lunes, 17 de junio de 2019

Alice Munro: Han llegado las naves espaciales

La noche de la desaparición de Eunie Morgan, Rhea estaba en casa del contrabandista de alcohol de Carstairs—Monk—, una casa estrecha, de madera, con las paredes manchadas de tierra hasta media altura a causa de los desbordamientos periódicos del río. La había llevado Billy Doud, que estaba jugando a las cartas, sentado a un extremo de la mesa, mientras en el otro extremo se desarrollaba una conversación.


Rhea estaba sentada en una mecedora, en un rincón, junto a la estufa de parafina.
—Pues vale, una llamada de la naturaleza, vamos a llamarlo así —decía un hombre, que antes había pronunciado la palabra cagar. Otro hombre le dijo que no fuera malhablado. Nadie miró a Rhea, pero ella comprendió que lo hacían por ella.
—Se metió entre las rocas para atender a una llamada de la naturaleza. Y pensó que le vendría bien un trozo de algo pero, desde luego, no esperaba encontrarlo allí. Y de repente, ¿qué ve? Un montón de no se sabe qué en el suelo, por todas partes. Así que lo coge, se lo mete en el bolsillo y dice, bueno, queda más que suficiente para la próxima vez. Se olvida del asunto y vuelve al campamento.
—¿Estaba en el ejército? —preguntó un hombre al que Rhea conocía, el que quitaba la nieve de los senderos de la escuela en invierno.
—¿Cómo que en el ejército?
—Has dicho el campamento —dijo el hombre que quitaba la nieve, de nombre Dint Mason.
—Yo no he hablado de ningún campamento del ejército. Me refiero a un campamento de madereros del norte, en la provincia de Quebec. ¿Qué pinta allí un campamento del ejército?
—Yo creía que habías dicho un campamento del ejército.
—Así que alguien vio lo que tenía y le pregunta, ¿qué es eso? No sé, dice. ¿De dónde lo has sacado? Estaba en el suelo. Bueno, pero ¿qué crees que es? Pues no lo sé, dice.
—A mí me parece que tenía que ser asbesto —dijo otro hombre al que Rhea conocía de vista, antiguo maestro que por entonces se dedicaba a vender baterías de cocina para guisar sin agua. Era diabético y al parecer su estado era tan grave que siempre tenía una gota de azúcar pura, cristalizada, en el extremo del pene.
—Asbesto —dijo el hombre que contaba la historia, empezando a enfadarse—. Y allí mismo montaron la mayor mina de asbesto del mundo. ¡Y de esa mina sacaron una fortuna!
Volvió a hablar Dint Mason.
—Te apuesto lo que quieras a que no fue a parar al que lo descubrió. Los que lo encuentran nunca se llevan el dinero.
—A veces sí —dijo el hombre que contaba la historia.
—Nunca —dijo Dint.
—Algunos han encontrado oro y se han llevado los beneficios —insistió el hombre que estaba contando la historia—. ¡Y no sólo algunos! ¡Muchos! Muchos han encontrado oro y se han hecho millonarios. Hasta billonarios. Sir Harry Oakes, sin ir más lejos. Encontró oro y se hizo millonario.
—Lo que le pasó es que se mató —dijo un hombre que hasta entonces no había intervenido en la conversación.
Dint Mason se echó a reír y otros siguieron su ejemplo. El hombre de las cacerolas dijo:
—¿Millonarios? ¿Billonarios? ¿Y qué viene después de los billonarios?
—¡Se mató, así que mirad qué provecho le sacó! —gritó Dint Mason entre las risotadas.
El hombre que había contado la historia puso las palmas de las manos sobre la mesa y la sacudió.
—¡Yo no he dicho lo contrario! ¡Yo no he dicho que no se matara! ¡No estamos hablando de eso! ¡Lo que he dicho es que encontró oro y le sacó provecho! ¡Que se hizo millonario!
Todos habían cogido sus botellas y sus vasos, para impedir que se cayeran. Incluso los que estaban jugando a las cartas dejaron de reírse. Billy estaba de espaldas a Rhea; sus anchos hombros relucían con una camisa blanca. Su amigo Wayne estaba de pie al otro lado de la mesa, observando el juego. Wayne era hijo del pastor de la Iglesia Unida de Brondi, un pueblo no lejos de Carstairs. Había estudiado en la universidad con Billy e iba a ser periodista. Ya tenía trabajo, en un periódico de Calgary. Mientras los demás hablaban sobre el asbesto, sus ojos se encontraron con los de Rhea y se quedó mirándola, con una sonrisa leve, forzada, persistente. No era la primera vez que sus ojos se encontraban, pero normalmente Wayne no sonreía. La miraba y después desviaba la mirada, a veces cuando Billy estaba hablando.
El señor Monk se levantó con dificultad. Un accidente o una enfermedad le había dejado inválido: llevaba bastón y caminaba doblado por la cintura, prácticamente en ángulo recto. Cuando estaba sentado parecía casi normal. Una vez de pie, quedó inclinado sobre la mesa, entre las carcajadas.
El hombre que había contado la historia se levantó al mismo tiempo y, quizá sin intención, tiró el vaso al suelo. Se rompió, y los hombres vociferaron: «¡Que pague! ¡Que pague!»
—La próxima vez —dijo el señor Monk, en tono conciliador, con una voz inusitadamente profunda y animosa para un hombre tan enfermo y atormentado.
—¡Lo que hay en esta habitación es un montón de gilipollas! —gritó el hombre que había contado la historia. Pisó los cristales del vaso y les dio una patada. Pasó junto a la silla de Rhea y se dirigió a la puerta trasera. Iba abriendo y cerrando los puños y llevaba los ojos llenos de lágrimas.
La señora Monk trajo la escoba.
Normalmente, Rhea no habría estado en aquella casa. Se habría quedado fuera con Lucille, la novia de Wayne, en el coche de éste o en el de Billy. Billy y Wayne entraban a tomar una copa y prometían salir al cabo de media hora. (No había que tomarse la promesa demasiado en serio.) Pero aquella noche —era a principios de agosto—, Lucille estaba en casa, enferma, Billy y Rhea habían ido al baile de Walley solos y después, en lugar de estacionar el coche, habían ido directamente a casa de Monk, que estaba a las afueras de Carstairs, donde vivían Billy y Rhea. Billy vivía en el pueblo, Rhea en la granja avícola que había después del puente que unía aquella hilera de casas con la otra orilla del río.
Cuando Billy vio el coche de Wayne delante de la casa de Monk, lo saludó como si fuera su amigo.
—¡Vaya, Wayne! —gritó—. ¡Te nos has adelantado, chaval! —Le apretó un hombro a Rhea—. Vamos dentro —dijo—. Tú también.
La señora Monk les abrió la puerta trasera y Billy dijo:
—Mire, le he traído a una vecina suya.
La señora Monk miró a Rhea como a una piedra del suelo. Billy Doud tenía ideas raras sobre las personas. Las metía a todas en el mismo saco, si eran pobres —lo que él entendía por pobres— o de «clase obrera». (Rhea sólo conocía este término por los libros.) Metía a Rhea y a los Monk en el mismo saco porque ella vivía en la colina, en la granja avícola, sin comprender que los miembros de su familia no se consideraban vecinos de la gente de aquellas casas, y que a su padre no se le ocurriría jamás ir a beber allí.
Rhea veía a veces a la señora Monk en la carretera del pueblo, pero la señora Monk nunca le dirigía la palabra. Llevaba el pelo, oscuro, que empezaba a encanecer, sujeto en una cola de caballo, y no se maquillaba. Conservaba una figura esbelta, algo que no conseguían muchas mujeres de Carstairs. Usaba ropa pulcra y sencilla, no especialmente juvenil pero tampoco como la que a Rhea le parecía típica de las amas de casa. Aquella noche llevaba una falda de cuadros y una blusa amarilla de manga corta. Siempre tenía la misma expresión: no exactamente hostil, pero sí seria y preocupada, como de pesadumbre y decepción.
Acompañó a Billy y Rhea hasta aquella habitación del centro de la casa. Los hombres sentados alrededor de la mesa no alzaron la mirada ni se fijaron en Billy hasta que él cogió una silla. Debía de existir una especie de norma al respecto. Nadie prestó atención a Rhea. La señora Monk quitó algo que había en la mecedora y le indicó con un gesto que se sentara.
