¿Por qué lo maté?... Mirá, piba, si querés, yo te lo voy a contar… Y, lo tuve que hacer. Pero es larga la historia, ¿viste? Una ya vivió tantas cosas… En fin, creo que todo empezó cuando nací. Sí, ya veo que te asombra. Claro, piba, qué vas a entender vos de estas cosas. Sin ofender, digo, porque ya sé que para algo estudiaste. Pero la vida es otra cosa, y no sé si todo estará ahí, en tus libros, tan clarito. Yo tengo una hija, ¿sabés? Y me siento muy orgullosa de ella. Vos debés de andar rondando su misma edad. ¡Y prontito se va a recibir de lo mismo que vos! Eso era lo que yo quería. Que estudiara, para salir de la basura en la que vivíamos. Quería que se salvara de tanta mugre. Por suerte cuando maté al Pascual ya le tenía casi-casi asegurado el futuro. Y juro que no me importaba el sacrificio que hacía. Si hubiera sido por mí, largaba todo y me iba a la mierda. ¡Pero ella se merecía algo mejor! La Evita es toda mi vida. Yo tenía quince años cuando aquel otro guacho me preñó. ¡Pero juro que igual se me iluminó el alma! Sí, no te asombrés, ¿cómo no iba a estar contenta, si ya nunca más iba a estar sola? Ahí me dije que iba a esforzarme para que mi hijo no pasara las mismas miserias que yo. Y quería que fuera un machito, porque es más fácil, ¿viste? Pero nació chancleta, y entonces pensé en la Evita, esa de la que hablaba siempre mi abuela.
Evita nació como yo, guachita nomás. Y por eso me pareció que era el nombre que mi hija tenía que llevar. Porque ese mismo destino quería para la pobrecita. Ja, ja, ja. Claro que yo no pretendía que se casara con el presidente, pero sí quería que fuera alguien.
A mi madre la mató el tipo con el que vivía: la pobre lo encontró justito cuando me estaba violando y quiso defenderme. Pero esa no era la primera vez. Qué iba a ser la primera. Ya hacía como tres años que lo aguantaba. Desde que tenía más o menos los once, y las tetas apenas si se me marcaban. Empezó toqueteándome, el muy asqueroso. Y me decía que él era como mi padre y tenía derecho de hacerlo. Yo estaba amargada. No me gustaba ni medio, ¿viste? Pero él me había jurado que todos los padres tenían ese secreto con las hijas, y que más adelante a mi mamá se le iba a llenar de orgullo el corazón cuando lo supiera. ¡Y terminé por creerle a ese hijo de puta! Y lo único que se llenó fue mi panza. Pero de eso mi mamá no pudo enterarse porque la mató antes.
De mí y de mi hija se hizo cargo mi abuela, hasta que apareció el Pascual. Chatarrero, joven, un buen partido, decía la vieja. “Mirá que a mí me queda poco hilo en el carretel y no sé qué va a pasar con vos y con la Evita cuando me muera”. El Pascual me trataba como a una reina. Nos llevaba de paseo, le traía regalos a la nena y hasta quiso reconocerla para que no fuera guachita, me dijo. Y me ganó el corazón. Lo acepté. ¡Sabía cómo convencerme, el desgraciado! Pero cuando mi abuela murió, me mandó a laburar en un prostíbulo de mala muerte que él regenteaba. “La chatarra no da nada”, me decía el muy cretino. Yo empecé a entender cómo era la cosa en el mundo que me tocó nacer y entonces guardaba parte de la guita. A veces hacía de tripas corazón, como se dice, para conseguir unos pesitos de más. Y se la supe hacer tan bien que el mal nacido nunca se dio cuenta. Yo lo tenía todo pensado: cuando juntara lo suficiente me rajaba junto con la Evita, y a empezar una vida nueva.
Y ya me faltaba poco. Pero terminé en cana. Y la Evita pupila en una escuela. ¡Eso sí! En la mejor que pude. Al menos ella zafó. Tuve suerte de caer con buena gente que entendió la cosa y me ayudó. Igual, como la piba llevaba su apellido, le quedó todito a ella. ¡Un fangote de guita! ¡Y decía que estábamos en la lona! Que el prostíbulo era de él, me enteré después. ¡Ni siquiera sabía que los terrenos donde vivíamos eran nuestros! ¿Que no entendés por qué vivíamos en la miseria? ¡Porque era un hijo de puta! Parece que tenía pensado rajarse con todo y dejarme con una mano atrás y otra adelante. Eso me enteré cuando se murió, porque se encontraron unos papeles. Que lavaba guita, me dijeron. Y tenía una mina esperándolo en Brasil. Pero igual heredamos nosotras. ¡Se la pusimos al guacho, jajaja!
Pero claro, piba, vos querés saber por qué lo maté. Te dije que no quería que mi Evita pasara las mismas miserias que yo. Y un día el Pascual me dijo: “Mirala a la guachita de tu hija. Ya se le están criando las tetas. En cualquier momento te la monta un pendejito de esos y le llena la panza. Andá llevándola a una doctora de esas de mujeres, para que le vaya dando unas pastillas, que dentro de un tiempito la mando al local, a laburar con vos. Enseñale bien el oficio, y sacate esas boludeces del estudio de tu cabeza de pajarito”. ¡Y eso me clavó una espina en el alma, mirá, piba! Por algo una vivió tantas cosas. Ahí nomás me di cuenta de que me la iba a empezar a preparar. Estos tipos son así: les gusta probar el primer bocado.
Esa noche no fui al laburo. Me escondí entre la chatarra, agarré una barra de fierro, y entré justito cuando me la estaba empezando a manosear.
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Gracias por retransmitir mi cuento. la felicidad de un escritor es ser leído. Ahora lo sé. Más allá de cualquier concurso o premio obtenido.
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