jueves, 10 de octubre de 2013

ALICE MUNRO LAS LUNAS DE JÚPITER



Encontré a mi padre en el ala de cardiología, en el octavo piso del Hospital General de Toronto. Estaba en una habitación semi-privada. La otra cama estaba vacía. Dijo que su seguro hospitalario cubría sólo una cama en el pabellón, y que estaba preocupado de que le pudieran cobrar suplemento.
—Yo no he pedido una semi-privada —dijo.
Le dije que probablemente las salas estuvieran llenas.
—No. He visto algunas camas vacías cuando me llevaban con el sillón de ruedas.
—Entonces será porque te tenían que conectar con esa cosa —le dije—. No te preocupes. Si te van a cobrar un suplemento, te lo dicen.
—Eso será probablemente —dijo—. No querrán esos como se llamen en las salas. Supongo que eso estará cubierto.
Le dije que estaba segura de que sí.
Tenía cables pegados al pecho. Una pequeña pantalla colgaba por encima de su cabeza. En ella, una línea brillante y dentada parpadeaba continuamente. El parpadeo estaba acompañado de un nervioso zumbido electrónico. El comportamiento de su corazón estaba a la vista. Intenté ignorarlo. Me parecía que prestarle tanta atención, escenificar, de hecho, lo que debería ser una actividad totalmente secreta, era buscar problemas. Cualquier cosa exhibida de aquel modo era propensa a estallar y volverse loca.
A mi padre no parecía importarle. Decía que le tenían con tranquilizantes. «Ya sabes —decía—, las pastillas felices». Parecía tranquilo y optimista.
Había sido distinto la noche anterior. Cuando le traje al hospital, a la sala de urgencias, estaba pálido y con la boca cerrada. Abrió la puerta del coche, se quedó de pie y dijo despacio:
—Quizá sea mejor que me traigas una de esas sillas de ruedas.
Utilizaba la voz que siempre ponía en una crisis. Una vez, nuestra chimenea se incendió; era domingo por la tarde y yo estaba en el comedor poniendo alfileres en un vestido que estaba haciendo. Entró y dijo con aquella misma voz flemática y admonitoria:
—Janet, ¿sabes dónde hay polvos de levadura?
Los quería para echarlos al fuego. Luego dijo:
—Supongo que ha sido culpa tuya... coser en domingo.
Tuve que esperar durante más de una hora en la sala de espera de urgencias. Llamaron a un especialista de corazón que estaba en el hospital, un hombre joven. Me hizo pasar a una sala y me explicó que una de las válvulas del corazón de mi padre se había deteriorado tanto que debía ser operado inmediatamente.
Le pregunté qué sucedería si no.
—Tendría que estar en la cama —dijo el médico.
—¿Cuánto tiempo?
—Quizá tres meses.
—He querido decir, ¿cuánto tiempo vivirá?
—Eso es lo que yo también he querido decir —dijo el doctor.
Fui a ver a mi padre. Estaba sentado en la cama que había en el rincón, con la cortina descorrida.
—Es malo, ¿verdad? —me preguntó—. ¿Te ha dicho lo de la válvula?
—No es tan malo como pudiera ser —le dije. Luego repetí, incluso exageré, cualquier cosa esperanzadora que el doctor me hubiese dicho—. No estás en peligro inmediato. Tu condición física es buena, por lo demás.
—Por lo demás —dijo mi padre con pesimismo.
Yo estaba cansada de haber conducido todo el camino hasta Dalgleish para ir a recogerle, y de vuelta a Toronto desde el mediodía, preocupada por devolver el coche de alquiler a tiempo, e irritada por un artículo que había estado leyendo en una revista en la sala de espera. Era sobre otra escritora, una mujer más joven, más guapa y probablemente con más talento que yo. Yo había estado en Inglaterra durante dos meses, de modo que no había visto antes aquel artículo, pero me pasó por la cabeza mientras lo estaba leyendo que mi padre lo habría leído. Podía oírle diciendo: «Bueno, no he visto nada sobre ti en Maclean's». Y si hubiese leído algo sobre mí diría: «Bueno, no tengo una gran opinión de ese reportaje». Su tono sería festivo e indulgente, pero produciría en mí una familiar tristeza de espíritu. El mensaje que recibí de él era sencillo: Hay que luchar por conseguir la fama y luego pedir perdón por ella. Tanto si la consigues como si no, tú tendrás la culpa.
No me sorprendieron las noticias del doctor. Estaba preparada para oír algo parecido y estaba contenta conmigo misma por tomármelo con calma, del mismo modo que estaría contenta conmigo misma por vendar una herida o por mirar desde el frágil balcón de un edificio alto. Pensé: «Sí, es la hora; tiene que haber algo, aquí está». No sentí la protesta que hubiera sentido veinte, incluso diez años antes. Cuando vi por la cara de mi padre que él la sentía, que el rechazo le subía de un salto tan prontamente como si hubiese sido treinta o cuarenta años más joven, mi corazón se endureció, y hablé con una especie de atormentadora alegría.