—¿Te traigo una Coca-Cola? —le dijo.
El can-can que Rhea llevaba bajo el vestido de baile, de color verde lima, hizo un ruido como de crujir de paja cuando se sentó. Se echó a reír, como para disculparse, pero la señora Monk ya le había dado la espalda. La única persona que notó el ruido fue Wayne, que en aquel preciso momento entraba en la habitación. Levantó las cejas, con expresión de camaradería pero también de recriminación. Rhea no sabía si a Wayne le caía bien o mal. Incluso cuando bailaba con ella, en Walley (Billy y él intercambiaban parejas obligatoriamente una vez cada noche), la sujetaba como si fuera un paquete del que no se sintiera responsable. No tenía la menor gracia como bailarín.
Billy y él no se habían saludado como de costumbre, con un gruñido y un puñetazo al aire. Ante aquellos hombres mayores se mostraban cautelosos y reservados.
Además de Dint Mason y del hombre que vendía baterías de cocina, Rhea conocía al señor Martin, el dueño de la tintorería y al señor Boles, el de la funeraria. Le sonaba de algo la cara de algunos, y la de otros no. No suponía exactamente una deshonra ir allí: no era un sitio deshonroso. Pero la gente murmuraba «Va a casa de Monk», aunque se tratase de un hombre próspero.
Lo que la señora Monk había quitado de la mecedora, para que se sentara Rhea, era un montón de ropa humedecida y enrollada para plancharla. Así que allí se realizaban tareas domésticas normales y corrientes, como planchar. A lo mejor extendían masa para empanada en aquella mesa. Se cocinaba: estaba la cocina de leña, fría y cubierta de periódicos entonces, porque en verano usaban la de parafina. Olía a parafina y a cemento húmedo. Manchas producidas por las avenidas del río en el papel de las paredes. Un orden estéril, las persianas verde oscuro bajadas hasta el alféizar. Una cortina metálica en un rincón, que probablemente ocultaba un antiguo montaplatos.
La señora Monk le resultaba a Rhea la persona más interesante de la habitación. Llevaba zapatos de tacón, pero no medias. Taconeaba continuamente sobre la madera del suelo. Rodeaba la mesa, iba hasta el aparador en el que estaban las botellas de whisky (allí se detenía, para anotar cosas en una libreta: la Coca-Cola de Rhea, el vaso roto), y vuelta a la mesa. Tac-tac-tac por la entrada trasera, hacia una despensa de la que regresaba con varias botellas de cerveza en cada mano. Era tan observadora como una sordomuda e igualmente silenciosa: recogía todas las señales que le hacían desde la mesa, respondía obediente, sin sonreír, a todas las peticiones. Ese detalle le recordó a Rhea los rumores que circulaban sobre la señora Monk, y pensó en otra clase de señal que podía hacerle un hombre. La señora Monk se quitaba el delantal y salía delante de él, hacia la entrada principal, donde debía de haber una escalera que llevaba a los dormitorios. Los demás hombres, incluido su marido, hacían como si no hubieran visto nada. Remontaba las escaleras sin mirar atrás, mientras el hombre la seguía con los ojos clavados en sus bien proporcionadas nalgas bajo la falda de maestra de escuela. Después, en una cama, se preparaba sin la menor vacilación y sin el menor entusiasmo. Aquella disponibilidad, aquella indiferencia y frialdad, la idea de un encuentro tan rápido, comprado y pagado, se le antojaban a Rhea vergonzosamente excitantes.
Ser utilizada, sin apenas saber quién estaba haciéndotelo, aceptarlo con una aptitud tan secreta, una y otra vez.
Pensó en Wayne, que venía de la entrada trasera cuando Billy y ella pasaron a la habitación. Pensó: ¿vendría de arriba? (Más tarde, Wayne le dijo que había ido a llamar por teléfono, a Lucille, como le había prometido. Después, Rhea acabó por convencerse de que aquellos rumores eran falsos.)
Oyó decir a un hombre:
—No seas malhablado.
—Vale, entonces, una llamada de la naturaleza.
La casa de Eunie era la tercera después de la de Monk, la última de la carretera. La madre de Eunie dijo que hacia medianoche había oído cerrarse la puerta de abajo. Oyó la puerta y no pensó nada especial. Bueno, sí, que Eunie había salido al retrete. En 1953, los Morgan todavía no tenían instalaciones sanitarias dentro de casa.
Naturalmente, ninguno de ellos llegaba al retrete por la noche. Eunie y la anciana se acuclillaban en la hierba. El anciano regaba los macizos de flores en el extremo del porche.
Después debí de quedarme dormida, dijo la madre de Eunie, pero al rato me desperté y pensé que no la había oído entrar.
Fue al piso de abajo y recorrió la casa. La habitación de Eunie estaba detrás de la cocina, pero podía dormir en cualquier parte en una noche de calor. Podía estar en el canapé del salón o tumbada en el suelo de la entrada aprovechando la corriente que se formaba entre las puertas. Quizá hubiera salido al porche, donde había un asiento de coche bastante bueno que su padre había encontrado hacía varios años abandonado junto a la carretera. No la encontró por ningún lado. El reloj de la cocina marcaba las dos y veinte.
La madre de Eunie volvió a subir y sacudió al padre hasta que se despertó.
—Eunie no está abajo —le dijo.
—Entonces, ¿dónde está? —dijo su marido, como si fuera su obligación saberlo. Tuvo que sacudirlo un rato, para evitar que se durmiera otra vez. El padre de Eunie mostraba gran indiferencia ante las noticias, cierta reticencia a escuchar lo que decía la gente, incluso cuando estaba despierto.
—Vamos, levántate —le dijo la madre de Eunie—. Tenemos que buscarla. —Por último la obedeció, se incorporó, se puso las botas y los pantalones—. Coge la linterna —le dijo, y volvió a bajar las escaleras, con él a la zaga.
Salieron al porche, bajaron al patio. La tarea del marido consistía en enfocar con la linterna; ella le decía dónde. Le guió por el sendero hasta el retrete, que se alzaba entre matas de lilas y grosellas. Metieron la luz en la habitación y no encontraron nada. Después miraron entre los gruesos troncos de las lilas —eran prácticamente árboles—, y en el sendero, casi borrado, que atravesaba una parte de la cerca de alambre, desprendida, y llegaba hasta la maleza de la orilla del río. Nada. Nadie.
Volvieron atravesando el huerto, iluminando las plantas de las patatas rociadas de insecticida y el ruibarbo, que estaba granado. El anciano levantó una gran hoja de ruibarbo con la bota, la iluminó por debajo. Su mujer le preguntó si se había vuelto loco.
La madre recordó que Eunie era sonámbula, pero de aquello hacía años. Vio un destello en una esquina de la casa, algo como un cuchillo o una armadura.
—Ahí, ahí —dijo—. Enfoca ahí. ¿Qué es eso?
Era sólo la bicicleta de Eunie, en la que iba a trabajar todos los días.
Entonces gritó su nombre. Gritó delante y detrás de la casa: delante crecían unos ciruelos tan altos como el edificio y no había sendero, sólo un camino de tierra. Los troncos se arremolinaban, como vigilantes, retorcidos como animales negros. Mientras esperaba respuesta oyó una rana, tan cerca que le pareció que estaba entre aquellas ramas. A un kilómetro de distancia, la carretera terminaba en un terreno demasiado pantanoso para resultar aprovechable, con álamos cubiertos de líquenes que crecían entre sauces y bayas de saúco. Por el otro lado, se cruzaba con la carretera del pueblo, atravesaba el río y subía hasta la granja avícola. En los llanos del río se extendían los terrenos de la antigua feria, con varias tribunas abandonadas desde antes de la guerra, cuando la feria de Walley absorbió la del pueblo. Aún estaba señalada en la hierba la pista oval para las carreras de caballos.
Allí fue donde comenzó el pueblo, hacía más de un siglo. Había molinos y posadas. Pero las riadas empujaron a la gente a trasladarse a terrenos más elevados. En los mapas seguían señaladas las fincas y las carreteras, pero sólo quedaba una hilera de casas habitadas, de gente demasiado pobre o demasiado tozuda para cambiar o, en el otro extremo, con una actitud demasiado temporal hacia su alojamiento como para que le importase la invasión del agua.
Se dieron por vencidos, los padres de Eunie. Se sentaron en la cocina, a oscuras. Eran entre las tres y las cuatro de la mañana. Daba la impresión de que estaban esperando a que llegase Eunie para decirles qué tenían que hacer. Era Eunie quien mandaba en la casa, y seguramente no se imaginaban una época en la que las cosas hubieran sido distintas. Hacía diecinueve años, Eunie literalmente irrumpió en su vida. La señora Morgan pensaba que le iba a llegar la menopausia y que estaba engordando; como ya era bastante gruesa no importaba demasiado. También pensaba que la agitación que sentía en el estómago era lo que se suele llamar indigestión. Sabía cómo se tenían hijos, no era tan tonta; pero llevaba mucho tiempo sin que le hubiera ocurrido semejante cosa. Un día, en Correos, tuvo que pedir una silla; se sentía débil y llena de dolores. De repente, rompió aguas, la llevaron corriendo al hospital y apareció Eunie, con una mata de pelo casi blanco. Empezó a llamar la atención desde el mismo momento de nacer.
Durante todo un verano Eunie y Rhea jugaron juntas, pero ellas nunca lo consideraron un juego. Lo llamaban juego para contentar a los demás, pero era la parte más seria de su vida. Lo que hacían el resto del tiempo les parecía frívolo, algo fácilmente olvidable. Cuando salían del jardín de la casa de Eunie e iban por la orilla del río, se convertían en personas distintas. Las dos se llamaban Tom. Las dos Toms. Para ellas, un Tom era un nombre común, no sólo un nombre propio. No era ni masculino ni femenino. Designaba a alguien excepcionalmente valiente e inteligente pero no siempre afortunado y —casi— indestructible. Los Toms libraban una batalla, que nunca acabaría, con los Trasagos. (Quizá Rhea y Eunie hubieran oído hablar de los trasgos.) Los Trasagos merodeaban por el río y podían adoptar la forma de ladrones, alemanes o esqueletos. Tenían una maldad infinita. Tendían trampas y emboscadas y torturaban a los niños que secuestraban. A veces, Eunie y Rhea conseguían llevarse niños de verdad —los McKay, que vivieron una corta temporada en una de las casas del río— y les convencían de que se dejaran atar y azotar. Pero los McKays o no sabían o no querían someterse al juego y en seguida se ponían a gritar o se escapaban a casa, así que volvían a quedarse los dos Toms a solas.
Los Toms construyeron una ciudad de barro a orillas del río. Estaba amurallada con piedras para protegerla del ataque de los Trasagos y tenía un palacio real, una piscina, una bandera. Pero se fueron de viaje y los Trasagos la arrasaron. (Naturalmente, Eunie y Rhea tenían que transformarse muchas veces en Trasagos.) Apareció una nueva dirigente, la reina de aquellos seres, que se llamaba Joylinda y trazaba unos planes diabólicos. Envenenó las moras que crecían en la orilla y los Toms las comieron, porque al volver del viaje tenían hambre y no se preocuparon de nada. Cuando empezó a actuar el veneno se tumbaron, retorciéndose y sudando, entre las jugosas hierbas. Apretaron el estómago contra el barro, que estaba blando y ligeramente caliente, como caramelo recién hecho. Notaron que se les contraían las entrañas y les temblaban los miembros, pero tuvieron que levantarse y buscar un antídoto, tambaleándose. Intentaron comer una hierba en forma de espada que, como tal, corta la piel; se metieron barro en la boca y pensaron en morder una rana viva si lograban cazarla, pero por último llegaron a la conclusión de que lo que les salvaría la vida serían unas bayas. Comieron un puñado cada una y empezó a arderles la boca terriblemente: tuvieron que correr hasta el río para beber agua. Se precipitaron sobre él, por donde estaba lleno de sedimentos entre los nenúfares y no se veía el fondo. Bebieron y bebieron, mientras las moscardas volaban como flechas por encima de sus cabezas. Se salvaron.
Al salir de aquel mundo, por la tarde, regresaban a casa de Eunie, donde sus padres seguían trabajando, o habían vuelto a trabajar, cavando o limpiando de malas hierbas el huerto. Se tumbaban a la sombra de la casa, agotadas como si hubieran recorrido lagos enteros a nado o escalado montañas. Olían al agua del río, al ajo silvestre y la menta que habían pisado, a la hierba caliente y fétida y al barro sucio a los que iba a parar el desagüe. A veces, Eunie entraba en casa y preparaba algo de comer, rebanadas de pan con jarabe de maíz o melaza. Nunca tenía que preguntar si podía hacerlo y siempre se quedaba con el trozo más grande.
No eran amigas, o por lo menos, no como lo que Rhea consideraría amigos más adelante. Nunca intentaban consolarse ni agradarse mutuamente. No compartían secretos, salvo el juego, y ni siquiera eso era un secreto porque dejaban que otros participasen en él. Pero nunca consentían que fuesen Toms. Así que quizá fuera eso lo que compartían, en su colaboración cotidiana, intensa. El carácter, el peligro de ser Toms.
Parecía como si Eunie jamás hubiera estado sometida a sus padres, ni siquiera relacionada con ellos, de la misma manera que los demás niños. A Rhea le sorprendía cómo gobernaba su propia vida, el poder que ejercía en su casa. Cuando Rhea decía que tenía que volver a la suya a cierta hora, o cambiarse de ropa o hacer algún recado, Eunie se ofendía, incrédula. Eunie tomaba sus propias decisiones. Cuando cumplió quince años, dejó de ir al colegio y se puso a trabajar en la fábrica de guantes, y Rhea se imaginó que habría llegado a casa y les habría anunciado a sus padres lo que había hecho. No, ni siquiera lo habría anunciado: lo habría soltado como si tal cosa, quizá cuando empezó a llegar más tarde. Como ganaba dinero, se compró una bicicleta. También una radio, y la escuchaba en su habitación hasta altas horas de la noche. Seguramente sus padres oirían entonces disparos y vehículos rugiendo por las calles. A lo mejor les contaba lo que oía, las noticias sobre crímenes y accidentes, huracanes, avalanchas. Rhea no creía que ellos le prestaran demasiada atención. Trabajaban mucho y en su vida ocurrían cosas, si bien de carácter temporal, dependientes de las verduras que vendían en el pueblo. Las verduras, las frambuesas, el ruibarbo. No tenían tiempo para mucho más.
Mientras Eunie asistió al colegio Rhea iba en bicicleta, de modo que nunca caminaban juntas a pesar de que recorrían el mismo camino. Cuando Rhea pasaba junto a Eunie, ésta tenía la costumbre de gritarle algo provocador, despectivo. «¡Hola, cara de mona!» Y cuando Eunie se compró la bicicleta, Rhea empezó a ir a pie: en el instituto estaba muy extendida la idea de que, a esa edad, una chica en bicicleta resultaba desgarbada, ridícula. Pero Eunie desmontaba y acompañaba andando a Rhea, como si le hiciera un favor.
No era un favor en absoluto: Rhea no quería ir con ella. Eunie siempre había sido rara, demasiado alta para su edad, con unos hombros estrechos y puntiagudos, una cresta de pelo rizado rubio blanquecino en la coronilla, expresión presuntuosa y una mandíbula alargada, fuerte. La mandíbula confería a la parte inferior de su cara una pesadez que parecía reflejarse en la voz, gruesa, ronca. Cuando era más joven, no importaba: su propia convicción de ser perfecta intimidaba a muchos. Pero por entonces medía uno setenta y tantos, casi uno ochenta, y tenía un aspecto viril y gris con los pantalones amplios y los pañuelos atados a la cabeza que llevaba, con aquellos pies tan grandes con unos zapatos que parecían de hombre, un tono de voz imperioso y unos andares torpes: había pasado de ser una niña a ser un auténtico personaje cómico. Y a Rhea le hablaba con unos aires de suficiencia hirientes cuando le decía que si no estaba harta de ir al colegio o que si se le había estropeado la bicicleta y su padre no tenía dinero para arreglarla. Cuando Rhea se hizo la permanente, le preguntó qué le había pasado en el pelo. Pensaba que podía hacer todo aquello porque Rhea y ella vivían en la misma zona y porque habían jugado juntas, en una época que a Rhea se le antojaba remota y rechazable. Y lo peor era cuando Eunie se lanzaba a contar cosas que aburrían y enfurecían a Rhea, sobre asesinatos y sucesos monstruosos que había oído en la radio. Rhea se enfurecía porque no conseguía que Eunie le dijera si todo aquello había ocurrido de verdad, ni siquiera que distinguiese entre lo real y lo ficticio, o eso le parecía a ella.
Eunie, ¿te has enterado de eso en el noticiario? ¿Era una obra de teatro radiofónica? ¿Había gente actuando delante de un micrófono o era una noticia? ¡Eunie! ¿Es de verdad o era una representación?
Siempre era Rhea, no Eunie, quien acababa por darse por vencida con estas preguntas. Eunie se limitaba a montar en la bicicleta, y se marchaba. «¡Adiooós! ¡Vete por la sombra!»
Desde luego, a Eunie le pegaba su trabajo. La fábrica de guantes ocupaba la segunda y la tercera plantas de un edificio de la calle mayor, y en los meses de calor, cuando las ventanas estaban abiertas, no sólo se oían las máquinas de coser, sino las bromas pesadas, las peleas y los insultos, las palabrotas que caracterizaban a las mujeres que trabajaban allí. Supuestamente, pertenecían a una clase inferior a la de las camareras y las dependientas. Trabajaban más horas y ganaban menos dinero, pero no por eso eran más humildes. Todo lo contrario. Bajaban a la calle empujándose y bromeando. Gritaban a los coches en los que pasaba gente que conocían y que no conocían. Sembraban el desorden como si estuvieran en su perfecto derecho de hacerlo.
La gente de los estratos más bajos, como Eunie Morgan, o de los más altos, como Billy Doud, mostraba una indiferencia y una franqueza parecidas.
El último año del instituto, también Rhea se puso a trabajar, los sábados por la tarde, en la zapatería. Un día, a principios de primavera, Billy Doud entró en la tienda y le dijo que quería unas botas de goma como las que estaban fuera.
Por fin había terminado de estudiar en la universidad y había vuelto a casa a aprender a dirigir la fábrica de pianos Doud.
Se quitó los zapatos y exhibió los pies, enfundados en unos bonitos calcetines negros. Rhea le dijo que sería mejor que se pusiera calcetines gruesos de lana para que no resbalasen dentro de las botas. Él le preguntó si allí vendían aquellos calcetines porque quería comprar un par. Después añadió que si podía ponérselos ella.
Fue un truco, según le contó más adelante. No necesitaba ni las botas ni los calcetines.
Tenía los pies alargados y blancos, y olían bien. Desprendían un agradable aroma de jabón, con un toque de polvos de talco. Se reclinó en la silla, alto y pálido, limpio y fresco, como si toda su persona estuviera tallada en jabón. La frente curvada y las sienes ya despejadas, el pelo con destellos de plata, los párpados somnolientos, marfileños.
—Es usted un encanto —le dijo, y le preguntó si quería ir al baile aquella noche, a la inauguración de la temporada en Walley.
Después de aquel día fueron al baile de Walley todos los domingos por la noche. No salían durante la semana, porque Billy tenía que levantarse temprano para ir a la fábrica a aprender el negocio —con su madre, a la que llamaban la Tatar—, y Rhea tenía que hacer cosas en la casa, encargarse de su padre y sus hermanos. Su madre estaba en el hospital, en Hamilton.
—Ahí va tu amorcito —le decían las chicas cuando Billy pasaba junto al colegio en coche mientras jugaban al balonvolea, o andando por la calle, y la verdad era que a Rhea le latía el corazón más de prisa al verlo, al ver su brillante pelo, sus manos negligentes pero fuertes al volante. Pero también al pensar que de repente la había elegido a ella, de una forma tan inesperada, y disfrutar del aura de quien ha ganado un premio —o de ser el premio mismo—, un honor oculto hasta entonces. Por la calle le sonreían mujeres mayores que ni siquiera conocía, la llamaban por su nombre chicas que llevaban anillos de compromiso, y se despertaba con la sensación de que le habían hecho un regalo maravilloso pero lo había olvidado durante la noche y no podía recordar qué era.
Billy le proporcionaba prestigio en todas partes menos en su casa. No le extrañaba: como bien sabía, en casa es donde te bajan los humos. Sus hermanos menores imitaban a Billy cuando le ofrecía a su padre un cigarrillo. «Tome un Pall Mall, señor Sellers», sacando un paquete imaginario. Aquella voz afectada, aquellos gestos zalameros, hacían parecer a Billy un tanto estúpido. «El Bobito»: así le llamaban. Primero fue «Billy el Tonto», después simplemente «el Bobito».
—Ya está bien de molestar a vuestra hermana —dijo un día el padre de Rhea. Después, empezó él, con una pregunta de carácter práctico—: ¿Tienes intención de seguir trabajando en la zapatería?
Rhea dijo:
—¿Por qué?
—No, por nada. Es que a lo mejor te hace falta.
—¿Para qué?
—Para mantener a ese muchacho. Cuando se muera su madre y hunda el negocio.
Y Billy Doud no paraba de decir cuánto admiraba al padre de Rhea. Hay que ver, decía, los hombres como tu padre, que trabajan tanto. Sólo para seguir adelante, sin esperar nada más. Y, encima, tan buenas personas, con tan buen carácter. El mundo le debe mucho a los hombres como él.
Billy Doud, Rhea, Wayne y Lucille salían del baile alrededor de medianoche e iban en dos coches hasta el aparcamiento, situado al final de un camino de tierra en las escarpas del lago Hurón. Billy ponía la radio, baja. Siempre la tenía encendida, incluso cuando le estaba contando a Rhea una historia complicada. Las historias que contaba eran sobre su vida en la universidad, sobre fiestas y bromas y aventuras tremendas en las que a veces había intervenido la policía. Siempre tenían algo que ver con la bebida. Una vez, alguien que estaba borracho vomitó por la ventanilla de un coche, y el alcohol que había tomado era tan nocivo que desapareció la pintura de un lado. Rhea no conocía a los personajes de aquellos relatos, salvo a Wayne. A veces surgían nombres de chicas, y entonces ella le interrumpía. Había visto a Billy cuando volvió de la universidad, durante años, con chicas que llevaban una ropa o que tenían un aspecto, un aire de fragilidad o de confianza, que siempre le habían llamado la atención, y por eso tenía que preguntarle: Claire, ¿era la del sombrerito con velo y los guantes morados? ¿La que vi en la iglesia? ¿Quién era la de la melena pelirroja y el abrigo de pelo de camello? ¿Y la que llevaba botas de terciopelo con el borde de piel?
Por lo general, Billy no se acordaba, y si le contaba más detalles sobre aquellas chicas, no solían ser demasiado lisonjeros.
Cuando estacionaba el coche, y a veces incluso cuando iba conduciendo, Billy rodeaba a Rhea por los hombros, la apretaba contra sí. Una promesa. También brotaban las promesas mientras bailaban. Entonces, él no tenía demasiado orgullo y le acariciaba las mejillas con la boca o dejaba caer una serie de besos sobre su pelo. Los besos en el coche eran más rápidos, y su velocidad y su ritmo, y los ruiditos con que los acompañaba en ocasiones, le indicaban que eran bromas, o al menos en parte. Billy le tamborileaba con los dedos, en las rodillas, en la parte superior de los pechos, con murmullos de admiración, y se reñía a sí mismo, o a Rhea, y decía que debía tener las manos quietas.
—Eres tú la mala —decía. Apretaba con fuerza los labios contra los de Rhea como si fuera su obligación mantener cerrada la boca de los dos.
»Cómo me tientas—decía, con una voz que no era la suya, sino la de algún actor de cine repeinado y lánguido, y deslizaba una mano entre las piernas de Rhea, le tocaba la piel por encima de las medias, y de repente daba un respingo, se echaba a reír, como si estuviera demasiado caliente allí, o demasiado fría.
»¿Qué tal andará Wayne? —decía.
Tenían una norma, consistente en que, pasado un rato, o Wayne o él tocaban la bocina y el otro tenía que contestar. Aquel juego —Rhea no comprendía que era una competición, ni qué clase de competición— acababa por acaparar toda su atención. «¿Qué te parece?», le decía, escrutando la oscuridad para ver el coche de Wayne. «¿Qué te parece? ¿Le doy un bocinazo al muchacho?»
En el camino de vuelta a Carstairs, cuando se dirigían a casa de Monk, Rhea sentía deseos de llorar, por ninguna razón concreta, y los brazos y las piernas como si les hubieran puesto cemento. A solas, se hubiera dormido inmediatamente, pero no podía quedarse sola porque a Lucille le daba miedo la oscuridad, y cuando Billy y Wayne entraban en la casa, le hacía compañía.
Lucille era una chica delgada, rubia, de estómago delicado, períodos irregulares y piel sensible. Los caprichos de su cuerpo le fascinaban y lo trataba como si fuera un animalito díscolo pero valioso. Siempre llevaba aceite para niños en el bolso y se lo ponía en la cara, irritada por los cañones de la barba de Wayne. El coche olía a aceite para niños y a algo más, como a masa de pan.
—Cuando nos casemos le obligaré a que se afeite —dijo Lucille—. Justo antes.
Billy Doud le había contado a Rhea que Wayne le había dicho que le había sido fiel a Lucille todo aquel tiempo y que iba a casarse con ella, porque sería buena esposa. Que no era la chica más guapa del mundo y, desde luego, tampoco la más lista, y que por esa razón siempre se sentiría seguro en su matrimonio. Lucille no dispondría de demasiada fuerza para negociar, dijo. Y además, no estaba acostumbrada a tener mucho dinero.
—Algunos pensarán que es una actitud cínica —dijo Billy—. Pero otros, que es realista. El hijo de un sacerdote tiene que ser realista, tiene que buscarse su forma de vida. Y en fin, Wayne es Wayne.
—Wayne es Wayne —repitió, satisfecho y solemne.
Un día, Lucille le dijo a Rhea:
—¿Y tú? ¿Te estás acostumbrando a eso?
—Sí, sí —dijo Rhea.
—Dicen que es mejor sin gomas. Supongo que lo sabré cuando me case.
A Rhea le dio demasiada vergüenza admitir que no había entendido inmediatamente a qué se refería.
Lucille dijo que cuando se casara utilizaría cremas. Rhea pensó que parecía que estaba hablando de un postre, pero no se rió, porque Lucille se lo habría tomado como un insulto. Lucille se puso a hablar del terrible problema que se había planteado con su boda, si las damas de honor llevarían pamelas o guirnaldas de capullos de rosa. Ella quería capullos y creía que estaba todo decidido, pero de repente la hermana de Wayne se hizo una permanente y le quedó mal. Resultaba que quería llevar sombrero para taparla.
—Y ni siquiera es amiga mía. Estará en la boda porque es su hermana y yo no puedo darle de lado, pero es una persona muy egoísta.
Por el egoísmo de la hermana de Wayne, a Lucille le había salido urticaria.
Bajaron las ventanillas para que entrase el aire. Afuera estaban la noche y el río que se perdía de vista, con el agua al nivel más bajo en aquella época, entre las grandes piedras blancas, y el canto de las ranas y los grillos, los caminos de tierra que no conducían a ninguna parte con un leve brillo, y la tribuna medio derruida de la antigua feria como una torre esquelética, absurda. Rhea sabía que todo aquello estaba allí, pero no podía prestarle atención. Se lo impedía algo más que la charla de Lucille, algo más que los sombreros de la boda. Tenía suerte: la había elegido Billy Doud, una chica prometida confiaba en ella, su vida tomaba un giro quizá mejor de lo que nadie hubiera predicho. Pero en un momento como aquel, podía sentirse aislada y confusa, como si hubiera perdido algo en lugar de ganarlo. Como si la hubieran desterrado. ¿De dónde?
Wayne levantó la mano desde el otro extremo de la habitación, para preguntarle si tenía sed. Le llevó otra botella de Coca-Cola y se sentó en el suelo, a su lado.
—¡O me siento o me caigo! —dijo.
Rhea comprendió desde el primer sorbo, o simplemente al olerlo, o incluso antes, que en el vaso había algo más que Coca-Cola. Pensó que no se la bebería toda, ni siquiera la mitad. Le daría un traguito de vez en cuando, para demostrarle a Wayne que no la había engañado.
—¿Está bien? —dijo Wayne—. ¿Es lo que te gusta beber?
—Sí, sí —dijo Rhea—. A mí me gusta beber de todo.
—¿De todo? Estupendo. Parece que eres la chica ideal para Billy Doud.
—¿Bebe mucho? —dijo Rhea—. O sea, Billy.
—Vamos a ver —dijo Wayne—. ¿Es el papa judío? No. Un momento. Jesucristo, ¿era católico? No. Sigamos. No quisiera que pensaras lo que no es. Y tampoco quiero ponerme en plan médico. ¿Es Billy un borracho? ¿Es alcohólico? ¿Es un gilhólico? ¿O sea, un gilipoalcohólico? No, tampoco vale. Se me había olvidado con quién estaba hablando. Perdona. Olvídalo, por favor.
Pronunció estas palabras con dos voces extrañas: una artificialmente alta, monótona; la otra bronca y seria. Rhea pensó que nunca le había oído decir tantas cosas, en ningún tono de voz. Normalmente era Billy quien hablaba. Wayne soltaba una palabra de vez en cuando, una palabra sin importancia que parecía importante por el tono en que la pronunciaba. Y sin embargo, muchas veces era un tono hueco, neutro, y su mirada inexpresiva. Eso ponía nerviosa a la gente. Parecía como si intentara dominar su desprecio. Rhea había visto a Billy estirar interminablemente una historia, cambiarla, darle otro matiz, sólo para conseguir que Wayne emitiese un gruñido de aprobación, un ladrido absolutorio.
—Espero que no llegues a la conclusión de que Billy me cae mal —dijo Wayne—. No, no. No quisiera que pensaras eso.
—Pero no te cae bien —dijo Rhea con satisfacción—. Te cae fatal.
La satisfacción se debía al hecho de que estuviera respondiendo a Wayne. Le estaba mirando a los ojos. Nada más que eso. Porque también a ella la había puesto nerviosa. Wayne era una de esas personas que causan una impresión que no justifican ni su altura ni su cara ni ningún otro detalle. No era muy alto, y su cuerpo compacto seguramente fue rechoncho en la niñez y podría volver a serlo. Tenía la cara cuadrada, pálida salvo por la sombra azulenca de la barba que le hacía daño a Lucille, el pelo negro, muy liso y fino y a veces se le caía sobre la frente.
—¿No? —dijo él con sorpresa—. ¿No me cae bien? ¿Cómo es posible? Si Billy es una persona encantadora. Mírale, bebiendo y jugando a las cartas con la gente normal y corriente. ¿No es estupendo? ¿O a veces te parece un poco raro que alguien sea tan estupendo todo el tiempo? Todo el tiempo. Yo sólo le he visto meter la pata en una ocasión, y es cuando se pone a hablar de alguna de sus antiguas novias. No me digas que tú no te has dado cuenta.
Tenía la mano en la mecedora de Rhea. Estaba meciéndola.
Ella se echó a reír, mareada por el movimiento o quizá porque Wayne había dicho la verdad. Según Billy, a la chica del velo y los guantes morados le olía el aliento a tabaco, otra decía palabrotas cuando se emborrachaba y otra tenía una infección de la piel, un hongo, debajo de los brazos. Billy le había contado aquellas cosas a Rhea con aire contrito, pero al hablar del hongo soltó una risita. Involuntariamente, con gratificación culpable, pero se rió.
—Pone a esas pobres chicas que no hay por donde cogerlas —dijo Wayne—. Las piernas velludas. La ha-li-to-sis. ¿A ti no te pone nerviosa? Pero claro, tú eres muy limpia y aseada. Seguro que te afeitas las piernas todas las noches. —Le pasó la mano por una pierna que, afortunadamente, se había afeitado antes de ir al baile—. ¿O te das eso que derrite el vello? ¿Cómo se llama?
—Es una crema.
—Ah, una crema. ¿Pero no huele mal? ¿Como a moho o a levadura o algo? ¿Te estoy avergonzando? Debería ser un caballero e ir a buscarte algo más de beber.
—Esto casi no tiene whisky —dijo, a propósito de la siguiente Coca-Cola que le llevó—. No te sentará mal.
Rhea pensó que lo primero era probablemente mentira, pero lo segundo cierto. Nada podía sentarle mal. Y con ella no se desperdiciaba nada. No pensaba que Wayne tuviera buenas intenciones, pero de todos modos se estaba divirtiendo. Había desaparecido la confusión, el desconcierto que sentía cuando estaba con Billy. Tenía ganas de reír con todo lo que decía Wayne, o con lo que decía ella. Se sentía segura.
—Qué casa tan rara —dijo.
—¿Por qué? —dijo Wayne—. ¿Qué tiene de raro esta casa? Aquí la única rara eres tú.
Rhea le miró la cabeza bamboleante, de pelo negro, y se echó a reír porque le recordó a un perro. Era inteligente pero tenía una tozudez rayana en la estupidez. En aquel momento, se golpeaba la cabeza contra la rodilla de Rhea y la sacudía para retirarse el pelo de los ojos con la tozudez de un perro y también con cierto aire de aflicción.
Ella le explicó, con muchas interrupciones para reírse ante la posibilidad de explicarlo, que lo raro era la cortina de metal del rincón. Dijo que pensaba que había un montaplatos detrás que subía y bajaba del sótano.
—Podríamos acurrucarnos dentro —dijo Wayne—. ¿Probamos? Billy podría soltar la cuerda.
Rhea volvió a buscar la camisa blanca de Billy. Que ella supiera, no se había dado la vuelta para mirarla ni una sola vez desde que se sentara. Wayne estaba justo enfrente de ella, de modo que si Billy se daba la vuelta no vería que tenía un zapato colgando del pie y que Wayne le estaba rozando la planta con los dedos. Dijo que primero tenía que ir al baño.
—Te acompaño —dijo Wayne.
Se aferró a sus piernas para incorporarse. Rhea le dijo:
—Estás borracho.
—No soy yo el único.
En la casa de los Monk había un retrete —en realidad un cuarto de baño— junto a la entrada trasera. La bañera estaba llena de cajas de cerveza, no enfriándose, sino simplemente guardadas allí. La cisterna del retrete funcionaba bien. Rhea temía lo contrario, porque daba la impresión de que a la última persona no le había funcionado.
Se miró la cara en el espejo que había encima del lavabo y habló con ella, con osadía y expresión de aprobación. «Déjale», dijo. «Déjale.» Apagó la luz y salió al oscuro pasillo. Unas manos la recogieron en seguida, y la guiaron e impulsaron para que saliera por la puerta de atrás. Contra la pared de la casa, Wayne y ella se empujaron y se abrazaron y se besaron. En tal tesitura, tuvo la sensación de que la abrían y la estrujaban, la volvían a abrir, a estrujar y a cerrar, como un acordeón. Además, estaba recibiendo un aviso, algo lejano, sin relación con lo que estaban haciendo Wayne y ella. Una especie de amontonamiento, de bufido, dentro o fuera de ella, que intentaba hacerse comprender.
Había llegado el perro de los Monk y estaba olisqueando entre ellos. Wayne sabía cómo se llamaba.
—¡Bájate, Rory! ¡Bájate, Rory! —gritó, mientras tiraba del can-can de Rhea.
El aviso provenía de su estómago, que estaba comprimido contra la pared. Se abrió la puerta trasera, Wayne le dijo algo claramente al oído—nunca sabría cuál de las dos cosas ocurrió antes—, de repente se liberó y se puso a vomitar. No tenía intención de vomitar hasta que empezó a hacerlo. Después se apoyó en el suelo, con las manos y las rodillas, y vomitó hasta que sintió el estómago retorcido, como un trapo podrido. Cuando terminó, tiritaba como si tuviera fiebre, y el vestido y el can-can estaban húmedos de vómito.
Alguien —no Wayne— la levantó y le limpió la cara con el bajo del vestido.
—Cierra la boca y respira por la nariz —dijo la señora Monk—. Tú, fuera de aquí —le dijo a Wayne o a Rory. Dio todas las órdenes en el mismo tono, sin simpatía ni reproche. Llevó a Rhea al otro lado de la casa, al camión de su marido, y la izó hasta un asiento.
Rhea dijo:
—Billy.
—Ya se lo explicaré a Billy. Le diré que estabas cansada. No intentes hablar.
—Ya no voy a devolver más —dijo Rhea.
—Nunca se sabe —dijo la señora Monk, dando marcha atrás para salir a la carretera. Llevó a Rhea colina arriba y la dejó en el jardín de su casa sin añadir palabra. Cuando paró el camión, dijo—: Ten cuidado al bajar. Hay más distancia que en un coche.
Rhea entró en la casa, se metió en el cuarto de baño sin cerrar la puerta, se quitó los zapatos en la cocina, subió la escalera, hizo un rebuño con el vestido y el can-can y lo escondió bajo la cama.
El padre de Rhea se levantó temprano para recoger los huevos y prepararse para ir a Hamilton, como cada segundo domingo de mes. Los chicos irían con él; podían subirse en la trasera del camión. Rhea no los acompañaría, porque no había sitio en el asiento delantero. Su padre iba a llevar a la señora Corey, cuyo marido estaba en el mismo hospital que la madre de Rhea. Cuando llevaba a la señora Corey, se ponía camisa y corbata, porque a veces comían en un restaurante al volver a casa.
Llamó a la puerta de la habitación de Rhea para decirle que se marchaban.
—Si te aburres, puedes limpiar los huevos que hay en la mesa —dijo.
Llegó a la escalera y volvió. Gritó por la puerta entreabierta:
—¡Bebe mucha agua!
Rhea sintió deseos de chillarles a todos que se fueran de la casa. Tenía cosas sobre las que reflexionar, cosas que no podían quedar libres en su mente a causa de la presión de la gente. Eso le había producido un dolor de cabeza tan espantoso. Después de oír cómo se desvanecía el ruido del camión por la carretera, salió de la cama con cuidado, bajó las escaleras con igual cuidado, se tomó tres aspirinas, bebió toda el agua que pudo, midió el café y lo puso en la cafetera sin mirar hacia abajo.
Los huevos estaban sobre la mesa, en cestas. Tenían manchas de estiércol de gallina y trozos de paja pegados, que habría que quitar frotando con una esponja de acero.
¿Qué cosas? Palabras, sobre todo. Las palabras que le había dicho Wayne cuando la señora Monk salía por la puerta trasera.
Me gustaría follarte si no fueras tan fea.
Se vistió y cuando el café estuvo listo, se sirvió una taza y salió al porche lateral, inundado por la oscura sombra de la mañana. Las aspirinas empezaron a hacerle efecto y en lugar de dolor de cabeza sintió como un espacio en el cerebro, un espacio claro y precario rodeado por un leve zumbido.
No era fea. Sabía que no lo era. Aunque, ¿cómo podía estar segura?
Pero si era fea, ¿habría salido Billy Doud con ella? Billy se preciaba de ser amable.
Pero Wayne estaba muy borracho cuando se lo dijo. Los borrachos dicen la verdad.
Menos mal que no iba a ver a su madre aquel día. Si llegaba a sonsacarle lo que le pasaba —y Rhea no podía tener la certeza de que no lo hiciera—, querría que Wayne recibiera un escarmiento. Sería capaz de llamar a su padre, el sacerdote. Lo que la encolerizaría sería la palabra «follar». No comprendería el asunto en absoluto.
El padre de Rhea reaccionaría de una forma más complicada. Culparía a Billy por haberla llevado a un sitio como la casa de Monk. Billy y los amigotes de Billy. Se enfadaría por lo del follar, pero en realidad se avergonzaría de Rhea. Siempre sentiría vergüenza de que un hombre la hubiera llamado fea.
No se puede intentar que los padres comprendan las verdaderas humillaciones.
Sabía que no era fea. ¿Cómo podía saber que no era fea?
No pensó ni en Billy ni en Wayne, ni en lo que podría ocurrir entre ellos. Todavía no le interesaban demasiado las demás personas. Pensó que Wayne lo había dicho con su tono de voz normal.
No quería volver a casa, para tener que ver las cestas llenas de huevos sucios. Echó a andar por el sendero, haciendo muecas de dolor con la luz del sol, bajando la cabeza entre una isla de sombra y la siguiente. Allí, cada árbol era distinto, y cada uno representaba un hito cuando le preguntaba a su madre hasta dónde podía llegar para ir a buscar a su padre cuando volvía del pueblo. Hasta el espino, hasta el haya, hasta el arce. Su padre se paraba y la dejaba que se subiera en el estribo.
Alguien tocó la bocina de un coche en la carretera. Alguien que la conocía, o simplemente un hombre que pasaba. Rhea quería perderse de vista, así que atravesó el sembrado que los pollos habían picoteado, dejándolo vacío y con una capa de excrementos. En uno de los árboles del extremo sus hermanos habían construido una cabaña. No era más que una plataforma, con tablones clavados al tronco para poder subir. Eso hizo Rhea: subió y se sentó en la plataforma. Observó que sus hermanos habían abierto ventanas entre las hojas, para espiar. En la carretera vio varios coches que llevaban niños del campo a la catequesis de la iglesia anabaptista. Los que iban en los coches no podían verla a ella. No la descubrirían ni Billy ni Wayne, si por casualidad venían a darle explicaciones, a acusarla de algo o a pedir excusas.
En la otra dirección divisó los destellos del río y una parte de la antigua feria. Desde allí resultaba fácil distinguirla, entre la hierba, con la pista de carreras.
Vio a una persona que seguía el contorno de la pista. Era Eunie Morgan en pijama. Estaba recorriendo la pista, con un pijama de color claro, quizá rosa pálido, a las nueve y media de la mañana. Siguió andando hasta la curva y bajó hacia donde antes estaba el sendero de la orilla del río. Allí quedó oculta por los arbustos.
Eunie Morgan con su pelo blanco disparado, el pelo y el pijama reflejando la luz. Como un ángel con plumas. Pero con sus andares de costumbre, torpes y enérgicos, la cabeza echada hacia adelante, los brazos colgando. Rhea no comprendía qué podía hacer allí. No se había enterado de su desaparición. Verla se le antojó extraño y natural a la vez.
Recordó que en los días calurosos de verano pensaba que el pelo de Eunie se parecía a una bola de nieve o a unas tiras de hielo conservadas desde el invierno, y que quería frotarse la cara contra él para refrescarse.
También recordó la hierba caliente y el ajo y la sensación de pavor cuando se transformaban en Toms.
Volvió y llamó por teléfono a Wayne. Contaba con que él estuviera en casa y el resto de la familia en la iglesia.
—Quiero preguntarte una cosa, pero no por teléfono —le dijo—. Mi padre y los chicos han ido a Hamilton.
Cuando llegó Wayne Rhea estaba en el porche limpiando huevos.
—Quiero saber a qué te referías —dijo.
—¿Con qué? —dijo Wayne.
Rhea lo miró y mantuvo la mirada, con un huevo en una mano y una esponja de acero en la otra. Él tenía un pie en el escalón de abajo, la mano en la barandilla. Quería subir, apartarse del sol, pero ella le impedía el paso.
—Estaba borracho —dijo—. No eres fea.
Rhea dijo:
—Eso ya lo sé.
—Estaba borracho. Era una broma.
Rhea dijo:
—No quieres casarte con ella. Con Lucille.
Él se apoyó en la barandilla. Rhea pensó que iba a vomitar. Pero se recuperó y probó a levantar las cejas, con su sonrisa desalentadora.
—¿De verdad? ¿Y qué me aconsejas?
—Que le escribas una nota —dijo Rhea, como si se lo hubiera preguntado en serio—. Súbete en el coche y vete a Calgary.
—Así de sencillo.
—Si quieres, voy contigo a Toronto. Me dejas allí y me quedaré en la residencia de chicas hasta que encuentre un trabajo.
Eso era lo que tenía intención de hacer. Siempre juraría que eso era lo que tenía intención de hacer. Se sentía más libre y más deslumbrada por sí misma que la noche anterior, cuando estaba borracha. Le propuso aquello como si fuera lo más fácil del mundo. Tendrían que pasar días enteros —semanas, quizá— para que lo asimilara todo, lo que había dicho y hecho.
—¿Se te ha ocurrido mirar un mapa alguna vez? —dijo Wayne—. Para ir a Calgary no se pasa por Toronto. Hay que cruzar la frontera en Sarnia, pasar por Estados Unidos, hasta Winnipeg, y después se llega a Calgary.
—Pues entonces me dejas en Winnipeg. Mejor.
—Una pregunta —dijo Wayne—. ¿Te has hecho una prueba de cordura últimamente?
Rhea no se movió ni sonrió.
—No —dijo.
Eunie volvía a su casa cuando Rhea la vio. A Eunie le sorprendió que el sendero de la orilla del río no estuviera despejado, como esperaba, sino lleno de zarzas. Cuando entró en su jardín llevaba arañazos y manchas de sangre en los brazos y la frente y trocitos de hojas prendidos del pelo. También tenía un lado de la cara sucio, de haberla apretado contra el suelo.
En la cocina, encontró reunidos a su madre, su padre, su tía Muriel Martin, Norman Coombs, el comisario de policía, y Billy Doud. Después de que su madre telefoneara a la tía Muriel, su padre pareció reaccionar y dijo que iba a llamar al señor Doud. Había trabajado en la fábrica cuando era joven y recordaba que siempre avisaban al señor Doud, el padre de Billy, cuando había cualquier emergencia.
—Está muerto —dijo la madre de Eunie—. ¿Y si la llamas a ella? —(Se refería a la señora Doud, que tenía muy mal genio). Pero de todos modos, el padre de Eunie telefoneó y habló con Billy Doud, que todavía no se había acostado.
Cuando llegó la tía Muriel, telefoneó al comisario. Él dijo que bajaría en cuanto se vistiera y desayunara. Tardó bastante. Le desagradaba cualquier cosa complicada o subversiva, cualquier cosa que le obligase a tomar decisiones por las que después pudieran criticarle o que le dejaran en ridículo. De todas las personas que esperaban en la cocina, quizá fuera él quien más se alegró de ver a Eunie sana y salva y de oír la historia que contó. Aquello no era de su competencia. No había nada que averiguar ni nadie a quien acusar.
Eunie explicó que se le habían acercado tres niños en el jardín, a medianoche. Le dijeron que querían enseñarle una cosa. Ella les preguntó qué era y qué hacían allí tan tarde. No recordaba qué le contestaron.
Se dio cuenta de que se la llevaban sin siquiera haber aceptado. Pasaron por el agujero de la cerca en el extremo del jardín y por el sendero de la orilla del río. Le sorprendió ver lo despejado que estaba: no iba por allí desde hacía años.
Eran dos niños y una niña. Parecían tener entre nueve y once años y los tres llevaban la misma ropa, unos pantalones de sarga con peto. Todos pulcros y aseados, como recién salidos del baño. Tenían el pelo castaño claro, liso y brillante. Eran encantadores, limpios, educados. Pero, ¿cómo pudo ver de qué color tenían el pelo y de qué tela eran los petos? No había cogido la linterna al salir de casa. Ellos debían de llevar alguna luz, o esa era la impresión que le dio, pero no sabía qué exactamente.
La llevaron por el sendero y por la antigua feria. Después entraron en su tienda de campaña. Pero no creía haber visto la tienda por fuera, sino que de repente se encontró dentro, y vio que era blanca, muy alta y muy blanca, y que se agitaba como las velas de un barco. Además, estaba iluminada, pero tampoco sabía de dónde procedía la luz. Y una parte de la tienda, o del edificio o lo que fuera, parecía de cristal. Sí, seguro. De cristal verde, un verde muy claro, como si entre las velas hubiera paneles de vidrio. Posiblemente también el suelo era de cristal, porque iba descalza y notó algo suave y frío, y no era hierba, y mucho menos grava.
Más adelante, en el periódico apareció un dibujo de algo como un velero en una fuente. Pero según Eunie, no se trataba de un platillo volante, por lo menos cuando lo contó, inmediatamente después. Tampoco comentó nada sobre lo que apareció más tarde en letra impresa, en un libro de relatos sobre el tema, en el que contaban que habían recogido y analizado su cuerpo, tomado muestras de su sangre y demás fluidos, y apuntaban la posibilidad de que se hubieran llevado misteriosamente uno de sus huevos secretos, de que se hubiera producido la fertilización en una dimensión desconocida, de que hubiera habido un apareamiento sutil o explosivo pero, en cualquier caso, indescriptible, y que la corriente vital de los invasores hubiera absorbido los genes de Eunie.
La acomodaron en un asiento que ella no había visto; no podía decir si era una silla normal o un trono, y los niños se pusieron a tejer un velo a su alrededor. Se parecía a un mosquitero, ligero pero fuerte. Los tres se movían sin cesar, tejiendo, y ni una sola vez tropezaron entre sí. Para entonces Eunie se encontraba en tal estado que no podía preguntar nada. «¿Se puede saber qué estáis haciendo?» y «¿Cómo habéis llegado hasta aquí?» y «¿Dónde están vuestros padres?» eran preguntas que habían ido a parar a un lugar que no podía describir. Debieron de cantar o tararear algo que se le metió en la cabeza, algo precioso, tranquilizador. Y todo parecía absolutamente normal. Hubiera resultado tan absurdo preguntar como en una cocina normal y corriente decir: «¿Qué pinta ahí esa cacerola?»
Cuando se despertó, no tenía nada a su alrededor, ni encima. Estaba tumbada al sol, ya bien entrada la mañana. Sobre el duro suelo de la feria.
«Fantástico», dijo Billy Doud varias veces mientras observaba y escuchaba a Eunie. Nadie sabía a qué se refería exactamente. Olía a cerveza pero parecía sobrio y muy atento. Algo más que atento: podría decirse que hechizado. La extraña narración de Eunie, su cara sonrojada y sucia, su tono de voz un tanto arrogante, parecían complacerle en grado sumo. Quizá estuviera pensando, qué alivio, qué alegría. Encontrar en el mundo a alguien tan sosegado, tan absurdo, y encima tan cerca. Fantástico.
Su amor —la clase de amor que experimentaba Billy — podía dispararse para cubrir una necesidad de Eunie que ella misma ignoraba.
La tía Muriel dijo que había que llamar a los periódicos.
La madre de Eunie dijo:
—Pero Bill Proctor estará en la iglesia, ¿no?
Se refería al director del Argus, de Carstairs.
—Que zurzan a Bill Proctor —dijo la tía Muriel—. ¡Voy a llamar a The Free Press, de Londres!
Así lo hizo, pero no consiguió hablar con la persona indicada; sólo con una especie de vigilante, porque era domingo.
—¡Se arrepentirán! —dijo—. ¡Pienso llegar hasta The Star, de Toronto, y se les adelantarán!
Ella se hizo cargo de todo el asunto y Eunie la dejó. Eunie parecía satisfecha. Cuando terminó su relato, se quedó sentada con aire de indiferente satisfacción. No se le ocurrió pedirle a nadie que se hiciera cargo de ella e intentara protegerla, que le brindara respeto y cariño para lo que pudiera aguardarla de allí en adelante. Pero Billy Doud ya había decidido hacerlo.
Eunie gozó de cierta fama durante una temporada. Aparecieron periodistas, un escritor. Un fotógrafo hizo fotografías del terreno de la feria y sobre todo de la pista de carreras, donde supuestamente había dejado sus huellas la nave espacial. También hicieron una fotografía de la tribuna y aseguraron que se había desmoronado durante el aterrizaje.
El interés que despertó este tipo de narraciones llegó al punto culminante hace unos años; después fue disminuyendo gradualmente.
«¿Quién sabe lo que ocurriría de verdad?», decía el padre de Rhea en una carta que envió a Calgary. «Sólo hay una cosa segura: que Eunie Morgan no sacó un centavo de todo ello.»
La carta iba dirigida a Rhea. Poco después de llegar a Calgary, Wayne y ella se casaron. En aquella época había que estar casado para alquilar un apartamento juntos —al menos en Calgary— y, además, descubrieron que no querían vivir cada uno por su lado. Así ocurrió la mayor parte del tiempo, aunque a veces lo discutían —vivir separados— y amenazaban con ello. Incluso lo intentaron en un par de ocasiones, brevemente.
Wayne dejó el periódico y entró en televisión. Se le vio durante muchos años en el último noticiario, lloviera o nevara, en Parliament Hill, transmitiendo algún rumor o noticia. Después se dedicó a viajar a ciudades del extranjero, con la misma tarea, y a continuación llegó a ser uno de los que se quedan dentro de los estudios y discuten el significado de las noticias y quién miente.
(Eunie se aficionó mucho a la televisión, pero nunca veía a Wayne, porque detestaba que la gente se limitase a hablar: entonces siempre cambiaba a algo que estuviese ocurriendo en el momento.)
De nuevo en Carstairs para una corta estancia, Rhea pasea por el cementerio para ver quién se ha trasladado allí desde su última inspección y descubre el nombre de Lucille Flagg en una lápida. Pero no pasa nada; Lucille no ha muerto. Su marido sí, y a ella le han grabado su nombre y su fecha de nacimiento antes de tiempo. Hay mucha gente que hace lo mismo, porque el precio de la talla en piedra sube continuamente.
Rhea recuerda las pamelas y los capullos de rosa y siente una oleada de ternura hacia Lucille que nunca será correspondida.
Por entonces, Rhea y Wayne llevan viviendo juntos bastante más de la mitad de su vida. Han tenido tres hijos y, entre los dos, cinco veces más amantes. Y de repente, por sorpresa, toda aquella turbulencia y fecundidad, todas aquellas expectativas, inciertas pero vivas, han quedado atrás, y Rhea sabe que han empezado a envejecer. Allí mismo, en el cementerio, dice en voz alta:
—No puedo acostumbrarme.
Van a ver a los Doud quienes, en cierto modo, son amigos suyos, y las dos parejas llegan en coche adonde está la antigua feria.
Rhea vuelve a decir lo mismo.
Todas las casas del río han desaparecido. La de los Morgan, la de los Monk: no queda ni rastro de aquel primer núcleo, tan erróneamente elegido. Es ahora una llanura pantanosa, bajo el control de las autoridades del río Peregrine. Ya no se puede construir nada allí. Un espacioso aparcamiento, una ribera yerma y civilizada: no queda nada, salvo unos cuantos árboles viejos, con las hojas aún verdes pero agobiadas por una difusa bruma dorada que impregna el aire en una tarde de septiembre de hace pocos años, antes de finales de siglo.
—No puedo acostumbrarme —dice Rhea.
Tienen el pelo blanco, los cuatro. Rhea es una mujer delgada y ágil, cuya actitud vivaz y convincente le ha servido de mucho a la hora de dar clase de inglés como segundo idioma. Wayne también está delgado y tiene una cuidada barba blanca y ademanes delicados. Cuando no aparece en televisión, puede recordar a un monje tibetano. Ante las cámaras, se vuelve cáustico, incluso brutal.
Los Doud son grandones, imponentes y de piel fresca, con un saludable acolchado de grasa.
Billy Doud sonríe ante la vehemencia de Rhea y mira a su alrededor distraídamente, asintiendo.
—El tiempo pasa —dice.
Da unas palmaditas en la ancha espalda de su mujer, en respuesta a un leve gruñido que los demás no han oído. Le dice que volverán a casa dentro de unos minutos, que no se perderá el programa que ve todas las tardes.
El padre de Rhea tenía razón. Eunie no sacó dinero de sus experiencias. Y también acertó en su predicción sobre Billy Doud. Tras la muerte de su madre empezaron a multiplicarse los problemas y vendió la fábrica. Al poco tiempo, los que la habían comprado la vendieron a su vez y se cerró. Ya no se fabricaban pianos en Carstairs. Billy se fue a Toronto y encontró un trabajo que, según el padre de Rhea, tenía algo que ver con esquizofrénicos, drogadictos o cristianos.
En realidad, Billy trabajaba en una cooperativa de viviendas, y Wayne y Rhea lo sabían. Billy había mantenido la amistad. También había mantenido su amistad especial con Eunie. La contrató para que cuidara a su hermana Bea cuando ésta empezó a beber demasiado para cuidar de sí misma. (Billy ya no bebía.)
Cuando murió Bea, Billy heredó la casa y la transformó en un asilo para ancianos e inválidos que no fueran ni demasiado ancianos ni estuvieran demasiado inválidos como para tener que quedarse en cama. Quería que fuera un lugar en el que se les ofreciera comodidad, cariño y entretenimiento. Volvió a Carstairs y se puso manos a la obra.
Le pidió a Eunie Morgan que se casara con él.
—No querría que pasara nada allí, nada —dijo Eunie.
—¡Ay, Eunie! —dijo Billy—. Ay, mi querida Eunie.
Secretos a voces (1994)
Traducción: Flora Casas
Buenos Aires, RBA, 2010
Foto  posters polacos

No hay comentarios:

Publicar un comentario