domingo, 26 de marzo de 2023

La puerta en el muro[Cuento - Texto completo.]H.G. Wells


I🌸

Hace aproximadamente tres meses, en una noche confidencial, Lionel Wallace me contó esta historia de la Puerta en el Muro. Y en aquel momento pensé que, en lo referente a mi amigo, la historia era verídica.

Me la contó con tan sencilla y directa capacidad de persuasión que no tuve más remedio que creerle. Pero a la mañana siguiente, en mi piso, me desperté en una atmósfera diferente.

Y mientras yacía en la cama y rememoraba las cosas que me había contado, despojadas del hechizo de su voz lenta y grave, privadas del foco tamizado de la luz de la mesa, de la atmósfera indefinida que nos envolvía a ambos y del agradable brillo de las cosas, del postre, de los vasos y de la mantelería de la cena que habíamos compartido, que las había convertido en aquel momento en un pequeño mundo brillante muy alejado de las realidades cotidianas, todo aquello me pareció francamente increíble.

—¡Ha sido una mixtificación! —me dije, y luego: —¡Qué bien lo ha hecho!… ¡Eso es lo último que me hubiera esperado de él!

Más tarde, mientras sorbía el té matutino sentado en la cama, me encontré intentando explicarme el sabor de realidad que me había dejado perplejo en sus reminiscencias imposibles, suponiendo que, en cierto modo, hubieran sugerido, presentado, transmitido —casi no sé qué palabra utilizar— unas experiencias que de otro modo resultaban imposibles de relatar.

Bien, ahora no voy a recurrir a esa explicación porque mis dudas intermitentes ya han quedado superadas. Creo, como creí en el momento del relato, que Wallace me desveló lo mejor que pudo la verdad de su secreto. Pero si vio o solo creyó ver, si él fue poseedor de un inestimable privilegio o víctima de un sueño fantástico, no puedo pretender adivinarlo. Ni siquiera las circunstancias de su muerte, que acabaron para siempre con mis dudas, arrojan alguna luz sobre el asunto.

El lector deberá juzgar por sí mismo.

No recuerdo ahora qué comentario fortuito o qué crítica mía pudo inducir a un hombre tan reticente a confiar en mí. Estaba, creo yo, defendiéndose de una imputación de negligencia y falta de credibilidad que yo le había hecho en relación con un gran movimiento de opinión pública en el que él me había decepcionado. Pero me espetó repentinamente: —Tengo… una preocupación.

—Sé —prosiguió tras una pausa— que he sido negligente. El caso es… no se trata de un caso de fantasmas o de apariciones…, sino… de algo extraño difícil de contar, Redmond… estoy hechizado. Estoy hechizado por algo… que es como si me extirpara la luz de las cosas llenándome de anhelos…

Hizo una pausa, frenado por esa timidez tan inglesa que a menudo se adueña de nosotros cuando hablamos de cosas conmovedoras, graves o bellas.

—Tú también estuviste en Saint Athelstan’s —dijo, y por un momento aquello me pareció bastante irrelevante—. Bien… —y se detuvo. Entonces, vacilando mucho al principio, pero con mayor soltura después, empezó a contarme el hecho que se ocultaba en su vida, el persistente recuerdo de belleza y felicidad que colmaba su corazón de anhelos insaciables, que convertían todos los intereses y el espectáculo de la vida en el mundo, en algo anodino, tedioso y vano para él.

Y ahora que tengo un indicio, el hecho parece estar visiblemente escrito en su rostro. Tengo una fotografía en la que ha sido captada e intensificada aquella mirada de desinterés. Me recuerda lo que en una ocasión dijo de él una mujer, una mujer que le había amado mucho.

—De repente —había dicho— el interés le abandona. Se olvida de ti. No le importas un comino… ante sus mismísimas narices…

Sin embargo, no siempre le abandonaba el interés, y cuando mantenía su atención sobre algo, Wallace sabía ingeniárselas para ser un hombre extremadamente brillante. Su carrera, en efecto, está sembrada de éxitos. Me dejó atrás hace mucho tiempo, voló a gran altura por encima de mi cabeza y descolló en un mundo en el que, de todas formas, yo no habría podido descollar. Solo tenía treinta y nueve años y ahora dicen que si hubiera vivido, habría ocupado un alto cargo y que con toda probabilidad formaría parte del nuevo Gabinete.

