—No te preocupes —consoló por teléfono a la enferma ante sus disculpas—. No porque una cumpla veinte años tiene que hacer algo especial.
En realidad, la decepción no había sido muy grande. Y una de las razones era que, días atrás, había tenido una seria disputa con su novio, la persona con quien debería de haber pasado la noche de su cumpleaños. Salían juntos desde la época del instituto y la pelea había empezado por una tontería. Pero la historia se había complicado de manera insospechada y, tras corresponder a una palabra ofensiva con otra insultante, y viceversa, ella sintió que se habían roto de manera irreversible los lazos que los unían. En su corazón, algo se había endurecido como una piedra y había muerto. Después de la pelea, él no la había llamado y a ella tampoco le apeteció llamarlo a él.
Trabajaba en un restaurante italiano bastante conocido de Roppongi[1]. El local databa de mediados de los sesenta y su cocina, pese a carecer del ingenio de la cocina de vanguardia, era excelente, con lo que uno no se hartaba de comer allí. El ambiente era tranquilo y relajado, nada agobiante. La clientela habitual la componían, más que jóvenes, gente madura y, entre ella, se contaban algunos escritores y actores famosos, cosa nada de extrañar en aquella zona.
Dos camareros fijos trabajaban seis días a la semana. Ella y otra estudiante trabajaban a tiempo parcial, por turno, tres días a la semana cada una. Además había un encargado. Y una mujer delgada de mediana edad que se sentaba tras la caja registradora. Se decía que la mujer llevaba en el mismo sitio desde la inauguración del local. Apenas se alzaba de su asiento, como la patética abuela de La pequeña Dorrit de Dickens. Cobraba y se ponía al teléfono. No tenía otra función. No abría la boca si no era estrictamente necesario. Siempre vestía de negro. Su apariencia era dura, fría y, de estar flotando en el mar de noche, el barco que hubiese chocado con ella seguro que se habría hundido.
El encargado rondaba la cincuentena. Era alto, ancho de espaldas, posiblemente, de joven, había sido deportista. Ahora empezaba a echar barriga y papada. El pelo, corto y duro, le clareaba un poco por la coronilla. Lo envolvía, en silencio y soledad, el olor propio de los solterones. Un olor a caramelos de eucalipto y papeles de periódico guardados juntos en un cajón. Un tío soltero de la chica olía de la misma forma.
El encargado vestía traje negro, camisa blanca y llevaba pajarita. No una de esas de corchete, sino de las que se anudan de verdad. Era muy diestro y podía hacerse el lazo sin mirar al espejo. Para él, eso era un motivo de orgullo. Su trabajo consistía en controlar las entradas y salidas de la clientela, saber cómo iban las reservas, conocer el nombre de los clientes habituales, saludarlos sonriente cuando venían, escuchar con aire sumiso las posibles quejas, responder con la mayor precisión posible a las preguntas especializadas sobre vinos y supervisar el trabajo de los camareros. Desempeñaba su labor, día tras día, con eficacia. Otra de sus funciones era llevarle la cena al propietario del local.
—El dueño tenía una habitación en la sexta planta del mismo edificio. No sé si vivía allí o si la utilizaba como despacho —dice ella.
Ella y yo hemos empezado a hablar por casualidad sobre nuestro vigésimo cumpleaños. Sobre cómo pasamos el día y demás. La mayoría de la gente recuerda muy bien el día en que cumplió los veinte años. Ella hace más de diez años que los ha cumplido.
—Pero el dueño, vete a saber por qué, no aparecía nunca por el restaurante. El único que lo veía era el encargado, solamente él le llevaba la comida. Los trabajadores subalternos ni siquiera sabíamos qué cara tenía.
—¿O sea que el propietario encargaba todos los días la comida a su propio restaurante?
