Desde hacía tres años sabía que iba ocurrir algo. Estaba viviendo en el revés del tiempo y veía los hilvanes, los forros y los enresortados de los días. Su vida entera era ahora el revés de su vida.
—La felicidad del pueblo, compañera —le dijo mirándola con sus ojillos negros de rata ávida de desperdicios, y que era el revés de aquella joven sonriendo entre las flores.
Desde ese instante supo, que el revés de la revolución era la cara de Ramírez y que la cara de la joven del pañuelo era sólo la apariencia. Si la revolución terminaba en el rostro de Ramírez, no podía terminar con el de la joven de las ramas de manzano. El hombrecito le dio miedo, pues supo que al final volverían a aparecer sus ojillos sedientos y afiebrados saliendo de una atarjea vomitando sangre. Acababa de contemplar el revés de la Revolución. Quiso explicárselo a Augusto, pero éste no le creyó, la miró como si estuviera loca: «Estás enajenada por el espíritu de la posesión. Eres una pequeña burguesa», sentenció cuando remontaban la calle vieja por la que caminaban gentes como ella, aunque todavía desconocían el secreto: la determinación de aquel pequeño grupo oscuro que orinaban sobre los pilares de exterminarlos. Ese oscurecer primero pasado por primera vez con los «compañeros» la dejó preocupada. Supo que Ramírez y La Estufa, que era la hija del secretario del Partido se dedicaron a vivir juntos un tiempo y luego León otro compañero, intercambió con Ramírez a su compañera, una yucateca, por La Estufa, sin que nada ocurriera. La proveyeron de folletos sobre el aborto y el amor libre y ambas cosas le parecieron inútiles y contradictorias. El amor era el único acto libre del hombre y si existía el amor, ¿por qué la decisión del aborto? La tenacidad para repetir incansablemente las mismas palabras obtusas y las mismas «verdades racionales para demostrarle que el capitalismo estaba condenado a muerte» sólo la convencieron de la necesidad vital de aquel pequeño grupo de asesinos, para tomar el poder y exterminar a la humanidad. No cabía duda de que miraba el revés del amor, de la justicia y de la libertad y que poco a poco aquel pequeño grupo lograba volver al revés al orden y a la disciplina. Para ellos la disciplina era la capacidad de hacer lo que les viniera en gana siempre que contestaran de palabra los interrogatorios de los miembros del Partido y con hechos las necesidades del Partido para desordenar el orden común y aceptado por todos. Después, el pequeño grupo podía juntarse, abortar, asesinar, injuriar, calumniar, volver al revés los hechos y los objetos, eran en verdad el revés del amor y la paz: el odio y la agresión gratuitas. Apenas un «compañero» se desviaba de esta conducta, era exterminado. Por el contrario, si aceptaba el desorden y el crimen, se le recompensaba con publicidad escandalosa y con dinero. El Deshonor, se había convertido en gloria y el crimen en acto heroico. Vio, cómo poco a poco, las vitrinas de las librerías se fueron llenando de pasquines soeces en donde se aconsejaba, la droga, la homosexualidad y el crimen, mientras desaparecían La Iliada, La tragedia griega y los Clásicos. Parvadas de seres al revés circularon por la ciudad, llenándola de injurias y amenazas y la ciudad se convirtió en un peligro. También vio salir del patio oloroso a orines a La Estufa, a Ramírez, a León, a Rodolfo, a José, para convertirse en burgueses poderosos, encargados de liquidar a la burguesía. Se mudaron a los barrios elegantes y se trasladaban a sus reuniones en automóviles guiados por choferes.
—Hay un movimiento muy interesante que acaba de surgir en San Francisco: el de los niños flor. Parece que los jóvenes están dispuestos a cambiar el orden de la violencia burguesa por el de paz y amor. Muy interesante en verdad.
Aseguró Mario, con la piel enrojecida por el vino rosado con el que ella había rociado su mesa burguesa e impecable. Ella, Remedios lo miró asombrada y así empezó todo: lo miró masticar complacido el asado de ternera y luego lo vio irse en su Jaguar. Mario era un revolucionario que dirigía el terror en Guatemala, a salvo en la Ciudad de México. Volvió a su salón y contempló incrédula las rosas colocadas en la mesa, «¿Todavía hay rosas?». se dijo asombrada y recordó a los «niños flor» que Mario acababa de mostrarle en las fotografías, cubiertos de pelos y de mugre y que no eran sino el revés de alguien que pudo ser humano y a quien ahora llamaban flor. Imaginó su casa vuelta al revés: con las camas y las sillas volteadas y las cortinas mostrando el forro y a los pocos días, eso que ella vio se convirtió en realidad: una noche al volver la halló en ese estado. ¿Quién lo había hecho? El mozo, un indígena oaxaqueño, la miró sudando desde su estatura enana:
—Vinieron… vinieron unos putos…
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