En el colegio siempre me aventajaba sin esfuerzo, como si fuera algo natural. Fuimos condiscípulos en el Saint Athelstan’s College de West Kensington durante casi toda nuestra época escolar. Tenía mi mismo nivel al llegar al colegio, pero me dejó muy atrás en una brillante sucesión de becas y de excepcional comportamiento. Sin embargo, creo que mi conducta fue más que aceptable. Y fue en el colegio donde oí hablar por primera vez de la ‘Puerta en el Muro’, de la que no volvería a saber nada hasta un mes antes de su muerte.

Para él, al menos, la Puerta en el Muro era una puerta real, que conducía a unas realidades inmortales a través de un muro real. De eso ahora estoy totalmente seguro.

Y apareció en su vida muy pronto, cuando era un niño de cinco o seis años. Recuerdo, mientras se sentaba a hacerme su confesión con lenta gravedad, la forma en que razonaba y cavilaba sobre esta fecha. —Había —decía— una enredadera rojiza de Virginia… de un tono rojizo brillante y uniforme, apoyada sobré un muro blanco intensamente iluminado por la luz ambarina del sol. Eso se me quedó grabado de alguna manera, si bien no recuerdo exactamente cómo, y había hojas de castaño esparcidas sobre el perfecto empedrado delante de la puerta verde. Las hojas tenían manchas amarillas y verdes, sabes, no estaban ni secas ni sucias, por lo que debían estar recién caídas. Deduzco, por lo tanto, que era el mes de octubre. Todos los años estoy pendiente de las hojas de los castaños, y si no lo sé yo…

—Entonces, si estoy en lo cierto, debía de tener cinco años y cuatro meses.

Fue, me dijo él, un niño bastante precoz…, aprendió a andar a una edad anormalmente temprana y estaba tan sano y era tan ‘hombrecito’, como diría la gente, que le permitían una cantidad de iniciativas que la mayoría de los niños no asumen, a duras penas, hasta los siete u ocho años. Su madre había muerto cuando él tenía dos años y se encontraba al cuidado de una institutriz menos vigilante y autoritaria.

Su padre era un hombre de leyes severo y preocupado que le prestó poca atención y esperaba grandes cosas de él. Por su mucha inteligencia creo yo que la vida debió parecerle gris y anodina. Y así, un buen día, se fue a la ventura.

No podía recordar qué negligencia concreta le había permitido escaparse, ni tampoco el rumbo que había tomado entre las calles de West Kensington. Todo eso se había difuminado entre las brumas irremediables de su memoria. Pero el muro blanco y la puerta verde se mantenían firmes con perfecta claridad.

A juzgar por su recuerdo de aquella experiencia infantil, nada más ver aquella puerta había experimentado una insólita emoción, una atracción, un deseo de acercarse a ella, de abrirla y de cruzarla. Y al mismo tiempo había tenido la más absoluta convicción de que sería imprudente o desacertado por su parte —no supo decir cuál de las dos cosas— ceder a aquella atracción. Insistió, como dato curioso que conocía desde el principio, en que a menos que la memoria le hubiera jugado una mala pasada, la puerta no estaba cerrada y que podía entrar en cuanto se lo propusiera.

Me parece estar viendo la figura de aquel niño, atraído y repelido. Y también tenía muy claro en su mente que, aunque jamás se explicara el motivo por el que tenía que ser así, su padre se enfadaría mucho si él atravesaba aquella puerta.

Wallace me describió aquellos momentos de vacilación con todo lujo de detalles. Pasó justo delante de la puerta y entonces, con las manos en los bolsillos y haciendo un intento infantil de silbar, se paseó hasta más allá del final del muro. Allí recuerda que había un buen número de tiendas sórdidas y sucias y, en especial, la de un fontanero y decorador con un desorden polvoriento de cacharros, tubos, planchas de plomo, grifos, muestrarios de papeles pintados y botes de esmalte. Se detuvo allí fingiendo examinar estas cosas, suspirando por la puerta verde, deseándola apasionadamente.