—Pues sí —dice ella—. Todos los días, pasadas las ocho, el encargado le llevaba al dueño la cena a su habitación. Era la hora en que el local estaba más lleno y que el encargado desapareciera justo en ese momento suponía un problema, pero no había nada que hacer. Así había sido desde siempre. El encargado ponía la comida en un carrito de esos del servicio de habitaciones de los hoteles, lo empujaba con aire sumiso hasta el ascensor, subía y, unos diez minutos después, regresaba con las manos vacías. Una hora más tarde volvía a subir y bajaba el carrito con los platos y vasos vacíos. Y eso se repetía, día tras día, de manera idéntica. La primera vez que lo vi me quedé de piedra. Parecía un ritual religioso. Pero después me acostumbré y dejé de prestarle atención.
El dueño comía siempre pollo. La manera de cocinarlo y las verduras de guarnición variaban según el día, pero tenía que ser pollo. Un cocinero joven me contó una vez que le había servido el mismo pollo asado una semana seguida para ver qué pasaba, pero que no le oyó una sola queja. Con todo, los cocineros intentan siempre idear nuevas recetas y los sucesivos chefs se imponían el reto de cocinar el pollo de todas las maneras posibles. Elaboraban salsas complicadas. Probaban el pollo de distintos proveedores. Pero todos sus esfuerzos resultaban tan inútiles como lanzar piedrecitas en el abismo de la nada. No había reacción alguna. Y todos acababan resignándose a cocinar, día tras día, un plato de pollo corriente y moliente. Que fuese pollo era todo lo que se les pedía.
El día de su vigésimo cumpleaños, un diecisiete de noviembre, la jornada laboral se inició como de costumbre. La llovizna que había empezado a caer a primeras horas de la tarde se convirtió, al anochecer, en un aguacero. A las cinco, el personal se reunía a escuchar las explicaciones del encargado sobre el menú del día. Los camareros debían aprendérselo palabra por palabra, sin llevar chuleta. Ternera a la milanesa, pasta con sardinas y col, mousse de castaña. A veces, el encargado hacía el papel de cliente y los camareros tenían que responder a sus preguntas. Luego comían lo que les servían. No fuera a ser que les sonaran las tripas mientras les anunciaban el menú a los clientes.
El restaurante abría a las seis, pero, debido al aguacero, aquel día los clientes se retrasaban. Incluso hubo quien canceló la reserva. Las mujeres detestan mojarse el vestido. El encargado mantenía los labios apretados con aspecto malhumorado y los camareros, para matar el tiempo, limpiaban los saleros o hablaban con el cocinero sobre la comida. Ella recorría con la mirada el comedor, ocupado sólo por una pareja, mientras escuchaba la música de clavicordio que sonaba a bajo volumen por los altavoces del techo. El profundo olor de la lluvia de finales de otoño invadía el comedor.
Eran las siete y media pasadas de la tarde cuando el encargado empezó a encontrarse mal. Se derrumbó tambaleante sobre una silla y permaneció unos instantes apretándose el vientre. Como si hubiese recibido en la barriga el impacto de una bala. Grasientas gotas de sudor le poblaban la frente.
—Creo que debería ir al hospital —dijo con voz pesada.
Era muy raro que se encontrara mal. Desde que empezó a trabajar en el restaurante, diez años atrás, no había faltado un solo día. Jamás había estado enfermo, nunca se había hecho daño. Ése era otro motivo de orgullo para el encargado. Pero su cara contraída por el dolor anunciaba que la cosa iba en serio.
Ella abrió un paraguas, salió a la calle principal y paró un taxi. Un camarero sostuvo al encargado hasta el taxi, lo ayudó a subir y lo llevó a un hospital cercano. Antes de montar en el taxi, el encargado le dijo a ella con voz ronca:
—A las ocho, lleva la cena a la habitación seiscientos cuatro. Sólo tienes que llamar al timbre, decir: «Aquí tiene su comida», y dejarla allí.
—La seiscientos cuatro, ¿verdad? —dijo ella.
—A las ocho en punto —insistió el encargado. Hizo otra mueca de dolor. La portezuela del taxi se cerró y él se fue.
Tras la marcha del encargado, siguió sin amainar la lluvia y los clientes continuaron llegando sólo de cuando en cuando. Únicamente había una o dos mesas ocupadas a la vez. Así que no representó ningún problema que el encargado y uno de los camareros se hubieran ido. Si se quiere, puede llamarse a eso buena suerte. No eran pocas las veces en que había tanto trabajo que les costaba controlar la situación aun estando todo el personal reunido.
