Alguien quién?, preguntó Edmundo. Y Julio: ya se fue. Edmundo siguió machacando que necesitaba saberlo para hacer el informe, mientras yo pensaba que al informe lo dibuja como se le da la gana. Hubiera querido frenarlo para que dejara tranquilo al viejo, pero me callé la boca. No era una persona, mandó Julio como explicación. ¿Y qué era, un pajarito?, bromeó Carlos, que siempre quiere quedar bien con el jefe. Pero la cosa no pasó de ahí, lo vieron a Julio medio sacado y entonces decidieron cortarla. La noche es larga, no vamos a empezar peleándonos.
Carlos reparte mientras Julio recoge sus cartas sonriendo y sin alzar la vista. Edmundo, que juega con él, le chanta: ¿qué te pasa, Julito, estás dormido?, miráme las señas.
Julio, como si nada, empieza a tirar lo que tiene y nos arrastra hasta el vale cuatro. Nadie le cree cuando miente porque no sabe mentir. Si tiene cartas, aviva el juego, y si no, se va al mazo. Pero ahora que cantó no sé qué responderle. Yo por principio no me achico con el siete de espadas en la mano, aunque él puede tener un ancho y me revienta. Igual a esta altura no hay mucho para elegir: si me voy al mazo pierdo tres puntos, si me quedo pierdo cuatro. O los gano.
Acepto y tiro mi siete, pero Julio, despacito, como para crear suspenso, muestra el ancho de espadas. ¡Caíste pelotudo!, me dice el botonazo de Carlos. Anda medio cabrero porque se dio vuelta el marcador y hasta ahora no ligó nada, puros caballos y sotas. Yo meta pelearlo: dejá de poner esos maricones en la mesa. Me mira fulero el gordo.
Edmundo se olvida del informe y del ruido que escuchamos hace un rato. Siempre hay algún vivo que quiere entrar a un auto para pasar la noche, sobre todo cuando hace frío. Si Julio lo echó ya no hay de qué preocuparse. Después de anotar cuatro rayas bajo la N de nosotros, Edmundo da un vistazo al garage como si fuera dueño de todos esos coches y dice con tono de patrón: vamos ganando. Julio mezcla los naipes poniendo la misma cara de perdido, pero es como si sus dedos se movieran solos de tan rápido que maneja el mazo. Yo trato de pispear dónde está el ancho, de curioso nomás, porque no creo que vuelva a salir en esta mano. Así son las cartas, mientras se mezclan no tienen valor pero cuando empiezan a servir ya no hay vuelta atrás, uno tiene que arreglarse con lo que le toca. Y en eso Julio, como si hablara dormido, anuncia: me cambió la suerte.
Ahora la baraja llega a la mesa y otra vez puede voltearse el tanteador, es cuestión de no rifar puntos como en la última mano. Carlos mira lo que recibió y cierra los ojos para avisarme que vinieron malas. De nuevo voy a tener que salvarle los porotos. El que empieza la ronda es el gordo con una sota de bastos. Otro de tus putazos, le digo. Edmundo juega un rey, yo un tres para ver si gano la primera, pero Julio vuelve a tirar el ancho de espadas. ¡Lo tiene alquilado!, salta Carlos como si lo hubieran mordido. Ya les dije, insiste Julio, me cambió la suerte. Y el gordo: a ver si terminás pinchándote con tanto facón. Si Julio tiró el macho para ganarle a un tres calculo que no debe quedarle nada en la mano, así que acepto el truco cuando lo canta, pero el viejo tiene el siete de oros y mata mi segundo tres. Hasta jugando mal me gana.
Anota los puntos el jefe y le pide a Carlos que le cebe unos mates. El gordo va hasta la cocina, vuelve con la pava caliente y empieza a servir. Edmundo le pregunta: ¿cómo andan los preparativos para el casorio? Cada vez que Carlos toca el tema parece que le apretaran los zapatos. Para qué se casa, digo yo, si no tiene ni cinco de ganas. Cuando vino con la noticia, le preguntamos si era de apuro y dijo que no, que su novia se cansó de esperar y lo puso contra la pared. La tendría que haber mandado a la mierda, el muy cagón. Ya sabés como son estas cosas, contesta Carlos, entre la pilcha, el salón, el morfi, puro gasto de plata. Puede que se esté tirando un lance a ver si Edmundo le afloja unos mangos, aunque es agarrado el jefe. Quisimos comprar un buen regalo entre todos pero dijo que juntemos plata nomás para unos veladores, que las otras cosas salían muy caras.
