El caso que voy a contar me ocurrió una noche de invierno. Me encontraba en una época pesimista: había superado los primeros y difíciles años de mi oficio de periodista pero lo que hacía para poder mantenerme en pie aunque fuera precariamente hacía mucho que había secado el entusiasmo de mis inicios en la profesión. En las frías noches de invierno, mientras me decía «¡Por fin lo he conseguido!», era consciente de que estaba vacío por dentro. Ese invierno, como padecía el insomnio que habría de perseguirme a lo largo de toda mi vida, algunos días me quedaba trabajando en el periódico hasta muy tarde con la secretaria del turno de noche y preparaba algunos artículos que era incapaz de escribir entre la confusión y el alboroto del día. La sección de «Increíble pero cierto», tan de moda por aquel entonces en los periódicos y revistas europeos, le venía como anillo al dedo a aquel trabajo nocturno. Abría cualquier periódico europeo, recortado ya aquí y allá hasta el punto de haberlo dejado hecho trizas, examinaba con cuidado las fotografías de la sección de «Increíble pero cierto» durante un rato (siempre he considerado inútil el conocimiento de una lengua extranjera, incluso perjudicial para mi imaginación) y enseguida tomaba la pluma para escribir lo que me inspiraban las fotografías en una suerte de arrebato artístico.
Esa noche de invierno, después de mirar por un momento la fotografía de
un monstruo de rostro extraño (tenía un ojo arriba y otro abajo) que
había visto en una revista francesa (L'Illustration), garabateé
de un plumazo algunas ideas sobre «el cíclope»: tras resumir el pasado
de esa criatura temeraria, que asusta a las jovencitas en el Dede
Korkut, que se convierte en el ser traidor llamado Polifemo en la
epopeya de Hornero, que es el mismísimo Deccal en la Historia de los profetas de Bujari, que entra en los harenes de los visires en Las mil y una noches,
que aparece un momento vestido de púrpura en el Paraíso de Dante antes
de que el poeta se encuentre con su querida Beatriz, que tan conocida me
resulta, que en el Mesnevi de Mevlâna Celâlettin corta el paso a las caravanas y que en el Vathek,
libro que tanto me gusta, se disfraza con los ropajes de una mujer
negra, escribí a qué se parecía ese extraño y único ojo que tenía en
medio de la frente como un pozo oscuro, por qué nos produce escalofríos y
por qué debemos temerle y protegernos de él, y dejándome llevar por una
ola de excitación añadí de repente a mi breve «monografía» un par de
historias que surgieron de mi pluma: la del Cíclope que vivía en uno de
los barrios pobres a orillas del Cuerno de Oro y del que decían que por
las noches se introducía en sus turbias aguas sucias de barro y fuel
para ir quién sabe dónde y que se encontraba con aquel otro Cíclope,
aunque afirmaban que se trataba del mismo, tan elegante que le llamaban
«el Lord» y que desmayaba de terror a tantas muchachas cuando al
comienzo de la noche se despojaba de su gorro de piel en los lujosos
burdeles de Pera.
Después de dejarle el artículo al dibujante, al que le encantaban esos
temas, acompañado de una breve nota («¡No les dibujes bigotes, por
favor!»), salí del periódico poco después de medianoche y, como no
quería volver de inmediato a mi casa, fría y solitaria, decidí caminar
un rato por las callejuelas del viejo Estambul. Como solía, no estaba
satisfecho de mí mismo, pero sí del artículo y del cuento. Creía que si
fantaseaba sobre esa pequeña victoria literaria acompañándola con un
largo paseo quizá me libraría algo de esa sensación de infelicidad que
se cernía sobre mí como una enfermedad crónica.
Caminé por callejones que se cortaban en curvas irregulares, cada vez
más estrechos y oscuros. Caminé escuchando el sonido de mis propios
pasos entre ventanas de ciega oscuridad de casas sombrías cuyos caídos
miradores las aproximaban entre sí. Caminé por aquellas calles
completamente olvidadas que ni siquiera se atreven a pisar las manadas
de perros callejeros, los somnolientos serenos, los drogadictos ni los
mismos fantasmas.