A las ocho, cuando estuvo lista la cena del dueño, condujo el carrito hasta el ascensor, lo cargó dentro y subió al sexto piso. Un botellín de vino tinto descorchado, una cafetera llena, el plato del pollo, las verduras tibias de acompañamiento, pan y mantequilla: lo mismo de siempre. El denso olor de la carne llenó pronto el pequeño ascensor, mezclado con los efluvios de la lluvia. Al parecer, alguien había subido en el ascensor con el paraguas mojado ya que en el suelo había un pequeño charco.
Avanzó por el pasillo, se detuvo ante la puerta 604 y repitió para sí, una vez más, el número que le habían dado. El 604. Y tras un carraspeo, pulsó el timbre que había junto a la puerta.
Nadie respondió. Ella permaneció inmóvil ante la puerta unos veinte segundos. Cuando se disponía a pulsar el timbre de nuevo, la puerta se abrió hacia dentro, de repente, y apareció un anciano pequeño y delgado. Sería unos siete centímetros más bajo que ella. Llevaba traje oscuro y corbata. La camisa era de color blanco y la corbata tenía la tonalidad de la hojarasca. Pulcro, sin una arruga, el pelo cuidadosamente alisado, parecía listo para acudir a una fiesta de noche. Las profundas arrugas que le surcaban la frente hacían pensar en escondidos valles fotografiados desde el aire.
—Aquí tiene su cena —dijo ella con voz ronca. Y volvió a carraspear ligeramente. El nerviosismo siempre le enronquecía la voz.
—¿La cena?
—Sí. El señor encargado se ha sentido indispuesto de repente y le traigo yo la cena en su lugar.
—¡Ah, claro! —dijo el anciano, como si hablara para sí, con una mano apoyada en el pomo de la puerta—. Ya veo. ¿Así que se encuentra mal?
—Sí. Le ha empezado a doler el estómago de repente. Y ha ido al hospital. Dice que posiblemente se trate de apendicitis.
—¡Vaya! —exclamó el anciano—. ¡Qué mal!
Ella carraspeó.
—¿Desea el señor que le entre la cena?
—¡Ah, claro! —dijo el anciano—. Si tú quieres.
«¿Si yo quiero?», pensó ella. Vaya manera más extraña de hablar. ¿Qué diablos voy a querer yo?
El anciano abrió la puerta de par en par y ella empujó el carrito hacia dentro. Una alfombra gris de pelo corto cubría el suelo por completo y no era preciso quitarse los zapatos al entrar. Parecía más un despacho que una vivienda y se había acondicionado la habitación como un amplio estudio. Por la ventana se veía, tan cercana que casi parecía que pudiera tocarse, la Torre de Tokio[2] completamente iluminada. Ante la ventana había un gran escritorio y, junto a éste, un pequeño tresillo. El anciano señaló una mesita que había delante del sofá. Una mesita baja de superficie plastificada. Ella dispuso allí la cena. La blanca servilleta de tela y los cubiertos de plata. La cafetera y la taza de café, el vino y la copa, el pan y la mantequilla, y, por fin, el plato de pollo y la guarnición de verduras.
—Vendré a recogerlo todo dentro de una hora, señor. ¿Será tan amable de sacar los platos vacíos al pasillo como de costumbre? —preguntó ella.
El anciano contempló durante unos instantes con profundo interés la comida dispuesta sobre la mesita y, después, respondió como si se acordara de repente.
—¡Ah, claro! Los dejaré en el pasillo. En el carrito. Dentro de una hora. Si así lo quieres.
«Sí, en este momento, eso es lo que quiero», se dijo ella para sus adentros.
—¿Desea algo más el señor?
—No, nada más —respondió el anciano tras pensárselo unos instantes. Llevaba unos zapatos de piel de color negro, bruñidos y brillantes. Unos zapatos de pequeño tamaño, muy elegantes. «¡Qué bien vestido va!», pensó ella. «Y tiene muy buen porte para su edad».