Luego, dijo, sintió una oleada de emoción. Corrió hacia ella, no fuera a ser que la vacilación volviera a apoderarse de él, la abrió de un empujón con la mano estirada y dejó que la puerta verde se cerrara de golpe tras él. Y así, en un tris, se encontró en el jardín que le obsesionaría durante toda su vida.

A Wallace le resultaba muy difícil transmitirme la exacta sensación que le había producido aquel jardín.

Había algo en su atmósfera que regocijaba, que le daba a uno una sensación de ligereza, de suceso venturoso y de bienestar; había algo en su visión sutilmente luminoso que daba perfección y nitidez a todos sus colores. En el mismo instante de entrar, uno se sentía exquisitamente feliz, como solo en raros momentos y cuando se es joven y alegre puede sentirse uno en este mundo. Y allí todo era hermoso…

Wallace meditó antes de proseguir su relato.

—Verás —me dijo, con la titubeante inflexión de un hombre que se demora sobre unas cosas increíbles—, había allí dos grandes panteras… Sí, panteras moteadas. Y no tuve miedo. Había una larga y ancha vereda con arriates de flores orillados de mármol a ambos lados, y estas dos enormes y aterciopeladas bestias jugaban allí con una pelota. Una de ellas levantó la vista y vino hacia mí, con un poco de curiosidad, al parecer. Vino directamente hasta mí, frotó su suave y redonda oreja en la manita que yo le tendía, y ronroneó. Te digo que se trataba de un jardín encantado. Lo sé. ¿Que si era grande? ¡Oh! Se extendía a lo largo y a lo ancho en todas las direcciones. Creo que había colinas en la lejanía. Dios sabe adonde había ido a parar West Kensington de repente. Y en cierto modo, era como volver al hogar.

—¿Sabes? En el mismo instante que se cerró la puerta detrás de mí, olvidé la calle con sus hojas caídas, sus coches y los carros de los artesanos, olvidé la rémora que me hacía gravitar hacia la disciplina y la obediencia del hogar, olvidé todas las vacilaciones y temores, olvidé la discreción, olvidé todas las realidades íntimas de esta vida. En un momento me convertí en un niño maravillado y feliz en otro mundo. Era un mundo de distinta calidad, con una luz más cálida, más penetrante y suave, con una atmósfera clara y venturosa y unas bandadas de nubes bañadas por el sol que surcaban el azul de su cielo. Y ante mí se extendía esta larga y ancha vereda, tentándome, con macizos carentes de malas hierbas a ambos lados, rebosantes de flores crecidas libremente, y estas dos grandes panteras. Puse mis manitas sin temor sobre su suave piel y acaricié sus redondas orejas y los sensibles recodos ocultos tras ellas, y jugué con ellas y era como si me estuvieran dando la bienvenida al hogar. Notaba una aguda sensación de regreso al hogar en mi corazón y cuando al poco apareció una muchacha alta y rubia en la vereda y salió a mi encuentro, sonriéndome y diciendo: ‘¿Y bien?’, y me levantó y me besó y volvió a ponerme en el suelo y me tomó de la mano, no mostré ningún asombro, sino solo una impresión de deliciosa naturalidad, de que me recordaran las cosas dichosas que de forma harto extraña me habían sido sustraídas.

Había anchos peldaños rojos, lo recuerdo muy bien, que aparecieron a la vista entre espigas de consuelda, y después de subirlos, llegamos a una gran avenida que transcurría entre árboles muy antiguos y frondosos. A lo largo de toda esta avenida, sabes, entre los tallos rojos agrietados, había asientos de honor de mármol y estatuas y palomas blancas muy mansas y sociables.

—Mi amiga me condujo a lo largo de esta fresca avenida, mirando hacia abajo (recuerdo sus facciones agradables, la barbilla finamente modelada de su dulce y gentil rostro), haciéndome preguntas con voz suave y acariciadora, y contándome cosas, cosas bonitas, lo sé, si bien jamás he sido capaz de recordar lo que eran… De pronto, un mono capuchino, muy limpio, con un pelo marrón rojizo y simpáticos ojos color avellana, bajó de un árbol hacia nosotros y corrió junto a mí, mirándome y haciéndome muecas y brincando de repente sobre mi hombro. Así que los dos proseguimos nuestro camino envueltos en una gran felicidad.

Hizo una pausa.

—Prosigue —dije yo.

—Recuerdo pequeñas cosas. Pasamos junto a un anciano absorto entre los laureles, lo recuerdo, y por un lugar regocijado por los papagayos y, a través de un amplio peristilo sombreado, llegamos ante un palacio fresco y espacioso, lleno de fuentes placenteras, lleno de cosas hermosas, lleno de cuantos caprichos pudieran antojársele al corazón. Y había muchas cosas y muchas personas, algunas de las cuales aún las recuerdo con claridad y otras, en cambio, más vagamente; pero todas estas personas eran hermosas y amables. En cierto modo, no sé exactamente cómo, se me dio a entender que todas eran amables conmigo, que estaban contentas de tenerme allí, y me colmaban de alegría con sus gestos, con el tacto de sus manos, por la mirada de bienvenida y afecto que había en sus ojos. Sí…

Caviló durante un rato. —Allí encontré compañeros de juegos. Y eso fue mucho para mí, porque yo era un niño solitario. Jugaban a unos juegos deliciosos en un prado cubierto de hierba donde había un reloj de sol hecho de flores. Y mientras uno jugaba, uno amaba…

—Pero… es extraño… hay un vacío en mi memoria. No recuerdo los juegos a que jugábamos. Jamás los recordé. Más tarde, de chico, pasé muchas horas intentando, incluso con lágrimas, recordar la forma de esta felicidad. Quería volver a jugar a ella una y otra vez… en mi cuarto de juegos… solo. ¡No! Todo lo que recuerdo es aquella felicidad y a los dos queridos compañeros de juegos que fueron más cariñosos conmigo… Luego, de improviso, apareció una mujer morena y sombría, con cara pálida y grave y ojos soñadores, una mujer sombría vestida con una túnica larga y lisa de púrpura pálida, y que llevaba un libro, y me hizo señas y me llevó aparte con ella hasta una galería que se asomaba a un vestíbulo… si bien mis compañeros de juegos se mostraban reacios a dejarme marchar y dejaron de jugar y se quedaron mirándome mientras me arrancaban de su lado, ‘¡Vuelve con nosotros!’, gritaron. ‘Vuelve pronto con nosotros’. Alcé la vista hacia ella, pero no les prestó la menor atención. Su cara era muy dulce y grave. Me llevó hasta un asiento de la galería y me quedé de pie junto a ella, dispuesto a mirar en su libro mientras empezaba a abrirlo sobre sus rodillas. Las páginas se abrieron. Ella señaló y yo miré, maravillado, porque en las páginas vivientes de aquel libro me vi a mí mismo; era un cuento sobre mí, y en él se encontraban todas las cosas que me habían ocurrido desde mi nacimiento…

—A mí me parecía maravilloso, porque las páginas del libro no eran estampas, ¿comprendes?, sino realidades.

Wallace se detuvo gravemente y me miró con aire de duda.

—Prosigue —le dije—. Te comprendo.

—Eran realidades… sí, deben de haberlo sido, sin duda; la gente se movía y las cosas iban y venían dentro de ellas; mi querida madre, a quien casi había olvidado, luego mi padre, severo y recto, los criados, el cuarto de juegos, todas las cosas familiares de mi hogar. Luego la puerta principal y las calles bulliciosas con el vaivén del tráfico. Miré y me maravillé, y volví a mirar confundido la cara de la mujer y pasé las páginas, saltándome esto y lo otro, para ver cada vez más de este libro, y así llegué por fin al momento en que, indeciso y vacilante, titubeaba ante la puerta verde del largo muro blanco, y volví a sentir el mismo conflicto y el mismo miedo.

—¿Y luego? —grité yo, y hubiera vuelto la página, pero la fría mano de la grave mujer me detuvo.

—¿Y luego? —insistí yo, y luché dulcemente con su mano, levantando sus dedos con todas mis fuerzas infantiles, y mientras cedía y yo pasaba la página, se inclinó hacia mí como una sombra y me besó en la frente.