Cuando sentí que un ojo me observaba desde algún lugar no me preocupé
demasiado en un primer momento. Aquello debía ser una ilusión
relacionada con el artículo que había garabateado poco antes, me decía,
porque, aunque lo hubiera creído, ningún ojo me observaba desde la
ventana lateral del mirador combado que colgaba sobre el estrecho
callejón ni desde la oscuridad del solar vacío. Lo que sentía que me
vigilaba era una ilusión imprecisa y no quise darle mayor importancia.
Pero en aquel largo silencio en el que no se oía otra cosa que los
silbatos de los serenos y los aullidos de las manadas de perros
atacándose unas a otras en barrios lejanos, la sensación de ser vigilado
fue incrementándose lentamente hasta llegar a tener una intensidad tal
que poco después comprendí que no podría librarme de aquella opresión
asfixiante comportándome como si no existiera.
¡Un ojo que lo veía todo y que en todas partes me encontraba me vigilaba
con todo descaro! No, no tenía nada que ver con los protagonistas de
los cuentos que me había inventado; no era terrible, feo ni ridículo
como ellos; tampoco era extraño ni frío; incluso, sí, resultaba
conocido: el ojo me conocía y yo a él. Desde hacía mucho tiempo teníamos
noticia de a existencia del otro, pero como no habíamos notado
abiertamente nuestra mutua presencia, habían sido necesarios ese
sentimiento especial que noté esa noche, esa calle precisa por la que
estaba andando y la violenta impresión de la apariencia de la calle.
Como sé que no significaría nada para aquéllos de mis lectores que no
conozcan bien Estambul, no voy a dar el nombre de esa calle sobre el
Cuerno de Oro. Piensen en una calle adoquinada, con casas oscuras de
madera, la mayor parte de las cuales soy testigo de que siguen en pie
treinta años después de mi «experiencia metafísica», con sombras de
miradores e iluminada por la luz de una mortecina farola cortada por las
ramas retorcidas de los árboles. ¡Con eso basta! Las aceras eran
estrechas y sucias. El muro de una pequeña mezquita de barrio se
extendía hacia una oscuridad interminable. En el punto oscuro donde se
unían la calle y el muro —la perspectiva—, ese absurdo (¿qué otra cosa
podría decir?) ojo me esperaba. Espero que ya se me haya entendido: si
el «ojo» me esperaba no era para nada malo, qué sé yo, no era para
asustarme, ni para estrangularme, ni para apuñalarme, ni para matarme,
sino, como comprendí mucho después, más bien para introducirme lo antes
posible en esa experiencia metafísica que recordaba a un sueño, para
ayudarme.
No se oía un ruido. Desde el primer momento sabía que aquella
experiencia tenía que ver con todo lo que mi profesión de periodista me
había arrebatado y el vacío de mi interior. ¡Uno tiene las pesadillas
más reales cuando está cansado! Pero no era una pesadilla, era un
sentimiento mucho más neto, transparente, casi matemático. «Sé que estoy
vacío por dentro.» Eso fue lo que pensé. Me detuve y me apoyé contra el
muro de la mezquita. «¡Sabe que estoy vacío por dentro!» Sabía lo que
yo pensaba, sabía lo que había hecho hasta ese momento, pero ni siquiera
eso tenía importancia porque el «ojo» señalaba a otra cosa, a algo muy
evidente. Yo lo había creado, ¡y él a mí! Creí que aquella idea me
cruzaría la mente por un momento y desaparecería, como esas palabras
estúpidas que a veces le salen a uno de la pluma, pero allí se quedó. Y
así entré por la puerta que había abierto el pensamiento a un universo
nuevo —como ese conejo inglés que cae al vacío por un agujero en el
campo.
Al principio yo creé ese «ojo». Para que me viera y me vigilara, por
supuesto. Yo no quería salir de su mirada. Me había formado bajo esa
mirada, a partir de esa mirada, y estaba satisfecho de ella porque yo
existía sólo porque era consciente de que era observado en todo momento.