—Entonces, con su permiso…
—No, espera un momento —dijo el anciano.
—Sí. ¿Qué desea?
—Oye, jovencita, ¿podrías dedicarme cinco minutos de tu tiempo? —preguntó el anciano—. Me gustaría hablar contigo.
«¿Jovencita?». Al oírlo, se ruborizó.
—Sí. Claro. No creo que haya problema. Es decir, si se trata de cinco minutos —dijo. ¡Pero si ella era una empleada suya que cobraba por horas! No se trataba de ofrecer o de quitarle el tiempo a nadie. Además, el anciano parecía una persona incapaz de hacerle daño.
—Por cierto, ¿cuántos años tienes? —preguntó el anciano, de pie al lado de la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola directamente a los ojos.
—Pues ahora tengo veinte —dijo ella.
—¿Ahora tienes veinte? —repitió el anciano. Y entrecerró los ojos como si estuviera atisbando por una rendija—. Eso de que ahora tienes veinte debe de significar que no hace mucho que los tienes, ¿verdad?
—Pues no, señor. Los acabo de cumplir. —Y, tras dudar unos instantes, añadió—: En realidad, hoy es mi cumpleaños.
—¡Ah, claro! —dijo el anciano acariciándose la barbilla como si quisiera convencerse de algo—. ¡Ah, claro! Ya veo. Así que hoy cumples veinte años.
Ella asintió en silencio.
—Justo hace veinte años que, en un día como hoy, tú viste la luz por primera vez.
—Pues sí, en efecto.
—¡Ya veo! ¡Ya veo! —exclamó el anciano—. ¡Qué bien! ¡Felicidades!
—Muchas gracias —dijo ella. Pensándolo bien, era la primera vez que la felicitaban aquel día. Claro que, al volver a su apartamento, tal vez encontrara un mensaje de sus padres desde Ōita en el contestador automático.
—Eso hay que celebrarlo —dijo el anciano—. Es algo magnífico. ¿Qué te parece, jovencita? ¿Brindamos con un poco de vino tinto?
—Muchas gracias. Es que estoy trabajando y…
—Por un poco de vino no pasa nada. Además, si te invito yo, nadie va a decirte nada. Sólo un sorbito, para celebrarlo.
El anciano extrajo el tapón de corcho, le sirvió a ella un poco de vino en la copa, sacó otra copa para él de un pequeño armario con puerta de cristal, una copa normal y corriente, y se la llenó de vino.
—¡Feliz cumpleaños! —dijo el anciano—. Que tu vida sea rica y fructífera. Que ninguna sombra la empañe jamás.
Brindaron los dos.
«Que ninguna sombra la empañe jamás». Repitió ella para sí las palabras del anciano. ¿Por qué hablaría aquel hombre de forma tan peculiar?
—Veinte años sólo se cumplen una vez en la vida. Y son algo tan valioso, jovencita, que no pueden ser reemplazados por nada.
—Sí —repuso ella. Y bebió, con cautela, un único sorbo de vino.
—Y tú, en un día tan importante como éste, me has traído la cena. Igual que un hada bondadosa.
—Yo me he limitado a hacer lo que me han dicho.
—Incluso así —dijo el anciano—. Incluso así. Hermosa jovencita.
El anciano se sentó en un sillón de piel que había delante del escritorio. Y le señaló el sofá. Ella se sentó en la punta del asiento, todavía con la copa de vino en la mano. Con las dos rodillas juntas, tiró del dobladillo de la falda. Y carraspeó. Miró cómo los gruesos goterones de lluvia trazaban líneas al otro lado del cristal. En la habitación reinaba un extraño silencio.
—Hoy cumples veinte años y, además, me has traído una magnífica comida caliente —dijo el anciano como si quisiera confirmarlo una vez más. Y dejó la copa sobre el escritorio con un golpecito—.¡Qué dichosa coincidencia! ¿No te parece?
Ella asintió, no muy convencida.
—Así, pues —dijo el anciano, palpándose el nudo de la corbata de tonalidad parecida a la hojarasca—, voy a hacerte un regalo, jovencita. Un día tan especial como el del vigésimo cumpleaños requiere un recuerdo también muy especial.