—Por lo demás estás pletórico —dije.

Al día siguiente era de nuevo él mismo.
Así es como yo lo hubiese hecho. Dijo que ahora le parecía que el joven, el doctor, pudiera haber estado demasiado impaciente por operar.
—Un bisturí un poco fácil —dijo. Estaba burlón y alardeando de jerga hospitalaria. Dijo que otro doctor le había examinado, un hombre mayor, y le había expresado su opinión de que descanso y medicación podrían surtir efecto.
Yo no pregunté qué efecto.
—Dice que tengo una válvula defectuosa. Está ciertamente dañada. Querían saber si tuve fiebres reumáticas cuando era niño. Yo le dije que no creía, pero entonces la mitad de las veces no se te diagnosticaba lo que tenías. Mi padre no era alguien que fuese a buscar al doctor.
El recuerdo de la infancia de mi padre, que yo siempre me había imaginado como sombría y peligrosa, la modesta granja, las hermanas atemorizadas, el severo padre, me hicieron menos resignada ante su muerte. Pensé en él huyendo para irse a trabajar en los barcos del lago, corriendo por las vías del ferrocarril hacia Gorderich, a la luz del anochecer. Acostumbraba a contar aquel viaje. En algún lugar de la vía encontró un membrillo. Los membrillos son raros en nuestra zona del país; de hecho, no he visto nunca ninguno. Ni siquiera el que encontró mi padre, aunque una vez nos llevó de excursión para ir a buscarlo. Pensó que conocía el cruce cerca del que estaba, pero no pudimos encontrarlo. No pudo comer el fruto, desde luego, pero quedó impresionado por su existencia. Le hizo pensar que había llegado a una nueva parte del mundo.
El muchacho fugado, el superviviente, un anciano atrapado aquí por su corazón estropeado. Yo no buscaba estos pensamientos. No me importaba pensar en su personalidad de joven. Incluso su torso desnudo, grueso y blanco (tenía el cuerpo de un trabajador de su generación, raramente expuesto al sol) era un peligro para mí; parecía tan fuerte y joven. El cuello arrugado, las manos y los brazos manchados por la edad, la estrecha y comedida cabeza, con su pelo fino y canoso y su bigote, se parecían más a lo que yo estaba acostumbrada.
—¿Y para qué quiero que me operen? —decía mi padre razonablemente—. Piensa en el riesgo a mi edad, ¿y para qué? Unos cuantos años como máximo. Creo que lo mejor que puedo hacer es irme a casa y tomármelo con calma. Rendirme con elegancia. Eso es todo lo que se puede hacer a mi edad. Tu actitud cambia, ¿sabes? Se sufren cambios mentales. Parece más natural.
—¿El qué? —le pregunté.
—Bueno, la muerte. No hay nada más natural. No, a lo que yo me refiero, en particular, es a no operarme.
—¿Eso parece más natural?
—Sí.
—Tú tienes que decidir —le dije, pero yo lo aprobaba. Eso era lo que yo hubiese esperado de él. Siempre que hablaba a la gente de mi padre subrayaba su independencia, su autosuficiencia, su paciencia. Trabajaba en una factoría, trabajaba en su jardín, leía libros de historia. Podía hablar de emperadores romanos o de las guerras de los Balcanes. Nunca se quejaba.

Judith, mi hija pequeña, había ido a buscarme al aeropuerto de Toronto dos días antes. Había ido con el chico con el que estaba viviendo, y cuyo nombre era Don. Se iban a México por la mañana, y mientras yo estuviera en Toronto me iba a quedar en su apartamento. Por ahora vivo en Vancouver. A veces digo que tengo mi centro de operaciones en Vancouver.
—¿Dónde está Nichola? —pregunté, pensando de inmediato en un accidente o en una sobredosis. Nichola es mi hija mayor. Era estudiante del Conservatorio, después se hizo camarera, luego se quedó sin trabajo. Si hubiese estado en el aeropuerto, probablemente yo habría dicho algo inoportuno. Le habría preguntado cuáles eran sus planes y ella se hubiese apartado el cabello hacia atrás con elegancia y hubiera dicho: «¿Planes?», como si fuese una palabra que yo hubiera inventado.
—Sabía que lo primero que harías sería preguntar por Nichola.
—No es así. He dicho hola y...
—Bueno, coge tu maleta —dijo Don con voz neutral.
—¿Está bien?
—Estoy segura de que sí —dijo Judith con un falso tono de diversión—. No estarías así si fuese yo quien no estuviera aquí.
—Pues claro que sí.
—No. Nichola es el bebé de la familia. ¿Sabes? Tiene cuatro años más que yo.