El gordo reparte los naipes y se queda esperando mis señas aunque esta vez soy yo el que tiene un caballo, una sota, y para completarla un cuatro, la peor carta.
Levantá el ánimo, dice Edmundo, vas a tener una linda fiesta, después mirás las fotos y te acordás toda tu vida. Y enseguida agrega como quien cuenta un secreto: te acordás de lo buena que estaba tu mujer cuando te casaste, porque al tiempo no sabés quién es el escracho que tenés al lado. Nos reímos como si el chiste de Edmundo fuera gracioso, el gordo con mucho ruido, y entonces Julio pregunta: ¿qué querés que te regale para el casorio? Volvemos a reírnos con la ocurrencia del viejo, que habla como si pudiera ir al negocio y comprar una tele, un lavarropas, cualquier cosa, él solito. Pero Julio ninguna risa, está ahí plantado esperando respuesta. Pensá bien lo que querés, dice, yo te lo consigo. Lo miramos asombrados, y Edmundo, que no deja pasar una, lo ataca: ¿qué vas a regalar vos, si no tenés donde caerte muerto? Se le piantó un tornillo, corea Carlos. Yo trato de tomarlo en serio a Julio, bastante tiene con laburar de noche siendo jubilado: pará Julito, le digo, ya hipotecaste la casa, ¿qué más vas a vender, los muebles? Envido, canta el viejo cerrando el tema y lo gana con treinta y tres.
El mate está frío. Esta vez me mandan a mí a la cocina y aprovecho para agarrar el vinito que empecé más temprano. Cuando vuelvo con la botella, Edmundo y Carlos hablan de coches como siempre, horas enteras se divierten levantando los capós y mirando motores. Yo no me meto porque no entiendo nada y Julio sigue en las nubes. ¿Cómo venís, Julito?, pregunta el jefe cuando retomamos. Jugá callado, dice Julio pero Edmundo no da bola y, antes de soltar su primera carta, canta truco. Nosotros nos vamos al mazo sin dudar un segundo, no queremos arriesgarnos a perder los dos tantos. Entonces el viejo se enoja y tira sus cartas sobre la mesa. Se quedan boca arriba, envainado el sable y desnudas las siete espadas. A ver si aprendés a guardar silencio, dice Julio. Edmundo manotea los naipes para esconderlos en el mazo: ¿cómo carajo iba a adivinar que tenías todo eso? No se puede creer lo que está ligando, comenta el gordo. Julio repite: me cambió la suerte. Pero no podemos jugar con tanta carta, rezonga Edmundo, éstos no van a agarrar viaje nunca. Y Julio, secamente: igual te encargás vos de espantarlos. Con los pies fuera del plato como siempre y mirándome fijo, Carlos remata, es todo mentira, quieren asustarnos.
Julio se queda callado y con esa cara de piedra que tiene desde hace un rato va agarrando de a una las cartas que le reparten. Parece que Edmundo se quedó picado por la respuesta del viejo porque después de un silencio vuelve a la carga: ¿y qué era el ruido ése en la puerta norte?, ¿a quién viste?
Julio está en otro mundo, mira sus cartas entrecerrando los ojos y tiene lisa la piel como si le hubieran planchado las arrugas. ¿Para qué querés que te lo cuente si no vas a creerme?, dice. Es raro, porque Julio no es de andar macaneando. El que inventa siempre es Carlos, cada historia cuenta, que a la madre la pisó una ambulancia, que se le incendió la cocina, cualquier cosa con tal de llegar tarde o de no quedarse acá toda la noche. Pero el viejo es de hierro, viene, labura, y se va sin molestarnos. Aunque el jefe no lo quiere porque no le lame el culo. Por eso le dice: te fuiste a boludear por ahí y ahora te hacés el misterioso.