Ella sacudió precipitadamente la cabeza.
—¡Oh, no! No se moleste, se lo ruego. Yo sólo le he traído la cena porque así me lo han ordenado.
El anciano levantó ambas manos con las palmas vueltas hacia delante.
—¡Oh, no, no! Eres tú quien no debe preocuparse. Es un regalo que no tiene forma. No tiene valor. En fin —dijo posando ambas manos sobre la mesa. Y lanzó un suspiro—. En fin, que voy a satisfacer un ruego tuyo. Mi joven y preciosa hada. Voy a hacer que se cumpla un deseo. El que tú quieras. No importa cuál. Cualquier deseo que tengas. En el caso de que tengas alguno, por supuesto.
—¿Un deseo? —dijo ella con voz seca.
—Algo que tú quieras. Lo que tú desees, jovencita. De tenerlos, te concederé uno de tus deseos. Éste es el regalo de cumpleaños que puedo hacerte. Pero se trata sólo de uno, así que tienes que pensártelo muy, muy bien —dijo el anciano alzando un dedo en el aire—. Únicamente uno. Después no podrás cambiar de idea y echarte atrás.
Ella perdió el habla. ¿Un deseo? Impulsada por el viento, la lluvia azotaba a ráfagas los cristales con un sonido desigual. El silencio proseguía. Mientras, el anciano la miraba sin articular palabra. En el fondo de los oídos de ella resonaban los latidos irregulares de su corazón.
—¿Concederme algo que yo desee?
El anciano no respondió a su pregunta. Todavía con las manos unidas sobre el escritorio, se limitó a sonreír. Fue una sonrisa natural y amistosa.
—Jovencita, ¿tienes algún deseo? ¿O no? —dijo el anciano con voz serena.
Ella me mira de frente.
—Esto sucedió de veras. No me lo estoy inventando.
—No, claro que no —digo yo. Ella no es el tipo de persona que se inventa las cosas—. ¿Y qué deseo le pediste?
Ella mantiene por unos instantes la mirada fija en mí. Lanza un pequeño suspiro.
—No vayas a pensar que me creí a pies juntillas todo lo que me decía el anciano. Vamos, que yo, a los veinte años, no creía en cuentos de hadas. Claro que, aun suponiendo que se tratara de una broma que se había inventado sobre la marcha, no puede negarse que tenía su gracia. El anciano tenía mucha clase y yo decidí seguirle la corriente. Aquel día yo cumplía veinte años y no estaba nada mal que sucediera algo fuera de lo normal. No se trataba de si me lo creía o no. —Asiento en silencio—. ¿Entiendes cómo me sentía? El día de mi cumpleaños iba a acabar así, sin más. Sin que pasara nada, sin nadie que me felicitase, sirviendo tortellini con salsa de anchoas. ¡Y yo cumplía veinte años!
Asiento de nuevo.
—Te comprendo —digo.
—Así que formulé un deseo, tal como me decía —me cuenta ella.
El anciano permaneció unos instantes mirándola fijamente, sin decir palabra. Seguía con las manos posadas sobre el escritorio. Encima se amontonaban gruesas carpetas similares a libros de cuentas. También había utensilios para escribir, un calendario y una lámpara con la pantalla de color verde. Aquel par de manitas parecía formar parte del mobiliario. La lluvia seguía azotando los cristales de la ventana y, más allá, se veían borrosas las luces de la Torre de Tokio.
Las arrugas del anciano se hicieron un poco más profundas.
—¿O sea que éste es tu deseo?
—Sí.
—Es un deseo muy raro para una chica de tu edad —dijo el anciano—. Lo cierto es que me esperaba otro tipo de cosa.
—Si no puede ser, pediré algo distinto —dijo ella. Y carraspeó otra vez—. No importa. Pensaré en otra cosa.
—¡Oh, no, no! —dijo el anciano levantando ambas manos y agitándolas en el aire como si fueran una bandera—. No hay ningún problema. En absoluto. Sólo que me has pillado por sorpresa, jovencita. ¿Seguro que no deseas nada distinto? Como, por ejemplo, ser más hermosa, o más inteligente, o rica. ¿No te importa no pedir una cosa de esas? ¿Uno de los deseos que pediría cualquier chica de tu edad?
