa. Pero la ironía no está dirigida al intento de impresionar en sí mismo; si Esmé es objeto de risa, es porque nos damos perfecta cuenta de que su vocabulario es una veleidad infantil, su título de nobleza un verso, su mundanidad un chiste. Es decir, porque su intento es fallido. Algo similar pasa enFranny y Zooey: Lane, el novio universitario de Franny, perora. Franny escucha. A través de sus ojos vemos que Lane se cree todo un intelectual, pero es un tipo de pocas luces. Anuncia que le han puesto una calificación alta por un trabajo sobre Flaubert. Está considerando publicarlo. "De hecho", dice, "creo que no se ha hecho ningún trabajo verdaderamente incisivo sobre él en los últimos..." "Estás hablando como un suplente", lo interrumpe Franny. La escena es muy vívida –Salinger es un maestro del diálogo, de sus balbuceos, sus repeticiones, sus vueltas en espiral–, pero padece de una deshonestidad fundamental: de un solo pedante se deduce el error existencial de todas las aspiraciones, de todos los egos.
Más tarde, todo hay que decirlo, Zooey le hará a Franny este mismo reproche. ¿De verdad le molesta el ego, o sólo el ego de los cretinos universitarios? El argumento es de peso: para demostrar la nulidad del ego haría falta mostrar, no a un imbécil, sino a un gran artista o un gran científico, digamos, vuelto risible por sus ambiciones. Y es una lástima que el mismo Salinger no acepte el desafío. Porque sus representantes del "ego" son invariablemente despreciables. Nicholson, el profesor que interroga al niño kármico en "Teddy", está cortado de la misma tela que Lane. Y después está la otra clase de hombres de paja que Salinger pone en escena sólo para burlarse de ellos: el palurdo. En El cazador oculto es Ackley, el sucio condiscípulo de Holden, que eructa como un cerdo y se corta las uñas dejando los restos en cualquier lugar. En "Para Esmé, con amor y sordidez" es Clay, el soldado semianalfabeto que no entiende ironías, se entusiasma como sólo puede hacerlo un tipo pobre por las camperas que regalan en el ejército, y para horror del narrador apoya sus pies sucios arriba de su cama. En total, las manifestaciones del error existencial, en Salinger, son bastante selectivas. Aunque en teoría aborrecen la ambición, lo que realmente detestan sus protagonistas es el ridículo. Y no cualquier ridículo, sino uno de marcadas connotaciones sociales. El mal gusto, el arribismo, la suciedad, la grosería, no son las cosas que reprueba de preferencia el bodhisattva; son las cosas que tradicionalmente teme y detesta la clase alta.
Linda boca
Visto así, Jerome David Salinger aparece como un personaje bastante desagradable: puntilloso, puritano, remilgado, anal; obsesionado con el ridículo ajeno, engolosinado con el desprecio, movido por ideales bizarros de pureza. Lo peor que se puede decir de su obra es que es un espejo halagador en el que la clase alta puede ver sus prejuicios elevados a sublimidades espirituales. Pero Salinger acaba de morir; es un gesto piadoso, por inconsecuente que sea, cerrar evocando lo mejor de su obra. En el cuento "Pretty mouth and green my eyes" está toda la maestría hiperrealista de Salinger, pero nada de su desprecio ni sus juicios de monaguillo. Y por eso, total no cuesta nada, cabe soñar que, si en sus cajones va a aparecer una obra inédita, sea más bien de esta veta. El teléfono suena en un dormitorio; el hombre de pelo gris le pregunta a la chica si preferiría que no conteste. El que llama es Arthur. Quiere saber si sabe algo de su mujer. No, dice el hombre de pelo gris, de hecho no la vio. De hecho, no vio nada en toda la fiesta. Y que se relaje, Arthur. ¿Por qué no se relaja? Arthur no se puede relajar. Está harto. Ella se emborracha y se va con cualquier hijo de puta. No tiene cabeza. Es un animal. El hombre de pelo gris inspira profundamente: básicamente, todos somos animales, Arthur. Y así, de repetición en repetición, de balbuceo en balbuceo –esa música que elige Salinger para mostrar nuestra medida y nuestros límites– se hace claro que la chica que está en la cama con el hombre de pelo gris es la mujer de Arthur. Después, Arthur vuelve a llamar; inventa que su mujer acaba de llegar y todo está bien. Una vez más, alguien miente. Pero esta vez no es ridículo, sino patético y trágico.
Salinger Básico
Nueva York, 1919-Cornish, Nueva Hampshire, 2010
Escritor
Tres partes tiene la vida de Jerome David Salinger. La primera muestra a un adolescente enfrentado con su padre, un rico empresario judío que quería convertirlo en su sucesor. El cierre de la etapa lo da la Segunda Guerra, donde ve morir a decenas de sus compañeros en Normandía. La segunda fase es literaria, en la que el nombre de Salinger es inseparable de la novela corta de 1951 "El guardián entre el centeno" y la saga de la familia Glass: "Franny y Zooey" (1961), "Levantad, carpinteros, la viga maestra" y "Seymour: Una introducción" (de 1963). Varios de sus "Nueve cuentos" (1953) están entre los mejores de la producción literaria norteamericana. Y la etapa final –que continúa hasta su muerte– se inicia en 1965, cuando se aparta del mundo (no da reportajes ni acepta fotos) y deja de publicar aunque, según se dijo siempre, siguió escribiendo.
Escritor
Tres partes tiene la vida de Jerome David Salinger. La primera muestra a un adolescente enfrentado con su padre, un rico empresario judío que quería convertirlo en su sucesor. El cierre de la etapa lo da la Segunda Guerra, donde ve morir a decenas de sus compañeros en Normandía. La segunda fase es literaria, en la que el nombre de Salinger es inseparable de la novela corta de 1951 "El guardián entre el centeno" y la saga de la familia Glass: "Franny y Zooey" (1961), "Levantad, carpinteros, la viga maestra" y "Seymour: Una introducción" (de 1963). Varios de sus "Nueve cuentos" (1953) están entre los mejores de la producción literaria norteamericana. Y la etapa final –que continúa hasta su muerte– se inicia en 1965, cuando se aparta del mundo (no da reportajes ni acepta fotos) y deja de publicar aunque, según se dijo siempre, siguió escribiendo.
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