—Pero en la página no se veía el jardín encantado, ni las panteras, ni la muchacha que me había llevado de la mano, ni los compañeros de juegos que se habían mostrado tan reacios a dejarme marchar. Se veía una calle larga y gris de West Kensington, en aquella fría hora de la tarde antes de que se enciendan los faroles; y yo estaba allí, como una figurita desamparada, llorando fuertemente, que era todo lo que podía hacer para frenar mi pena, y lloraba porque no podía volver con mis queridos compañeros de juegos que me habían gritado al marcharme, ‘Vuelve con nosotros ¡Vuelve pronto con nosotros!’. Allí estaba. Ésta no era ninguna página de libro, sino la cruda realidad; ese lugar encantado y la mano firme de la grave madre junto a cuyas rodillas yo había permanecido de pie, se habían ido… ¿Y adónde habían ido?

Se detuvo nuevamente, y permaneció un rato contemplando el fuego fijamente.

—¡Oh, la calamidad de aquel regreso! —murmuró.

—¿Y bien? —dije yo tras un minuto o así.

—¡Cuán desdichado me sentía! ¡Otra vez de vuelta en este mundo gris! Y a medida que comprendía lo que me había sucedido en toda su totalidad, me abandoné a una pena absolutamente incontrolable. Y la vergüenza y la humillación de aquellas lágrimas en público y mi desgraciada vuelta al hogar no me han abandonado desde entonces. Estoy viendo de nuevo al anciano caballero de mirada benevolente y gafas de oro que se detuvo a hablar conmigo… pinchándome primero con su paraguas. — Pobrecito —dijo él—. ¿Es que te has perdido? —¡Y yo un niño londinense de unos cinco años! Y él, cómo no, debió recurrir a un amable policía, convertirme en un espectáculo público para acompañarme a casa después. Sollozando, llamativo y asustado, así fue como volví desde el jardín encantado hasta los peldaños de la casa de mi padre.

—Así es lo mejor que puedo recordar la visión de aquel jardín… el jardín que aún me obsesiona. Naturalmente, no puedo transmitir nada de aquella indescifrable calidad de irrealidad translúcida que todo lo envolvía, de aquella diferencia con las cosas que se experimentan comúnmente. Pero eso… eso es lo que sucedió. Fue un sueño, estoy seguro de que se trató de un sueño realizado a la luz del día y un sueño absolutamente extraordinario… ¡Hum! Naturalmente, la segunda parte fue un terrible interrogatorio por parte de mi tía, mi padre, la niñera, el ama de llaves… todo el mundo.

—Traté de contárselo todo, y mi padre me dio mi primera azotaina por contar mentiras.

Cuando más tarde intenté contárselo a mi tía, volvió a castigarme por mi persistencia en el embuste. Luego, como ya dije, a todo el mundo le fue prohibido escucharme ni una sola palabra de todo el asunto. Incluso llegaron a confiscarme mis libros de cuentos de hadas durante un tiempo… porque yo era demasiado ‘imaginativo’. ¡Ah, sí! ¡Eso es lo que hicieron! Mi padre pertenecía a la vieja escuela… y mi historia quedó sofocada en mí mismo. Se la susurraba a mi almohada… a mi almohada que con frecuencia resultaba húmeda y salada para mis labios susurrantes debido a mis lágrimas infantiles. Y siempre añadía a mis oraciones oficiales y poco fervientes esta sentida súplica: ‘Por favor Señor, que pueda soñar con mi jardín. ¡Oh! ¡Llévame otra vez a mi jardín!’. ¡Llévame otra vez a mi jardín! Soñé a menudo con el jardín. Podía haberlo aumentado, podía haberlo cambiado, no lo sé… Todo esto, comprendes, es un intento de reconstruir una experiencia muy temprana a partir de unos recuerdos fragmentarios. Entre éste y los demás recuerdos consecutivos de mi niñez hay un abismo. Llegó un momento en que me parecía imposible volver a hablar de esa visión maravillosa.

Yo le formulé una pregunta obvia.

—No —dijo él—. No recuerdo haber intentado jamás encontrar de nuevo el camino del jardín en aquellos primeros años. Ahora me parece extraño, pero creo que se debió probablemente a que mis movimientos fueron más estrechamente vigilados tras este percance para impedir que me extraviara otra vez. No, hasta que tú me conociste no volví a intentar encontrar el jardín. Y estoy seguro que hubo un período, por muy increíble que parezca ahora, en que olvidé completamente el jardín, y puede que fuera cuando tenía siete u ocho años. ¿Te acuerdas de mí cuando éramos muchachos en Saint Athelstan’s? ¡Cómo no!

—¿Y verdad que en aquellos días no mostré ninguna señal de tener un sueño secreto?

 

II

 

Levantó la vista con una sonrisa repentina.

—¿Jugaste alguna vez conmigo al ‘Pasaje al Noroeste’?… No, claro. ¡Tú no venías por mi camino!

—Era un juego tan emocionante —prosiguió— que todos los niños con mucha imaginación se pasaban el día jugando a él. Consistía en descubrir un Pasaje al Noroeste para llegar al colegio. El camino del colegio era muy sencillo y el juego consistía en encontrar alguno que no lo fuera, saliendo diez minutos antes en alguna dirección casi imposible y dando un rodeo pasando por calles inusuales para alcanzar la meta. Y un buen día quedé atrapado en la maraña de algunas calles bastante sórdidas que se encuentran al otro lado de Campden Hill y empecé a pensar que por una vez el juego se ponía en contra mía y que llegaría tarde al colegio. Me metí a la desesperada por una calle que parecía un callejón sin salida y encontré un pasaje en su extremo. Pasé por él apresuradamente y con esperanzas renovadas. ‘Voy a conseguirlo a pesar de todo’, me dije, y me encontré delante de una hilera de tiendecillas mugrientas que me resultaban inexplicablemente familiares y ¡mira por dónde, allí estaba mi largo muro blanco con la puerta verde que conducía al jardín encantado!

—Aquel descubrimiento cayó sobre mí como un mazazo. O sea, que aquel jardín maravilloso, ¡no había sido un sueño después de todo! Hizo una pausa.

—Supongo que mi segunda experiencia con la puerta verde marca la enorme diferencia que existe entre la vida atareada de un colegial y la ociosidad infinita de un niño. Con todo, esta segunda vez no pensé ni por un momento en entrar inmediatamente. Verás… por una parte, en mi cabeza no bullía más idea que la de llegar a tiempo al colegio… para no romper mi récord de puntualidad. No cabe duda de que debí sentir al menos algún pequeño deseo de abrir la puerta… sí. Debí sentirlo… Pero me parece recordar la atracción de la puerta principalmente como otro obstáculo para mi todopoderosa determinación de llegar al colegio. Estaba enormemente interesado en este descubrimiento, por supuesto… proseguí sin poder apartarlo de mi cabeza… pero proseguí. No me frenó. Pase corriendo por delante, saqué el reloj de un tirón y vi que aún me quedaban diez minutos, y a continuación estaba bajando la cuesta hacia un entorno más familiar. Llegué al colegio, sin resuello, es cierto, y empapado de sudor, pero a tiempo. Recuerdo que colgué mi abrigo y mi sombrero… Había pasado por delante y la había dejado atrás. ¡Qué extraño! ¿Verdad?

Me miró pensativo. —Claro que entonces no sabía que no estaría allí para siempre. Los colegiales tienen una imaginación limitada. Supongo que pensé que era absolutamente maravilloso saber que estaba allí, y saber volver hasta ella, pero la idea del colegio me arrastraba con fuerza. Me imagino que aquella mañana debí estar muy distraído y desatento, recordando cuanto podía a las hermosas y extrañas personas que pronto volvería a ver. Por muy extraño que parezca no albergaba ninguna duda en mi mente de que ellas se alegrarían de verme… Sí, debí pensar en el jardín aquella mañana solo como un bello lugar al que uno podía recurrir en los interludios de un intenso curso escolar.

—Aquel día no volví en absoluto. Al día siguiente tenía fiesta por la tarde y tal vez aquello influyera. Es posible que también mi falta de atención me acarreara algún castigo y me recortara el margen de tiempo necesario para dar el rodeo. No lo sé. Lo que sí sé es que mientras tanto el jardín encantado se apoderó hasta tal punto de mis pensamientos, que tuve que compartirlo con alguien. Se lo conté a… ¿Cómo se llamaba?… un jovencito con cara de hurón al que le habíamos puesto el apodo de Squiff.

—El joven Hopkins —dije yo.

—Hopkins, eso es. No me apetecía contárselo. Tenía la sensación de que al hacerlo iría, en cierto modo, en contra de las reglas, pero se lo conté. Solíamos hacer juntos parte del camino hacia casa, era hablador, y si no hubiéramos hablado del jardín encantado habríamos hablado de cualquier otra cosa, y a mí me resultaba intolerable pensar en ningún otro tema. Y así me fui de la lengua.

—Pues bien, él desveló mi secreto, y al día siguiente durante el recreo me encontré rodeado por media docena de chicos mayores que, medio en broma, sentían una profunda curiosidad por saber más sobre el jardín encantado. Estaba el grandullón de Fawcett… ¿Te acuerdas de él?… y Carnaby y Morley Reynolds. ¿Por casualidad, no estarías tú también? No, creo que lo recordaría si hubieras estado…

—Un muchacho es una criatura con extraños sentimientos. Yo me sentía, estoy totalmente seguro, a pesar de mi secreta sensación de disgusto, un poco halagado de gozar de la atención de estos grandullones. Recuerdo especialmente el instante de placer que me produjo el elogio de Cranshaw… ¿Te acuerdas de Cranshaw el mayor, el hijo de Cranshaw el compositor?… que dijo que era la mejor mentira que había oído en su vida. Pero al mismo tiempo me sentía invadido por una sensación de vergüenza realmente dolorosa por tener que contar lo que yo consideraba como el más sagrado de los secretos. Y ese bestia de Fawcett hizo un chiste sobre la muchacha de verde…

La voz de Wallace zozobró al revivir el recuerdo de aquella vergüenza. —Fingí no oír. Dijo—: Bien, entonces Wallace me llamó jovencito mentiroso y disputó conmigo cuando le dije que todo era verdad. Dije que sabía dónde encontrar la puerta verde y que podía llevarles allí en diez minutos. Carnaby se volvió insultantemente virtuoso y me dijo que tendría que hacerlo… tendría que demostrar mis afirmaciones o sufrir las consecuencias. ¿Te retorció a ti Carnaby alguna vez el brazo? Entonces quizá comprendas lo que hizo conmigo. Juré que mi historia era cierta. En aquella época no había nadie en el colegio que pudiera salvar a un muchacho de la furia de Carnaby, aunque Cranshaw dijo unas palabras en mi favor. Carnaby ya tenía lo que quería. Me excité y me puse colorado hasta las orejas y me asusté un poco. Me comporté absolutamente como un niño pequeño y tonto, y el resultado fue que en vez de dirigirme solo hacia mi jardín encantado, partí inmediatamente, con las mejillas ruborizadas, las orejas calientes, los ojos escocidos, y con el alma ardiéndome por la angustia y la vergüenza, a la cabeza de un tropel de seis condiscípulos burlones, curiosos y amenazadores.

—No encontramos jamás ni el muro blanco ni la puerta verde.

—¿Quieres decir que…?

—Quiero decir que no pude encontrarlos. Los habría encontrado si hubiera podido. Y más tarde, cuando pude ir solo, no pude encontrarlos. Jamás los encontré. Ahora me parece que siempre los estuve buscando durante mis años de colegio, pero jamás conseguí encontrarlos… ¡Jamás!

—¿Se pusieron muy desagradables… los compañeros?

—Muy desagradables… Carnaby celebró un consejo acusándome de mentira escandalosa.

Recuerdo que entré furtivamente en mi casa y subí a mi cuarto para ocultar las huellas de mis berridos. Pero cuando agoté mis lágrimas hasta quedarme por fin dormido, no lloraba por culpa de Carnaby, sino por el jardín, por la maravillosa tarde que había esperado pasar, por las dulces y afectuosas mujeres y por los compañeros de juegos que me aguardaban y por el juego que había confiado en volver a aprender, aquel hermoso juego que había olvidado…

Tuve la certeza de que si no lo hubiera contado… Lo pasé muy mal después de aquello… llorando por las noches y ensimismado durante el día. Me descuidé durante dos trimestres y tuve malas notas. ¿Te acuerdas? ¡Claro que te acuerdas! Fue por ti… el hecho de que tú me ganaras en matemáticas volvió a hacerme empollar.