Me tomé mi tiempo para escoger las palabras adecuadas. Mientras tanto, el anciano aguardaba paciente y sin decir nada. Con las dos manos apaciblemente posadas sobre el escritorio.
—Claro que me gustaría ser más guapa, y más inteligente, y rica. Pero si estos deseos se realizaran, no puedo ni imaginar qué sería de mí. Tal vez se me escapara todo de las manos. Yo aún no sé muy bien de qué va la vida. En serio. No sé cómo funciona.
—¡Ah, claro! —dijo el anciano entrecruzando los dedos y descruzándolos a continuación—. ¡Ah, claro!
—¿Mi deseo es posible?
—Por supuesto —dijo el anciano—. Por supuesto. Por mi parte, no hay ningún problema.
De repente, el anciano clavó la vista en un punto del espacio. Las arrugas de la frente cobraron todavía mayor profundidad. Como si los pliegues del cerebro estuviesen concentrados en una idea. Parecía estar mirando algo —una diminuta pluma invisible a nuestros ojos, por ejemplo— que flotara en el aire. Luego extendió ambos brazos, se alzó un poco del asiento y entrechocó las palmas de las manos con energía. Sonó un chasquido seco. Después se sentó. Se palpó suavemente las arrugas de la frente con las yemas de los dedos y esbozó una plácida sonrisa.
—¡Ya está! Tu deseo se ha cumplido.
—¿Ya se ha cumplido?
—Sí, ya se ha cumplido. Ha sido una tarea fácil —dijo el anciano—. Feliz cumpleaños, hermosa jovencita. Sacaré el carrito al pasillo, así que no te preocupes. Puedes volver a tu trabajo.
Montó en el ascensor y regresó al restaurante. Puede que se debiera a que iba con las manos vacías, pero sentía el cuerpo extrañamente liviano, tenía la impresión de estar andando sobre una materia blanda de naturaleza desconocida.
—¿Te ha ocurrido algo? Parece que estés en la luna —le preguntó el camarero joven.
Ella sacudió la cabeza con una vaga sonrisa.
—¿Ah, sí? Pues no me ha pasado nada.
—Oye, ¿y cómo es el dueño?
—Pues, no sé. Apenas lo he visto —respondió ella con indiferencia.
Una hora y media más tarde fue a recoger los cacharros. Estaban sobre el carrito, en el pasillo. Levantó la tapa y vio que, de la comida, no quedaba ni una miga y que la botella de vino y la cafetera también estaban vacías. La puerta de la habitación 604 estaba cerrada sin señal alguna. Ella permaneció unos instantes mirándola en silencio. Le daba la impresión de que iba a abrirse de un momento a otro. Pero no sucedió. Bajó el carrito en el ascensor y lo llevó al fregadero. El cocinero miró los platos, vacíos como de costumbre, y asintió de forma inexpresiva.
—No volví a ver al dueño jamás —dice ella—. Lo del encargado fue sólo un dolor de barriga y, al día siguiente, fue él quien le llevó la comida al dueño; además, al empezar el año yo dejé el trabajo. Y luego no volví nunca al restaurante. No sé por qué, pero me daba la sensación de que era mejor mantenerme alejada. No sé, tenía una especie de presentimiento.
Ella jugueteaba con el posavasos mientras pensaba en algo.
—A veces, me parece que todo lo que ocurrió la noche del día de mi vigésimo cumpleaños fue sólo una ilusión. Que, sea por lo que sea, acabó convenciéndome de que ocurrió algo que en realidad no ocurrió. Que únicamente se trata de eso. Pero ¿sabes? Aquello sucedió, sin ningún género de dudas. Aún hoy puedo recordar al detalle, con toda claridad, cada uno de los muebles y objetos que había en la habitación 604. Aquello ocurrió de verdad y, posiblemente, tuvo un gran significado para mí.
Durante unos instantes, los dos permanecemos en silencio, tomando nuestras respectivas bebidas y pensando, tal vez, en cosas diferentes.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —le digo—. Aunque, hablando con propiedad, son dos.
—Sí —dice ella—. Pero me imagino que lo que quieres saber no es otra cosa que cuál fue mi deseo, ¿me equivoco?
—No parece que quieras decírmelo.
—¿Eso parece?
Asiento.
Ella deja el posavasos y entrecierra los ojos como si estuviera mirando algo en la distancia.
—Los deseos no deben contarse a nadie.
—Ni yo pretendo sonsacártelo —digo—. Lo que me gustaría saber es si tu deseo se ha cumplido. Y si tú te has arrepentido alguna vez de haber elegido el deseo que elegiste, fuera el que fuese. Es decir, si alguna vez has pensado: «¡Ojalá hubiera pedido otra cosa!».
—La respuesta a la primera pregunta es sí y no. Mi vida todavía sigue y no sé qué va a sucederme en el futuro.
—¿O sea que es un deseo que tarda tiempo en realizarse?
—Sí —dice ella—. El tiempo desempeña aquí un papel importante.
—¿Como en la elaboración de algunas comidas?
Ella asiente.
Reflexiono un poco al respecto. Pero la única imagen que acude a mi cabeza es la de una gigantesca tarta cociéndose en un horno a baja temperatura.
—¿Y la segunda pregunta? —quiero saber.
—¿Cuál era la segunda pregunta?
—Si te has arrepentido alguna vez de tu elección.
Hay un breve silencio. Ella me mira con ojos faltos de profundidad. En sus labios aflora la sombra marchita de una sonrisa. A mí me recuerda a una renuncia silenciosa y triste.
—Yo ahora estoy casada con un miembro de la Contaduría del Estado tres años mayor que yo y tengo dos hijos —me cuenta—. Un niño y una niña. Y un setter irlandés. Y monto en mi Audi para ir dos veces por semana a jugar al tenis con mis amigas. Ésta es mi vida ahora.
—Pues no parece tan mala, la verdad —digo.
—¿Aunque el parachoques tenga dos abolladuras?
—¡Pero si los parachoques están para ser abollados!
—Eso tendría que ir en una pegatina —dice ella—. LOS PARACHOQUES ESTÁN PARA SER ABOLLADOS.
Le miro los labios.
—Lo que quiero decir —prosigue ella en voz baja. Se rasca el lóbulo de la oreja. Un lóbulo muy bien formado— es que una persona, desee lo que desee, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma. Sólo eso.
—Eso tampoco quedaría mal en una pegatina: «Una persona, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma».
Ella se ríe alegremente a carcajadas. Y aquella sombra marchita de una sonrisa desaparece como por ensalmo.
Ella hinca un codo en la barra y me mira.
—Oye, si tú hubieras estado en mi situación, ¿qué habrías pedido?
—¿Te refieres a la noche de mi vigésimo cumpleaños?
—Sí —dice.
Reflexiono durante largo rato. Pero no se me ocurre ningún deseo.
—Pues no se me ocurre nada —le digo con franqueza—. Mi vigésimo cumpleaños queda ya demasiado lejos.
—¿Nada? ¿En serio?
Asiento.
—¿Ni uno?
—Ni uno —digo yo.
Ella vuelve a mirarme a los ojos. Una mirada muy franca y directa.
—Seguro que ya lo habrás pedido —me dice.
—Pero se trata sólo de uno, hermosa jovencita, así que tienes que pensártelo muy, muy bien. —En las tinieblas, un anciano que llevaba una corbata de la tonalidad de la hojarasca alzó un dedo en el aire—. Únicamente uno. Después, no podrás cambiar de idea y echarte atrás.
* * *
[1] Elegante barrio de Tokio famoso por sus restaurantes, bares y discotecas. (N. de la T.)
[2] Torre de acero de 333 metros de altura. Desde 1958 es la estructura metálica más alta del mundo (la Torre Eiffel de París tiene 320 metros). (N. de la T.)
© Haruki Murakami. Mekurayanagi to nemuru onna (Sauce ciego, mujer dormida), 2005. Traducción Lourdes Porta Fuentes.
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