Era como si pudiera dejar de existir si el ojo no me observaba. Aquello
era una verdad tan evidente que se me olvidó que yo lo había creado y
me sentía agradecido a ese ojo que me permitía existir. ¡Quería obedecer
sus órdenes! De esa manera podría alcanzar una existencia más
agradable, pero era difícil hacerlo, aunque, por otro lado, dicha
dificultad no era algo que produjera dolor sino algo cómodo, un aspecto
de la vida al que había que enfrentarse de manera natural. Por esa razón
el universo mental en el que caí mientras estaba apoyado en el muro de
la mezquita no era como una pesadilla sino una especie de felicidad
trenzada de recuerdos e imágenes conocidas, como los cuadros de esos
pintores inexistentes cuyas extravagancias resumía en la sección de
«Increíble pero cierto».
Me vi a mí mismo en medio de ese jardín de felicidad, contemplaba mi
propio pensamiento apoyado a medianoche en el muro de una mezquita.
Comprendí enseguida que lo que veía en el centro de mi pensamiento, de
mi fantasía, de mi universo ilusorio —llámenlo como quieran—, no era a
alguien parecido a mí, sino yo mismo. En ese momento noté que mi mirada
era la de ese «ojo» que poco antes había descubierto. Así pues, ahora yo
me había convertido en el «ojo» de poco antes y me observaba desde
fuera. Pero aquélla no era una sensación rara ni extraña, ni tampoco
pavorosa. Desde el momento en que me vi, recordé y comprendí que me
había habituado a contemplarme desde fuera. Desde hacía años, verme
desde fuera me procuraba un cierto orden. Al verme desde fuera me decía:
«Sí, todo está en u sitio»; al verme desde fuera me decía: «No me
parezco lo suficiente. No me parezco lo suficiente a lo que quiero
parecerme». O bien: «Me parezco, pero debo perseverar». Llevaba años
diciéndomelo y cuando luego volvía a verme desde fuera me decía
contento: «¡Sí, por fin me parezco a lo que quería parecerme! ¡Sí, me
parezco y me he convertido en Él!».
¿Quién era ese «Él»? En ese momento de mi viaje por el País de las
Maravillas comprendí por fin por qué ese Él al que quería parecerme se
me había aparecido. Porque a lo largo de aquel extenso paseo nocturno no
había querido parecerme a Él, porque entonces no imitaba a nadie. No
quiero que se me malinterprete, no creo que podamos vivir sin imitar a
otros, sin querer ser otros, pero esa noche mi anhelo estaba tan
reducido por el cansancio, por el vacío de mi interior, que por primera
vez en mi vida me convertí en «igual» a ese Él cuyas órdenes llevaba
años obedeciendo. Podrían haber comprendido aquella igualdad «relativa»
por el hecho de que no había sentido miedo de Él, de que me introduje
sin dudar en ese universo imaginario al que me llamaba. Me encontraba
sometido a su mirada pero aquella hermosa noche de invierno también era
libre. Aunque fuera un sentimiento que había conseguido no como
resultado de mi propia voluntad ni de mi victoria, sino de mi cansancio y
mi derrota, esa sensación de libertad e igualdad abrió la puerta de la
intimidad entre Él y yo. (Esa confianza puede deducirse de mi estilo.) Y
así, por primera vez en años, Él me desvelaba sus secretos y yo lo
comprendía. Sí, por supuesto, hablaba conmigo mismo, pero ¿qué son ese
tipo de conversaciones sino charlas en susurros entre amigos con la
segunda persona, y después la tercera, que tenemos enterradas dentro?