No, lo corta Julio, vi a alguien detrás de un camión y creí que era uno de esos pibes que andan cartoneando por acá. ¿Lo sacaste a los pedos?, pregunta Edmundo. No era un pibe, dice Julio. Bueno, insiste Edmundo mientras tira el as de bastos, lo rajaste igual. Hicimos negocio, responde el otro. Los tres nos quedamos helados y hasta yo empiezo a pensar que el viejo se rayó del todo. Hace tiempo hubo uno que se puso a alquilarles los coches estacionados a los travestis de la avenida y como cobraba barato tenía laburo a rolete. Lo echaron a la mierda cuando descubrieron los tapizados sucios, pero el tipo se llevó unos buenos mangos. El negocio no fue con los autos, agrega Julio, y no dice más nada.
La mano termina otra vez con dos puntos para ellos pero ahora todos queremos saber lo que pasó. Es mi turno de mezclar y trato de demorar la cosa para darle tiempo al viejo a que desembuche. Ahora que toco las cartas son todas igualitas, el oro no pesa más que la madera y las espadas no cortan ni pinchan. Julio rompe el silencio sin dar más información: no es cosa de ustedes, dice. Ahí me pongo a repartir para no alargar el interrogatorio, pero Edmundo, de un salto, tira al suelo su banqueta y empieza a acercarse a Julio: ¿cómo que no es asunto mío?, ¿qué negocio hiciste? El olfa de Carlos lo agarra de una manga y acomodándole el asiento lo tranquiliza: sentánte, es puro verso, ¿qué negocio va a hacer éste? Julio mira sus cartas y ahora parece decidido a algo porque, así como las agarró, las da vuelta sobre la mesa: los dos anchos y el siete de espadas, de nuevo las tres mejores. Les muestro, dice, para que me crean.
Entonces Julio cuenta que en la puerta norte encontró a alguien que se movía detrás de los camiones. Lo vio petiso y por eso creyó que era un pibe, un cartonero. Se adelantó para echarlo y el otro lo paró en seco. No era un pibe, dice Julio, era un hombre con cara de perro, tenía cuerpo de enano pero hocico y colmillos de animal. El asunto es que Julio se quedó duro porque el coso parecía rarísimo y le mostraba los dientes amenazando. No me hizo nada, dice, pero me propuso un trato. Le pidió algo y él aceptó dárselo. Y Julio termina: yo a cambio le pedí tener suerte. Por un momento nos quedamos mudos pero enseguida largamos la carcajada. Ahí Julio se enoja de veras y manda: ¿no me creen? Agarra furioso el mazo y empieza a sacar las cartas de a una: el ancho de espadas, el de bastos, el siete de espadas, el de oros, un tres. Mezcla y vuelve a tirarlas varias veces y siempre salen en orden, primero las más altas. ¿Qué hacés para acomodarlas, Julito?, pregunto con la lengua pesada como si el vino me hubiera hecho efecto de golpe. Julio, orgulloso, dice: ¿ven?, sale lo que yo quiero. Pero el gordo botón suelta con tono de burla: por eso te llegaba siempre el ancho, tenías varios en la manga, y Edmundo pregunta, ¿estuviste haciendo trampas? Julio se pone como loco, ¿qué manga? ¿qué trampas?, repite mientras vacía sus bolsillos, se saca el pulóver y se queda en camiseta. Trato de convencerlo para que vuelva a vestirse, hace frío y a sus años no es cuestión de andar jodiendo, pero él, sentado otra vez con el mazo en la mano, dice: sigamos jugando. Miro el papel donde están anotados los tantos, ellos tienen veintidós, nosotros catorce; ni un poroto ganamos desde que Julio volvió de la puerta norte. Para calmar los ánimos y tratar de que avance el juego, le aviso a Carlos: si les hacemos un punto pasamos a las buenas.