—Yo debería de saberlo.
Judith dijo que no sabía exactamente dónde estaba Nichola. Dijo que Nichola se había ido de su apartamento (¡aquel basurero!) y que la había telefoneado incluso (lo que ya es mucho, se podría decir, que Nichola telefonee) para decir que quería estar incomunicada durante un tiempo, pero que estaba bien.
—Le dije que te ibas a preocupar —dijo Judith más amablemente, camino de la camioneta. Don iba delante, con mi maleta—. Pero no te preocupes. Está bien, créeme.
La presencia de Don me incomodaba. No me gustaba que él oyera estas cosas. Pensé en las conversaciones que debían haber tenido, Don y Judith. O Don, Judith y Nichola, porque Nichola y Judith estaban a veces en buenas relaciones. O Don, Judith, Nichola y otros cuyos nombres ni siquiera conocía. Habrían hablado de mí. Judith y Nichola intercambiando opiniones, contando anécdotas; analizando, lamentando, culpando, perdonando. Ojalá hubiese tenido un chico y una chica. O dos chicos. No hubieran hecho eso. Los chicos probablemente no puedan saber tanto de una.
Yo hacía lo mismo a esa edad. Cuando tenía la edad que tiene ahora Judith hablaba con mis amigos en la cafetería de la facultad, o por la noche, tomando café en nuestras habitaciones baratas. Cuando tenía la edad que Nichola tiene ahora, yo la tenía a ella en un capazo, o revolviéndose en mi regazo, y tomaba también café todas las tardes lluviosas de Vancouver, con una vecina amiga, Ruth Boudreau, que leía mucho y estaba desconcertada por su situación, como yo. Hablábamos de nuestros padres, de nuestras infancias, aunque durante algún tiempo no hablamos de nuestros matrimonios. Cuán minuciosamente tratamos de nuestros padres y madres, lamentamos sus casamientos, sus equivocadas ambiciones, o su miedo a la ambición, con cuánta competencia les archivamos, les definimos más allá de ninguna posibilidad de cambio. Qué presunción.
Observé a Don caminando delante. Un muchacho alto y de aspecto ascético, con el cabello oscuro cortado a la manera de los franciscanos y un afectado asomo de barba. ¿Qué derecho tenía a oír hablar de mí, a saber cosas de mí misma que probablemente yo había olvidado? Decidí que su barba y su estilo de peinado eran afectados.
Una vez, cuando mis hijas eran pequeñas, mi padre me dijo:
—¿Sabes? Esos años en los que crecías, bueno, son sólo una especie de impresión borrosa para mí. No puedo distinguir un año de otro.
Yo me ofendí. Yo recordaba cada año distinto con dolor y claridad. Podría haber dicho la edad que tenía cuando iba a ver los trajes de noche en el escaparate de Benbow's Ladies' Wear. Cada semana, durante todo el invierno, un traje nuevo, iluminado (el de lentejuelas y tul, el rosa y lila, el zafiro, el narciso trompón) y yo, una adoradora fría en la fangosa acera. Podría haber dicho la edad que tenía cuando falsifiqué la firma de mi madre en un boletín de malas calificaciones, cuando tuve el sarampión, cuando empapelamos la habitación delantera. Pero los años en que Judith y Nichola eran pequeñas, cuando yo vivía con su padre... sí, borrosos sería la palabra adecuada. Recuerdo tender pañales, recoger y doblar pañales; puedo recordar las cocinas de dos casas y dónde estaba el cesto de la ropa. Recuerdo los programas de televisión: Popeye el marino, Los tres secuaces, Divertirama.Cuando empezaba Divertirama era el momento de dar la luz y de hacer la cena. Pero no podía diferenciar los años. Vivíamos en las afueras de Vancouver en un barrio dormitorio: Dormir, Dormitorio, Dormilón... algo así. Entonces estaba siempre soñolienta; el embarazo me daba sueño, y los biberones nocturnos, y la lluvia incesante de la costa oeste. Oscuros cedros goteando, el laurel brillante goteando, las esposas bostezando, sesteando, haciendo visitas, bebiendo café y doblando pañales; los maridos llegando a casa por la noche desde la ciudad atravesando el agua. Cada noche le daba un beso a mi marido cuando llegaba a casa con su Burberry empapada y esperaba que pudiera despertarme; servía carne y patatas y una de las cuatro verduras que él toleraba. Comía con un apetito voraz, y luego se quedaba dormido en el sofá de la sala. Nos habíamos convertido en una pareja de caricatura, más de mediana edad a nuestros veinte años de lo que lo seríamos en la edad madura.
Esos torpes años son los años que nuestras hijas recordarán toda su vida. Rincones de los patios que yo nunca visité permanecerán en sus mentes.
—¿No quería verme Nichola? —le pregunté a Judith.