Mis cuidadosos lectores lo habrán comprendido hace mucho por el cambio
de palabras, pero, no obstante, voy a escribirlo: «Él» era, por
supuesto, el «ojo». Era el ojo quien yo quería ser. Al principio yo no
creé al ojo, sino a Él, a la persona que quería ser. Y ese Él en quien
quería convertirme me envolvió con aquella terrible y asfixiante mirada
que extendía hacia mí. Aquel ojo que limitaba mi libertad, esa mirada
cruel que veía y juzgaba todo lo que hacía colgaba sobre mi cabeza como
un sol maldito que nunca se apartara de mí. Por favor, no se dejen
engañar por mis palabras y piensen que me quejo. Estaba muy satisfecho
del brillante paisaje que me presentaba el «ojo».
Mientras me observaba desde fuera en aquel paisaje geométrico y
limpísimo (de hecho, eso era lo mejor de él) comprendí de inmediato que
era yo quien le había creado a Él pero sólo podía concebir cómo lo había
hecho de una forma muy imprecisa. Algunas pistas demostraban que Él
había surgido de materiales de mi propia vida y de mis recuerdos. En Él,
a quien tanto quería imitar, se notaba la influencia de los
protagonistas de algunos tebeos que había leído en mi infancia, la de
algunos «pensadores» cuyas fotografías había visto en revistas
extranjeras y de las poses que aquellos tipos pretenciosos adoptaban
ante los fotógrafos en sus mesas de trabajo, en sus bibliotecas o en los
espacios sagrados donde desarrollaban su pensamiento «profundo y lleno
de significados». Claro que había querido ser como ellos, pero ¿hasta
qué punto? En aquella geografía metafísica vi también otros indicios
decepcionantes sobre los detalles de mi propio pasado a partir de los
cuales lo había formado: un vecino rico y trabajador de quien mi madre
siempre hablaba con admiración, la sombra de un bajá consagrado a salvar
su país occidentalizándolo, el espectro del protagonista de un libro
que había leído cinco veces de cabo a rabo, un maestro que nos castigaba
con el silencio, un compañero de clase que llamaba de usted a sus
padres y tan neo que cada día se cambiaba de calcetines, los héroes de
las películas extranjeras que se proyectaban en los cines Sehzadebasi y
Beyoglu, tan inteligentes, tan competentes, siempre con una respuesta a
punto, la forma en que sostenían los vasos, el que siempre pudieran
estar tan relajados, ser tan bromistas y, si era necesario, decididos
ante las mujeres, ante hermosas mujeres, las biografías que había leído
en enciclopedias y prólogos de libros de escritores famosos, de
filósofos, de sabios, de exploradores e inventores, algunos soldados, el
héroe del cuento que protege a toda la ciudad de una inundación porque
no puede dormir de noche... Todos aquellos personajes aparecieron ante
mí uno a uno en aquel País de las Maravillas en el que había penetrado a
altas horas de la noche apoyado en el muro de una mezquita como si
fueran lugares conocidos que me saludaran con la mano desde diversos
puntos de un mapa. De la misma manera que se sorprende alguien que ve
por primera vez en un plano la calle y el barrio en los que lleva años
viviendo, yo también me asombré con la misma excitación infantil. Luego
sentí un sabor amargo parecido a la decepción de esa misma persona que
mira por primera vez el plano y ve que aquellos edificios, calles,
parques y casas que le llevaría toda una vida recordar, que todos
aquellos lugares llenos para él de recuerdos han sido marcados y
despachados con una línea pequeña y lo minúsculos, carentes de
importancia y absurdos que resultan comparados con las demás líneas y
marcas del enorme plano.
Yo lo había creado a El con todos aquellos recuerdos y personajes
también recordados. En la mirada del «ojo» que Él había lanzado sobre mí
y que ahora se había convertido en la mía propia yacía el espíritu de
un monstruo, de un collage compuesto por toda aquella multitud
cuyos elementos había recordado y reconocido uno a uno. En el interior
de esa mirac ahora veía toda mi vida y a mí mismo. Vivía feliz de ser
observado por la mirada y de que gracias a ella podía poner orden en mi
vida; vivía creyendo que imitándolo, intentando imitan un día me
convertiría en El, o, al menos, que podría ser como Él. No, no vivía con
esa esperanza, sino que lo hacía por la esperanza de ser otro, de ser
Él. Que no piensen mis lectores que esta «experiencia metafísica» fue
una especie de despertar ni un caso didáctico del tipo de «abrir los
ojos a la verdad».
