En los jardines que van de Palermo a la Recoleta hay un cuadro de césped. Cierto año, los jardineros se olvidaron de cortarlo. El pasto creció a sus anchas.
Cada media hora corría un tren, con hálito ferruginoso. Las raíces lo sentían pasar. Las lombrices interrumpían sus caminos.
A su antojo crecieron los pastos.
En otoño, los jugos atravesaron la tierra como la aguja del colchonero el espesor de la lana. Pastos y lombrices se sorprendieron con la novedad.
Al caer el sol, los porteros de los departamentos quemaban la basura. Aparecían trombas sobre los edificios. Revoloteando en las telas metálicas de las chimeneas, negros papeles se desmenuzaban en su afán por salir. Las chispas se entregaban al aire, desaparecían; los hollines ascendían. Otros hollines, salidos de otras casas, se encontraban con ellos. Juntos formaban nubes. Desbaratadas por un vuelo de pájaros, por el paso de un tren o un golpe de viento iban a aterrizar sobre el césped.
El césped. Junto a los semáforos de la avenida, colores amarillo, rojo o verde lo tenían según el orden de paso; y los autos le echaban una estela de humo.
No era un césped. Era casi un pastizal.
Mullido, atraía a los enamorados. A los chicos, que juegan al futbol, o se tambalean, padres detrás. A los vendedores de helados, cuando ganaba el calor y se sentaban. Y a los que cargando termos de café trataban de hacerse oír por encima del paso de los trenes. Atraía a los pájaros, porque encontraban buena comida. Y a los insectos porque era una selva de refugios.
Atraía a los dueños de los perros.
Los perros eran lustrosos, ávidos de correr, de oler, de hacer necesidades.
Tenían dueños de todas clases. Confiados, soltaban las correas. Temerosos, corrían atados a ellos. Y si mujeres, iban torciéndose los tacos de los zapatos. Los perros sueltos y los perros atados se encontraban, gimiendo. Los libres disparaban, persiguiéndose, volvían al oír gritar sus nombres.
Hay una hora de la noche, cuando los enamorados se han ido a sus casas y los trenes paran, en que el rocío cae sobre el césped. El hollín resbala. Cada pasto guarda una gota.
Y los días de lluvia. Sólo agua, lavando, susurrando, mojando. Ni persona, ni perro. Callado, el pasto abre la boca.
Un día, el intendente municipal recorrió todos los jardines que van desde Palermo hasta la Recoleta. Un rey había anunciado su visita.
Llegaron los jardineros.
Cortaron todo el pasto. De norte a sur, y de este a oeste.
Y el pasto que moría cantó.
Cantó el aliento y el trepidar del tren, el hollín que baja, los jugos del otoño. Las lombrices. Los enamorados. Las luces del semáforo. Los vendedores de helados. Los insectos. Los perros atados y los perros desatados. Y los dueños de los perros. Los pájaros. Los vendedores de café. Los niños crecidos y los que aprenden a caminar. El rocío, el humo de los autos, la lluvia.
Cantó, esa voz de césped, ese olor de césped cortado.
(*) Sara Gallardo Drago Mitre (Buenos Aires1931-1988), hija del historiador Guillermo Gallardo, nieta del naturalista Ángel Gallardo y tataranieta de Bartolomé Mitre, se crió inmersa en la clase social que dirigió la nación desde 1880, materia de su escritura y marco en que se concibió a sí misma. Corrosiva, pudorosa y asmática. Sus primeras ficciones datan de tiempo del surgimiento del peronismo. Enamorada del paisaje de confín, convierte en escenario de sus relatos la “América salvaje, imposible de catequizar”. Publicó Enero (Sudamericana, 1958/1962), traducida al checo y al alemán, Pantalones Azules (Sudamericana, 1963), Los galgos, los galgos (Sudamericana, 1968/Tusquets, 1997, Primer Premio Municipal y Premio Ciudad de Necochea: jurado: Leopoldo Marechal, Aldo Pellegrini y Juan Carlos Ghiano), Eisejuaz (Sudamericana, 1971); El país del humo (Sudamericana, 1977/ Alción 2003), las recopilaciones Páginas de Sara Gallardo por Sara Gallardo (Celtia,1987) Páginas de Sara Gallardo (Colección Escritores argentinos de hoy, Gedisa,1990) y Narrativa breve completa (Emecé, 2004). Su último libro, La rosa en el viento (Pomaire, 1979), fue escrito en España, el primero de una serie de países por los que erró, junto a sus hijos, hasta el fin de su vida. Sara Gallardo construyó una obra periodística monumental, encuadrada dentro del nuevo periodismo, para las revistas Confirmado y Primera Plana y luego para La Nación, de la que fue corresponsal en Europa. Publicó en Editorial Estrada relatos infantiles: Los dos amigos y Teo y la TV, 1974, Las siete puertas, de 1975, y ¡Adelante, la isla! (1982), de los cuales los relatos Las siete puertas/ Dos amigos han sido reeditados recientemente (Colección Mis autores, dibujos de Silvia Lenardón, Planta, 2008). La inclusión de Eisejuaz en la Biblioteca de Clásicos Argentinos, que dirigió R.Piglia y las persistentes referencias a su obra hechas por Leopoldo Brizuela permitieron que fuera finalmente valorada como uno de los hitos más originales e intensos de la literatura argentina del siglo XX.
miércoles, 5 de junio de 2013
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario