jueves, 22 de septiembre de 2011
“los daños materiales”, de matilde sanchez,por Beatriz Sarlo
Cold porno
La ensayista continúa con sus lecturas de literatura argentina contemporánea. En este caso comenta la última novela de Matilde Sánchez, publicada por la editorial Alfaguara. Una larga carta que para la narradora parece querer servir, una vez publicada, como advertencia psicológica o guía mundana para otras mujeres: una carta a futuras víctimas de un maníaco sexual. Y la primera advertencia a esas víctimas es que la manía sexual es contagiosa. Según la autora de este ensayo, tal como ocurre con el Marqués de Sade, la pornografía tiene siempre una dimensión moral.
Por Beatriz Sarlo
Matilde Sánchez. Periodista y escritora, entre sus libros se cuentan La ingratitud (su primera novela),
En las primeras líneas de Los daños materiales, Matilde Sánchez niega que se trate de una novela, aunque pocos renglones después admite que quizá lo sea: “una novela de amor negro y suspenso legal, un thriller psicológico –un documental dirigido” por un psicoanalista. Pero las primeras palabras con las que define su obra son: “Esto es una carta”. El lector todavía no está en condiciones de verificar o contradecir a la autora. Terminada la lectura, cierra el libro con la seguridad de que ha leído una novela que tiene algo de carta. No necesita saber si lo que le han narrado sucedió en alguna realidad exterior cuyo conocimiento es inútil y sólo daría satisfacción a la curiosidad biográfica. Y, además, todo lo que le han narrado responde a los géneros que, alternativamente, se negaron y se afirmaron en el comienzo.
La idea de que Los daños materiales sea una carta me atrae porque la concentración de amor y odio sobre un mismo personaje, Víctor Dayan, lo convierte en destinatario de un relato que no se escribe tanto sobre él sino sobre lo que él produce, informándolo de sus actos y, sobre todo, de las consecuencias morales. La novela (le) dice: a la narradora la dominaste, la engañaste, la poseíste, la abandonaste. La relación se establece en una atmósfera de vacío a presión, en la zona irrespirable de un coito reiterado, en la cama, en el suelo, sobre las mesas.
Es “una carta”, escrita cuando la relación ha terminado, por una mujer que puede describirla y juzgarla, para un hombre que no podrá entenderla porque todo lo que se sabe de él es que, centrado en su propio cuerpo, no está en condiciones de percibir otra cosa que las pulsiones que lo llevan de una mujer a otra.
La narradora llama “carta” a lo que escribe para entender lo que le ha sucedido, cuando su relación ya ha terminado. Debilitada por la pérdida (de amante y de sangre), la narradora escribe como quien ha padecido la succión de una sanguijuela, alguien tan frío y voraz como un insecto sin conciencia moral. Denuncia la tropelía y el basureo, como si la carta-novela pudiera servir, una vez publicada, de advertencia psicológica y de guía mundana a otras mujeres. Una carta a futuras víctimas de un maníaco sexual. La primera advertencia a esas víctimas es que la manía sexual es contagiosa: enganchada por un cogedor serial, la narradora contempla su conversión en esclava.
Esto, de algún modo, funciona como la moral de la carta, aquello que quiere comunicar a sus lectores (y, entre ellos, a las hijas mellizas de la narradora): vean lo que pasa si hacen lo que yo hice. No es, entonces, una carta para Víctor sino, como dice Sánchez, “para la humanidad”. Por supuesto que “la humanidad” no puede ser citada sin ironía. Pero, como en Sade, la pornografía tiene siempre una dimensión moral. En Sade, las jóvenes ingenuas deben aprender lo que es el mal, padeciéndolo en su propio cuerpo. En la novela de Sánchez, ni siquiera la ingenuidad de una Justine (la virtuosa infortunada de Sade) puede exculpar a la narradora, víctima que sabe cuál es el terreno cenagoso que pisa, pero no quiere evitarlo. El conocimiento del mal no asegura una buena defensa frente al depravado.