—La mitad del tiempo no quiere ver a nadie —respondió.
Judith se adelantó y tocó el hombro de Don. Yo conocía ese gesto: una disculpa, una seguridad ansiosa. Tocas a un hombre de ese modo para recordarle que estás agradecida, que te das cuenta de que está haciendo por ti algo que le aburre o que hace peligrar ligeramente su dignidad. El ver a mi hija tocar a un hombre, a un chico, de ese modo me hacía sentir mayor de lo que me harían sentir los nietos. Sentí su triste nerviosismo, podía predecir sus sumisas atenciones. Mi franca y robusta hija, mi cándida y rubia hija. ¿Por qué iba yo a pensar que ella no sería susceptible, que siempre sería directa, de paso firme, confiada en sí misma? Del mismo modo que voy por ahí diciendo que Nichola es tímida y solitaria, fría, seductora. Muchas personas deben conocer cosas que contradirían lo que yo digo.
Por la mañana Don y Judith partieron hacia México. Decidí que quería ver a alguien que no tuviese parentesco conmigo y que no esperase nada en especial de mí. Telefoneé a un antiguo amante mío, pero respondió un contestador: «Al habla Tom Shepherd. Voy a estar fuera de la ciudad durante el mes de septiembre. Por favor, deje su mensaje, nombre y número de teléfono».
La voz de Tom sonaba tan agradable y familiar que abrí la boca para preguntarle el significado de su disparate. Después colgué. Sentí como si me hubiera fallado deliberadamente, como si hubiésemos quedado en encontrarnos en un lugar público y luego no se hubiera presentado. Recordé que una vez lo había hecho.
Me puse un vaso de vermut, aunque aún no eran las doce, y telefoneé a mi padre.
—¡Vaya! —dijo—. Quince minutos más tarde y no me hubieras encontrado.
—¿Ibas a ir al centro?
—Al centro de Toronto.
Me explicó que se iba al hospital. Su médico de Dalgleish quería que los médicos de Toronto le mirasen, y le había entregado una carta para que la enseñara en la sala de urgencias.
—¿En la sala de urgencias? —dije.
—No es una urgencia. Parece ser que él cree que ésta es la mejor forma de hacerlo. Conoce el nombre de alguien de allí. Si me tuviese que dar hora, podría ser cuestión de semanas.
—¿Sabe tu médico que piensas conducir hasta Toronto? —le pregunté.
—Bueno, no me dijo que no pudiera.
El resultado de esto fue que alquilé un coche, fui hasta Dalgleish, vine con mi padre hasta Toronto y estaba con él en la sala de urgencias a las siete de la tarde.
Antes de que Judith se fuera le dije:
—¿Estás segura de que Nichola sabe que me quedo aquí?
—Bueno, yo se lo he dicho —me contestó.
A veces sonaba el teléfono, pero siempre era un amigo de Judith.

—Bueno, parece que me la voy a hacer —dijo mi padre. Aquello fue el cuarto día. Había cambiado completamente de postura en una sola noche—. Parece que no haya razón para no hacerlo.
No sabía lo que me quería decir. Pensé que quizá esperaba de mí una protesta, un intento de disuadirle.
—¿Cuándo lo harán? —pregunté.
—Pasado mañana.
Le dije que iba al lavabo. Fui hasta donde estaban las enfermeras y encontré allí a una mujer que pensé que era la enfermera jefe.
En todo caso, tenía el pelo cano, era amable y parecía seria.
—¿Va a ser operado mi padre pasado mañana? —le pregunté.
—Sí.
—Sólo quería hablar de ello con alguien. Creí que se había llegado a la decisión de que era mejor no hacerlo. Por su edad.
—Bueno, es su decisión y la del doctor —me sonrió sin condescendencia—. Es duro tomar estas decisiones.
—¿Cómo están sus pruebas?
—Bueno, no las he visto todas.
Yo estaba segura de que sí. Al cabo de un momento dijo:
—Tenemos que ser realistas, pero los doctores son muy buenos aquí.
Cuando volví a la habitación mi padre dijo, con voz sorprendida:
—Mares sin playa.
—¿Cómo? —dije. Me pregunté si se había enterado de cuánto, o de qué poco tiempo podía esperar vivir. Me pregunté si las pastillas le habían dado una euforia precaria. O si había querido jugar. Una vez que me hablaba sobre su vida, me dijo: «El problema era que yo siempre tenía miedo a arriesgarme».
Yo acostumbraba a decirle a la gente que él nunca hablaba con pesar de su vida, pero eso no era cierto. Era sólo que yo no lo escuchaba. Decía que debería haberse alistado en el ejército, que hubiera estado en mejor posición. Decía que debería haberse instalado por su cuenta, como carpintero, después de la guerra. Debería haberse ido de Dalgleish. Una vez dijo: «¿Una vida malgastada, eh?». Pero se estaba burlando de sí mismo al decir aquello, porque era algo muy dramático de decir. También cuando recitaba poesía tenía siempre una nota burlona en la voz, para disculpar la exhibición y el placer.