En el País de las Maravillas en el que entré mientras estaba apoyado en
el muro de la mezquita, todo brillaba reluciente, limpio de culpa y
pecado, de placer y castigo. En cierta ocasión tuve un sueño en el que
la reluciente luna llena, colgada en el mismo cielo nocturno azul marino
a lo largo de la misma calle y la misma perspectiva, se convertía
lentamente en la brillante esfera de un reloj. El paisaje que veía era
igual de claro, transparente y simétrico que el del sueño. Apetecía
contemplarlo hasta hartarse y señalar una a una todas aquellas
placenteras variedades tan evidentes para enumerarlas.
Y no es que no lo hiciera. Como si comentara la posición de las fichas
de un juego de tres en raya en un tablero de mármol casi azul marino, me
decía: «Ese yo que se apoya en el muro de la mezquita quiere ser Él».
Ese hombre quiere llegar a ser ese Él al que envidia. Y Él aparenta
ignorar que no es sino una creación de ese yo que le imita. Por esa
razón hay tanta confianza en la mirada del «ojo». Él parece haber
olvidado que el hombre apoyado en el muro de la mezquita ha creado el
«ojo» con la intención de alcanzarlo, pero el hombre apoyado en el muro
es consciente de esa verdad apenas perceptible. Si hace un movimiento,
si le alcanza a Él, si se convierte en Él, entonces el «ojo» se
encontrará en un callejón sin salida o bien en el vacío, con todo lo que
conlleva, y etcétera, etcétera.
Pensaba en todo aquello observándome desde fuera. Luego, ese «yo» al que
observaba comenzó a caminar siguiendo el muro de la mezquita, y cuando
éste se acabó, continuó a lo largo de repetidas casas de madera con
miradores, solares vacíos, fuentes, tiendas con las rejas echadas y
cementerios en dirección a su casa y a su cama.
De la misma forma que nos sorprendemos momentáneamente cuando, mientras
caminamos por una calle bulliciosa mirando las caras y las manchas de
color de la gente, nos miramos en el escaparate de una tienda o en el
amplio espejo que hay detrás de una hilera de maniquíes, yo me
encontraba continuamente estupefacto mientras me observaba desde fuera.
Pero, exactamente igual que si fuera un sueño, sabía que no había nada
demasiado sorprendente en que ese «yo» al que observaba desde el
exterior fuera yo mismo. Lo sorprendente era la proximidad
asombrosamente suave, dulce y llena de cariño que sentía por esa
persona. Sentía cuán frágil era, cuán digno de pena, cuán desesperado y
triste. Sólo yo sabía que no era como parecía y, como un padre, incluso
como un dios, me habría gustado albergar bajo mis alas, proteger a ese
niño conmovedor, a ese siervo de Dios, a esa buena y pobrecilla
criatura. Después de andar largo rato (¿qué pensaba? ¿Por qué estaba
triste? ¿Por qué estaba tan cansado y acobardado?), salió a la calle
principal. De vez en cuando miraba absorto los apagados escaparates de
las tiendas de ultramarinos y las confiterías. Se había metido las manos
en los bolsillos. Luego bajó la cabeza. Caminó desde Sehzadebasi hasta
Unkapani sin prestar atención a los coches ni a los taxis libres que
pasaban a su lado ocasionalmente. Quizá tampoco tuviera dinero.
Al cruzar el puente de Unkapani miró por un momento al Cuerno de Oro: un
marinero, difícil de distinguir en la oscuridad, bajaba tirando de un
cable la larga y estrecha chimenea de un remolcador que se disponía a
pasar bajo el puente. Mientras subía por la cuesta de Sishane cruzó un
par de palabras con un borracho que bajaba; excepto uno, no le interesó
ninguno de los bien iluminados escaparates de la calle Istiklál:
contempló largo rato el de un platero. ¿Qué le pasaba por la cabeza? Me
lo preguntaba temblando de preocupación, observándolo con cariño.