Los daños materiales es cold porn, no tanto en el sentido de las clasificaciones técnicas de la pornografía, sino por la distancia y la frialdad de las escenas sexuales explícitas. Toda la pasión es enfriada por la descripción de coitos y fellatios, de cuerpos que giran en el aire para cambiar la pose o se aplastan bajo el peso del otro: hay bombeos y succiones, de espalda y de frente, echados y arrodillados, para usar los términos explícitos que elige Sánchez, sin vulgaridad ni populismo, simplemente como si se tratara del detallado encastre de piezas mecánicas (un machihembrado de miembros). El coito es una ceremonia descomunal y fría, como lo son las extáticas figuras de sexo colectivo en la pornografía clásica.
Por el lado de la carta y por el de la pornografía, Los daños materiales tiene algo muy siglo XVIII: libertinaje con disciplina práctica, libertinaje planificado en el espacio y el tiempo, ya que el maníaco sexual desarrolla una tarea agotadora, de amante en amante, de llamado en llamado; y porque cada mujer está al acecho de sus maniobras, de sus días y horarios, de sus tretas y sus mensajes. Todo responde no al curso encabritado de la pasión que desordena lo que toca, y arrastra a quien la padece más allá de todo cálculo, sino al mapa ordenado donde se desarrolla un enfrentamiento en regla, que incluye espionaje, escaramuzas menores, rendiciones parciales, etc. Así como en el siglo XVIII algunas novelas sentimentales francesas tenían “mapas de la Ternura”, la novela de Matilde Sánchez arma una mesa de arena donde transcurren las “grandes maniobras”.
Los daños materiales también tiene algunas cualidades de novela psicológica, tal como puede existir hoy, es decir mediante prótesis de ironía, de psicoanálisis, de autoayuda. La narradora dice haber sido inoculada por Víctor y lo ama como si estuviera poseída por una peste (de la que el amante lleva alguna señal en las escoriaciones de su miembro). Sin embargo, sus estrategias frente a la perfidia de Víctor y el suspenso de sus llegadas y partidas, son frías y detalladas, tan planeadas y anticipadas como es completo, loco e intolerable su padecimiento.
Por eso, en el final del relato, la narradora, aunque no se haya liberado, ni haya recuperado su autodeterminación, se ha pacificado. Lejos de Víctor, auxiliada por un grupo terapéutico y un psicoanalista de apellido griego (de Grecia le llega, entonces, la ataraxia, esa serenidad que fue perturbada por una verga), ha dejado de fumar, escucha a los hermanos Assad, como música new age de las esferas, y piensa que dentro de veinte años toda habrá pasado. Se consuela.
La historia termina del mejor modo posible, ya que cualquier otro final habría sido aun más melancólico. Frente al desenfreno, sólo la filosofía de saber que, con el tiempo, no vendrá el olvido sino la bruma imprecisa de la memoria, instalada en un cuerpo que fue joven y que será entonces una materia arrugada y desecha. En los combates de esa pasión física destructiva, la narradora se quiebra un dedo, el mismo que usaba para masturbarse. El amante la abandona definitivamente y, por cierto, se lleva todo. Con la mano ensangrentada, la narradora camina en la alta noche por la calle Warnes; allí encuentra una socorrista… Dejo la escena para sorpresa de los lectores.
La “carta” ha cumplido sus funciones psicológicas y morales. La narradora nos contó sus desgracias, reflexionó sobre sus causas, vivió las consecuencias, se toma pequeñas venganzas, ninguna que compense los daños materiales. O quizá una sola: confiar en la superioridad intelectual de su escrito. El hombre que eyaculó centenares de veces (aunque fueran gotitas diminutas) sobre su cuerpo, no puede escribir ni un artículo de periódico pasable. De eso nos enteramos mucho antes y, al llegar al desenlace, no lo hemos olvidado.
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