—Mares sin playa —dijo de nuevo—. Detrás de él las grises Azores, / detrás las puertas de Hércules; / delante de él una traza de playas, / delante de él sólo mares sin playa. Eso era lo que tenía en la cabeza anoche. ¿Pero crees que podía recordar qué clase de playas? No podía. ¿Playas solitarias? ¿Playas vacías? Estaba en el buen camino, pero no podía acordarme. Pero ahora, cuando has entrado en la habitación y no estaba pensando en ello, me vino la palabra a la cabeza. Siempre ocurre lo mismo, ¿verdad? No es tan sorprendente. Le hago una pregunta a mi mente. La respuesta está allí, pero yo no puedo ver todas las relaciones que está estableciendo mi mente para llegar a ella. Como un ordenador. Nada fuera de sitio. ¿Sabes?, en mi situación sucede que, si hay algo que no puedes explicar de inmediato, hay una gran tentación de, bueno, de hacer de ello un misterio. Hay una gran tentación a creer en... ya sabes.
—¿El alma? —dije, con delicadeza, sintiendo un asombroso torrente de amor y entrega.
—Oh, supongo que se le puede llamar así. ¿Sabes?, cuando llegué a esta habitación había un montón de diarios al lado de la cama. Alguien los había dejado allí, eran esa clase de periódicos sensacionalistas que nunca he leído. Empecé a leerlos. Hubiese leído cualquier cosa fácil. Había una serie de experiencias personales de gente que había muerto, médicamente hablando, la mayoría de paro cardíaco, y que había vuelto a la vida. Era lo que ellos recordaban del tiempo en que estuvieron muertos. Sus experiencias.
—¿Agradables o no? —le dije.
—Agradables. Sí, sí. Flotaban hasta el techo y miraban hacia abajo y se veían y veían a los doctores trabajando en ellos, en sus cuerpos. Luego flotaban un poco más y reconocían a algunas personas que conocían y que habían muerto antes que ellos. No es que los vieran exactamente, sino que era algo así como si los percibiesen. A veces había un canturreo y a veces una especie de... ¿cómo se llama esa luz o ese color que hay alrededor de una persona?
—¿Aura?
—Sí, pero sin la persona. Eso es casi a todo lo que les daba tiempo; luego se encontraban de nuevo en el cuerpo sintiendo todo el dolor mortal y todo eso, devueltos a la vida.
—¿Parecía... convincente?
—Oh, no sé. Todo está en si quieres creer en esa clase de cosas o no. Y si vas a creértelas, a tomártelas en serio, me imagino que tienes que tomarte en serio todo lo demás que publican esos diarios.
—¿Qué más publican?
—Basura: curas de cáncer, de calvicie, cólicos en la generación joven y en los holgazanes ricos. Disparates de las estrellas de cine.
—Ah, sí, ya.
—En mi situación, hay que vigilar —dijo—, o empezarías a gastarte jugarretas a ti mismo.
Luego dijo:
—Hay unos cuantos pormenores prácticos que deberíamos poner en orden —y me habló de su testamento, de la casa, del solar del cementerio. Todo era sencillo.
—¿Quieres que telefonee a Peggy? —le pregunté. Peggy es mi hermana. Está casada con un astrónomo y vive en Victoria.
Se lo pensó.
—Supongo que deberíamos decírselo —dijo finalmente—. Pero no les alarmes.
—De acuerdo.
—No, espera un momento. Sam va a ir a una conferencia a finales de esta semana, y Peggy estaba pensando en acompañarle. No quiero que se planteen cambiar sus planes.
—¿Dónde es la conferencia?
—En Amsterdam —dijo con orgullo. Se enorgullecía realmente de Sam, y estaba al corriente de sus libros y de sus artículos. Cogía uno y decía:
—Míratelo, ¿quieres? ¡Y yo que no entiendo ni una palabra! —con una voz maravillada que conseguía no obstante mostrar una sombra de ridículo.
—El profesor Sam —decía—. Y los tres pequeños Sams.
Así es como llamaba a sus nietos, que se parecían a su padre en inteligencia y en un casi atractivo empuje, un inocente y enérgico alardeo. Iban a una escuela privada que apoyaba la disciplina anticuada y que comenzaba el cálculo en el quinto grado.
—Y los perros —podía seguir enumerando—, que han ido a una escuela de adiestramiento. Y Peggy...