En un puesto de Taksim compró cigarrillos y cerillas abrió el paquete y
encendió uno con esos lentos movimientos que tan a menudo vemos en
nuestros tristes conciudadanos ¡ah, esa delgada y angustiosa columna de
humo que salía de su boca! Yo lo sabía todo, lo conocía todo, todo lo
había visto, vivido y pasado, pero me sentía inquieto y tenía miedo,
como si por primera vez me enfrentara a una vida, a un hombre, me
hubiera gustado decir: «¡Ten cuidado, niño!»; le daba gracias a Dios
porque no le había pasado nada malo, cada vez que le observaba cruzar la
calle, cada vez que daba un paso, veía indicios de un posible desastre
en cada calle, en cada oscura fachada, en cada ventana con las luces
apagadas.
¡Gracias a Dios por fin cruzó la puerta de un edificio en Nisantasi (se
llamaba Sehrikalp) sin que nada le ocurriera! Cuando entró a su casa en
el ático creí que se dormiría llevándose a la cama aquellos problemas
suyos que yo quería comprender y a los que me gustaría encontrar una
solución. No, se sentó en un sillón y estuvo un rato hojeando el
periódico y fumando. Luego paseó arriba y abajo entre los viejos
muebles, la mesa desportillada, las cortinas descoloridas, sus papeles y
sus libros. De repente se sentó a la mesa, se movió inquieto en la
chirriante silla y se inclinó para escribir algo en un papel en blanco
con una pluma que tomó.
Al momento estaba a su lado; era como si estuviera sobre aquella mesa
tan desordenada. Lo observaba desde muy cerca: escribía con un cuidado
infantil, con el placer de alguien que está viendo una película que le
gusta, pero con la mirada vuelta hacia sí mismo. Yo lo miraba con el
mismo orgullo con que un padre observa cómo su querido hijo toma el
lápiz para escribirle por primera vez una carta. Apretaba ligeramente
los labios al acercarse al final de las frases, sus ojos avanzaban
temblándole sobre el papel siguiendo las palabras. Cuando vi que estaba a
punto de terminar una página leí lo que había escrito y me estremecí
con un profundo dolor.
No había escrito palabras que describieran su espíritu, y que yo me
moría por conocer, sino simplemente estas frases que ustedes acaban de
leer. Ése no era su mundo, sino el mío; no eran sus palabras, sino esas
palabras mías por las que ustedes han pasado la mirada a toda prisa (no
tan rápido, por favor).
Quise oponerme, decirle que escribiera sus propias palabras pero era
incapaz de hacer otra cosa que observarlo, exactamente igual que en un
sueño: las palabras y las frases se sucedían provocándome cada una de
ellas algo más de dolor.
Durante un rato se detuvo al principio de un párrafo. Me miró, me dio la
impresión de que me veía, fue como si nuestras miradas se enfrentaran.
Ya saben, en las revistas y en los libros antiguos hay escenas en que el
autor habla tranquilamente con su musa; algún ilustrador bromista ha
dibujado en un margen una pequeña y simpática musa del tamaño de una
estilográfica y un escritor pensativo que se sonríen. Pues así nos
sonreímos. Por supuesto, esperaba con optimismo que todo se aclararía
después de aquella mirada tan significativa. Él comprendería la verdad y
escribiría historias de su mundo, por el que yo tanta curiosidad
sentía, y yo leería tranquilamente las pruebas de que por fin había
logrado ser él mismo.
No, no ocurrió nada de eso. Por un momento me sonrió feliz y después se
detuvo como si ya estuviera aclarado lo que tuviera que aclararse, tan
entusiasmado como si hubiera resuelto un problema de damas, y escribió
sus últimas palabras, que dejaban todo lo relativo a mi mundo en una
oscuridad incomprensible.
El libro negro
Trad.: Rafael Carpintero
Madrid, Alfaguara, 2001
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