Mi compañero no contesta y Julio empieza a repartir temblando de frío. Trato de acomodar mis pensamientos y averiguar quién dice la verdad. No creo que Julio haga trampas, pero ¿cómo hizo para sacar el mazo ordenado? Edmundo, por su parte, no quiere dar el brazo a torcer aunque algo está maquinando porque se queda callado mientras sigue el juego. Levanto mis cartas, el ancho de bastos y el de espadas me tocaron juntos, así que lo de Julio eran cuentos. Pero enseguida el viejo me dice: ahí tenés, pibe, el punto que necesitabas. Me agarra tan de sorpresa que, en vez de mentirle para que crea que no tengo nada, se me escapa: ¿cómo sabés? Así que cuando canto truco, los contrarios, advertidos, se van del juego y no conseguimos más que un tanto.
Cuando termina la mano, me saco la campera y se la pongo a Julio sobre los hombros. Ya está bastante jodido y si se enferma no va a poder contarla. El viejo parece una momia, con los labios que se le van poniendo oscuros y ni se aviva. Trato de seguirle la corriente y le pregunto si la suerte que tiene es sólo con las cartas o vale también para otras cosas. Sirve para todo, responde, mañana juego a la lotería y van a ver. Me cuesta imaginarlo millonario con esa camiseta que le marca las costillas. El gordo, que aunque no cree la historia quiere sacar tajada, comenta: con tanta suerte podrías tirarnos una fija. Y enseguida, intrigado: ¿qué te pidió el de los colmillos? Julio no contesta. El que quiera saber, dice después, que vaya solito y se saque la duda.
Falta poco para que ellos ganen pero Edmundo otra vez interrumpe el juego, parece que se hubiera empacado y necesitara averiguar algo más. Le pide a Julio que haga de nuevo la magia de ordenar las figuras. Así nos divertimos un rato, bromea, porque esto es más aburrido que chupar un clavo. No se me da la gana, contesta Julio, pero en la mano siguiente, cuando Edmundo agarra sus cartas, levanta la vista blanco como un papel. Miro para atrás, pensando que el enano del que habló el viejo anda por aquí y está por atacarnos. Pero no. Edmundo suelta los naipes como si le quemaran en los dedos y cuando caen vemos tres sotas. Carlos, también asustado, pregunta: ¿qué les hiciste a las cartas Julito? Porque las sotas tienen la cara de un perro que muestra los colmillos. El viejo sigue duro, mirando para adelante. No son cartas, dice, son espejos.
En eso escuchamos un ruido fuerte, como si dos autos chocaran. Es la puerta norte, se sobresalta Carlos. Julio, con voz grave, anuncia: volvió a buscar lo suyo. Edmundo agarra la linterna y dice: me cansé de tus pelotudeces. Mira a Carlos buscando apoyo pero el gordo, atrancado en su lugar, no se anima a acompañarlo. Edmundo es de cortarse solo y de querer mostrar como sea que tiene la sartén por el mango, por eso resuelve: ya vengo. Y se va. En la mesa, las tres sotas cambiaron otra vez de cara y empiezo a dudar si habían tenido colmillos o si fueron nada más visiones mías. Tomo otro trago y pienso que tenemos para rato, trastornado como está, Edmundo es capaz de revisar todos los camiones de la puerta norte. Julio sacude la cabeza y de pronto empieza a moverse como si se hubiera despertado. Me devuelve la campera y promete: mañana te compro una nuevita. Se pone la camisa, el pulóver y termina por pedirme el vino para entrar en calor. Cambiemos de juego, dice alzando la botella, Edmundo no vuelve.
Nació en Buenos Aires en 1968. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Buenos Aires y se doctoró en la Universidad de Paris VIII (Francia). Trabajó como periodista en distintos medios y como docente en la Universidad de Buenos Aires. También fue profesora invitada en la Universidad de Paris VIII. Ha publicado cuentos en las antologías Una terraza propia. Nuevas narradoras argentinas (selección y prólogo de Florencia Abbate), Buenos Aires, Norma, 2006, yPalabras en Torbellino: obras seleccionadas de los Concursos Interamericanos de Cuentos 2000-2002, III Antología - Fundación Avon para la Mujer (selección y prólogo de Angélica Gorodischer), Buenos Aires, 2004. También colaboró en las revistas online El Interpretador y Vendavalsur.
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