Pero si yo decía:
—¿Crees que ella también ha ido a una escuela de adiestramiento? —él no seguía con el juego. Yo imagino que cuando estuviera con Sam y Peggy hablaría de mí del mismo modo, que aludiría a mi frivolidad del mismo modo que aludía a su pesadez, que haría bromas suaves a mi costa, que no ocultaría del todo su sorpresa (o haría ver que no la ocultaba) de que la gente pagase dinero por cosas que yo había escrito. Tenía que hacer esto para que no pareciese nunca que alardeaba, pero paraba cuando las bromas se hacían demasiado pesadas. Y desde luego, después encontré en la casa cosas mías que había guardado: unas cuantas revistas, recortes de periódicos, cosas por las que yo nunca me había preocupado.
En aquel momento sus pensamientos iban de la familia de Peggy a la mía.
—¿Has sabido algo de Judith? —preguntó.
—Aún no.
—Bueno, aún es pronto. ¿Iban a dormir en la furgoneta?
—Sí.
—Supongo que será lo suficientemente segura, si paran en los lugares adecuados.
Sabía que tenía que decir algo más y sabía que surgiría como una broma.
—Supongo que pondrán una tabla en medio, como los pioneros.
Yo sonreí, pero no respondí.
—Entiendo que no tienes nada que objetar.
—No —le dije.
—Bien, yo siempre lo vi también así. No te metas en los asuntos de tus hijos. Yo intenté no decir nada. Nunca dije nada cuando dejaste a Richard.
—¿Qué quieres decir con «no dije nada»? ¿Criticar?
—No era asunto mío.
—No.
—Pero eso no quiere decir que me gustase.
Me sorprendió, no sólo por lo que decía, sino porque considerase que no tenía ningún derecho, ni siquiera ahora, a decirlo. Tuve que mirar por la ventana, al tráfico de abajo, para controlarme.
Hace mucho tiempo me dijo, en su forma suave:
—Es curioso. La primera vez que vi a Richard me recordó lo que mi padre acostumbraba a decirme. Decía: «si aquel tipo fuese la mitad de inteligente de lo que cree que es, sería el doble de inteligente de lo que es en realidad».
Me volví para recordarle aquello, pero me encontré mirando la línea que iba describiendo su corazón. No era que nada pareciese funcionar mal, que hubiera ninguna diferencia en los zumbidos y en los puntos. Pero allí estaba.
Él vio donde miraba.
—Ventaja desleal —dijo.
—Lo es —le respondí—. A mí también me van a tener que conectar.
Reímos, nos dimos un beso formal y me fui. Al menos no me había preguntado por Nichola, pensé.

La tarde siguiente no fui al hospital, porque a mi padre tenían que hacerle más pruebas, para prepararlo para la operación. Tenía que ir por la noche. Me encontré paseando por las tiendas de ropa de Bloor Street, probándome vestidos. Me había entrado una preocupación por la moda y por mi propio aspecto parecida a un rabioso dolor de cabeza. Miré a las mujeres por la calle, a la ropa en las tiendas, intentando descubrir cómo podría llevar a cabo una transformación, qué tendría que comprar. Reconocía que era una obsesión, pero tenía problemas para desprenderme de ella. Había gente que me había dicho que esperando noticias de vida o muerte se había quedado delante de una nevera abierta comiendo cualquier cosa que viera: patatas hervidas frías, salsa de chile, cuencos de nata. O había sido incapaz de dejar de hacer crucigramas. La atención se limita a algo, alguna distracción, se agarra a ella, fanáticamente seria. Revolví prendas de los percheros, me las probé en pequeños probadores en los que hacía calor, delante de crueles espejos. Sudaba; una o dos veces creí que me iba a desmayar. De nuevo en la calle, pensé que debía alejarme de Bloor Street, y decidí ir al museo.
Recordaba otra vez, en Vancouver. Fue cuando Nichola iba al jardín de infancia y Judith era un bebé. Nichola había ido al médico por un resfriado, o quizá para un examen de rutina, y el análisis de sangre mostraba algo en sus glóbulos blancos, o que habían demasiados o que se habían hecho grandes. El doctor pidió más análisis y yo llevé a Nichola al hospital para que se los hicieran. Nadie mencionó la leucemia, pero yo sabía, desde luego, lo que estaban buscando. Y cuando llevé a Nichola a casa le pedí a la canguro que había estado con Judith que se quedase por la tarde y me fui de compras. Me compré el vestido más atrevido que haya tenido nunca, una especie de funda de seda negra con algún adorno de encaje en el delantero. Recuerdo aquella radiante tarde de primavera, los zapatos altos en los grandes almacenes, la ropa interior con estampado de leopardo.
También recuerdo la vuelta a casa desde el hospital de St. Paul por el puente de Lions Gate en el autobús atestado llevando a Nichola sobre mis rodillas. De repente ella recordó el nombre que le daba de pequeñita al puente y me dijo en voz baja: «Pente, po el pente». No evité tocar a mi hija (Nichola era esbelta y grácil incluso entonces, con un culito precioso y un cabello oscuro y fino), pero me di cuenta de que la estaba tocando de una forma distinta, aunque yo no creía que pudiera ser nunca detectada. Había un cuidado (no exactamente un retraimiento, sino un cuidado) para no sentir demasiado. Vi que las formas del amor se pueden mantener con una persona condenada, pero con el amor en realidad medido y disciplinado, porque hay que sobrevivir. Se podía hacer de forma tan discreta que el objeto de dicho cuidado no sospecharía, del mismo modo que tampoco sospecharía la misma sentencia de muerte. Nichola no sabía, no lo sabría. Le llegarían juguetes y besos y bromas; nunca lo sabría, aunque a mí me preocupaba que sintiera el viento entre las grietas de las vacaciones inventadas, de los días normales inventados. Pero todo estaba bien. Nichola no tenía leucemia. Creció, aún seguía viva, y probablemente feliz. Incomunicada.
No podía pensar qué quería ver realmente del museo, de modo que fui hasta el planetario. Nunca había estado en uno. La sesión iba a empezar dentro de diez minutos. Entré, compré una entrada y me puse a la cola. Había toda una clase de escolares, quizá dos, con profesores y madres voluntarias llevando el grupo. Miré alrededor para ver si habían otros adultos sueltos. Sólo uno, un hombre con la cara roja y los ojos hinchados, que parecía estar allí para evitar ir a un bar.
Una vez dentro, nos sentamos en asientos maravillosamente cómodos que estaban reclinados hacia atrás de modo que estabas en una especie de hamaca, con la atención dirigida a la parte cóncava del techo, que pronto se convirtió en azul oscuro, con un ligero reborde de luz alrededor. Había una música espléndida e impresionante. Los adultos iban haciendo callar a los niños, intentando que dejasen de hacer crujir sus bolsas de patatas fritas. Entonces la voz de un hombre que salía de las paredes, una voz profesional y elocuente, comenzó a hablar, despacio. La voz me recordaba un poco a la forma en que los locutores de radio anunciaban una pieza de música clásica o describían el avance de la familia real hasta la abadía de Westminster en una de sus ocasiones reales. Había un ligero efecto de cámara de resonancia.
El oscuro techo se estaba llenando de estrellas. No salían todas a la vez, sino una detrás de otra, de la forma en que las estrellas salen realmente por la noche, aunque más rápidamente. Apareció la vía láctea, se acercó, las estrellas flotaban en el brillo y seguían, desapareciendo más allá de los límites de la pantalla estelar, o detrás de mi cabeza. Mientras el torrente de luz continuaba, la voz presentaba los sorprendentes hechos. «Hace unos cuantos años luz —anunciaba—, el sol aparece como una estrella brillante, y los planetas no son visibles. Hace unas cuantas docenas de años luz, el sol tampoco es visible, a simple vista. Y aquella distancia, unas cuantas docenas de años luz, es sólo aproximadamente la milésima parte de la distancia desde el sol al centro de nuestra galaxia, una galaxia que contiene unos doscientos mil millones de soles. Y es, a su vez, una entre millones, quizá miles de millones, de galaxias». Repeticiones innumerables, variaciones innumerables. Todo esto pasaba también por mi cabeza, como fogonazos.
Luego se abandonaba el realismo, en aras del artificio familiar. Un modelo del sistema solar iba dando vueltas con su elegante estilo. Un aparato brillante despegaba de la Tierra, dirigiéndose hacia Júpiter. Puse mi esquiva y evasiva mente a tomar firmemente nota de los hechos. La masa de Júpiter, dos veces y media la de los demás planetas juntos. La gran mancha roja. Las trece lunas. Más allá de Júpiter, una mirada a la excéntrica órbita de Plutón, los helados anillos de Saturno. De nuevo en la Tierra y pasando al caliente y brillante Venus. La presión atmosférica, noventa veces la nuestra. Mercurio, sin luna, que da tres vueltas de rotación mientras gira dos veces alrededor del sol; un arreglo extraño, no tan satisfactorio como el que nos contaban: que daba una vuelta de rotación mientras giraba alrededor del sol. Sin oscuridad perpetua, después de todo. ¿Por qué nos dieron una información tan segura para anunciarnos después que estaba equivocada? Finalmente, la imagen ya familiar de las revistas: el suelo rojo de Marte, el fluorescente cielo rojo.
Cuando terminó la sesión me quedé en la silla mientras los niños trepaban por encima de mí sin comentar nada de lo que acababan de ver o de oír. Estaban importunando a sus cuidadores para que les dieran chucherías y más diversión. Habían hecho un esfuerzo para captar su atención, para apartarla de las palomitas y de las patatas fritas y fijarla en distintas cosas conocidas y desconocidas y en inmensidades horribles, y parecían haber fracasado. Algo bueno, también, pensé. Los niños tienen una inmunidad natural, la mayoría de ellos, y no debería ser alterada. En cuanto a los adultos que lo lamentaran, quienes habían promovido aquel espectáculo, ¿no eran ellos mismos inmunes hasta el punto de que podían añadir los efectos de la cámara de resonancia, la música, la solemnidad eclesiástica, simulando el temor que suponían que los niños debían de sentir? Temor... ¿qué se suponía que era? ¿Escalofríos al mirar por la ventana? Una vez que se sabía lo que era, no se podía provocar.
Llegaron dos hombres con escobas para barrer los desperdicios que la audiencia había dejado a su paso. Me dijeron que la siguiente sesión empezaría al cabo de cuarenta minutos. Mientras tanto, tenía que salir.

—Fui a la sesión del planetario —le dije a mi padre—. Fue muy interesante... sobre el sistema solar. —Pensé en la palabra tan tonta que había utilizado: «interesante»—. Es como un templo ligeramente falsificado —añadí.
Él ya estaba hablando:
—Recuerdo cuando descubrieron Plutón. Exactamente donde esperaban encontrarlo. Mercurio, Venus, Tierra, Marte —recitaba—, Júpiter, Saturno, Nept... no, Urano, Neptuno y Plutón. ¿Es así?
—Sí —dije. Me alegraba de que no hubiese oído lo que dije del templo falsificado. Lo dije para ser sincera, pero sonaba a tramposo y a superior—. Dime las lunas de Júpiter.
—Bueno, no conozco las nuevas. Hay un montón de nuevas, ¿verdad?
—Dos, pero no son nuevas.
—Nuevas para nosotros —dijo mi padre—. Te has vuelto muy descarada ahora que me van a rajar.
—Rajar. Qué expresión.
Aquella noche no estaba en la cama, su última noche. Le habían desconectado de sus aparatos y estaba sentado en una silla junto a la ventana. Tenía las piernas desnudas y llevaba una bata del hospital, pero no se le veía cohibido ni fuera de lugar. Se le veía pensativo pero de buen humor, un anfitrión afable.
—Ni siquiera has dicho las antiguas —le dije.
—Dame tiempo. Galileo les puso el nombre. Io.
—Ya has empezado.
—Las lunas de Júpiter fueron los primeros cuerpos celestes descubiertos con el telescopio —dijo con gravedad, como si pudiera ver la frase en un libro antiguo—. No fue Galileo quien les dio los nombres, tampoco; era un alemán. Io, Europa, Ganímedes, Calixto. Ahí las tienes.
—Sí.
—Io y Europa ¿eran novias de Júpiter, verdad? Ganímedes era un chico. ¿Un pastor? No se quién era Calixto.
—Creo que también era una novia —le dije—. La mujer de Júpiter, la convirtió en un oso y la enganchó en el cielo. La Osa Mayor y la Osa Menor. La Osa Menor era su niña.
El altavoz dijo que era la hora de que las visitas se marcharan.
—Te veré cuando salgas de la anestesia —le dije.
—Sí.
Cuando llegué a la puerta me llamó.
—Ganímedes no era ningún pastor. Era el copero de Júpiter.

Cuando me marché del planetario aquella tarde, atravesé el museo hacia el jardín chino. Vi de nuevo los camellos de piedra, los guerreros, la tumba. Me senté en un banco que daba a Bloor Street. A través de los matorrales siempre verdes y la alta verja de hierro observé a la gente pasar a la luz de la caída de la tarde. El espectáculo del planetario había logrado lo que yo quería, después de todo; me había tranquilizado, me había secado. Vi a una chica que me recordó a Nichola. Llevaba un impermeable y una bolsa de comestibles. Era más baja que Nichola, realmente no se parecía mucho a ella, pero pensé que podría ver a Nichola. Estaría por alguna calle quizá no lejos de allí, agobiada, preocupada, sola. Ella era ahora una de las personas adultas del mundo, uno de los compradores volviendo a casa.
Si realmente la veía, podría quedarme sentada y mirar, pensé. Me sentía como una de aquellas personas que habían flotado hasta el cielo, disfrutando de una breve muerte. Un alivio, mientras dura. Mi padre había escogido y Nichola había escogido. Algún día, probablemente pronto, sabría de ella, pero equivalía a lo mismo.
Pensé en levantarme y llegarme hasta la tumba, para ver las tallas en relieve, los cuadros en piedra, que están a su alrededor. Siempre pensaba en verlas y nunca lo hacía. Tampoco lo haría esta vez. Hacía frío fuera, de modo que entré a tomar un café y a comer algo antes de volver al hospital.


En Las lunas de Júpiter
Trad.: Esperanza Pérez Moreno
Barcelona, Random House Mondadori, Debolsillo, 2010
Foto: Alice Munro por Barbara Woodley

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