 

III

 

Mi amigo permaneció un rato contemplando fijamente y en silencio el rojo corazón del fuego. Luego dijo:

—Jamás volví a verlo hasta que tuve diecisiete años. Surgió ante mis ojos por tercera vez mientras me dirigía en coche a la estación de Paddington, de camino a Oxford para conseguir una beca. Solo la vislumbré un momento. Estaba inclinado hacia adelante en mi cabriolet fumando un cigarrillo y considerándome, sin duda, un hombre de mucho mundo, cuando hete aquí, de repente, la puerta, el muro, la querida sensación de cosas inolvidables y todavía al alcance.

Charlábamos ruidosamente… yo demasiado cogido por sorpresa como para detener mi coche antes de haber pasado ampliamente de largo y haber doblado una esquina. Luego pasé por un momento extraño, un doble movimiento divergente de mi voluntad: golpeé suavemente la portezuela en el techo del coche y bajé mi brazo para sacar el reloj. ‘¡Sí, señor!’, dijo el cochero con viveza. —Esto… bueno… no, nada —grité yo—. ¡Me he equivocado! ¡No tenemos mucho tiempo! ¡Prosiga! —Y él prosiguió…

Obtuve mi beca. Y la noche después de que me dieran la noticia me senté junto al fuego de mi cuartito de arriba, mi estudio, en casa de mi padre, con sus elogios, sus raros elogios y sus sólidos consejos resonando en mis oídos, fumando mi pipa favorita, la formidable pipa de la adolescencia, y entonces me puse a pensar en aquella puerta del largo muro blanco. —Si me hubiera detenido —pensé— hubiera perdido mi beca, me hubiera perdido Oxford, hubiera echado a perder la excelente carrera que tengo en perspectiva. ¡Empiezo a ver mejor las cosas! —Me quedé cavilando profundamente, pero entonces no tenía duda alguna de que esta carrera mía era algo que merecía un sacrificio.

—Aquellos queridos amigos y la diafanidad de aquella atmósfera me parecieron muy entrañables, muy agradables, pero remotos. Ahora era el mundo quien se adueñaba de mi interés. Vi otra puerta entreabierta… la puerta de mi carrera.

Volvió a contemplar fijamente el fuego cuya luz rojiza hizo brotar de su cara, durante una fracción de segundo, una fuerza inquebrantable que enseguida volvió a desvanecerse.

—Bien —dijo, y suspiró—. Me he entregado a esa carrera. He trabajado mucho… y muy intensamente. Pero he soñado con el jardín encantado en un millar de sueños, y he visto su puerta o, al menos, la he vislumbrado cuatro veces desde entonces. Sí, cuatro veces. Hubo una época en que este mundo resultaba tan brillante e interesante, parecía tan lleno de significados y de oportunidades, que el encanto semiborroso del jardín resultaba, en comparación, dulce y remoto. ¿Quién piensa en dar palmaditas a las panteras cuando acude a cenar con bellas mujeres y hombres de fama? Volví a Londres desde Oxford convertido en una persona en quien se depositaban grandes esperanzas y creo haber hecho algo para cumplirlas. Algo… y, sin embargo, he sufrido decepciones… Me he enamorado dos veces, no me detendré en eso, pero una vez, cuando iba a ver a alguien que sabía que dudaba de que yo me atreviera a ir a verle, tomé por un atajo a la ventura que atravesaba una calle poco concurrida cerca de Earl’s Court, y así desemboqué directamente delante de un muro blanco y de una puerta verde familiar. ‘¡Qué extraño!’, me dije, ‘si yo creía que este lugar se encontraba en Campden Hill. Es el lugar que jamás he podido encontrar, algo así como contar las piedras de Stonehenge, el lugar de ese estrambótico sueño que tuve a la luz del día’. Y pasé de largo inmerso en mi propósito. Aquella tarde no tenía ningún atractivo para mí.

Solo experimenté un momentáneo impulso de tantear la puerta, a tres pasos de distancia de mí como mucho, aunque estaba totalmente seguro en el fondo de mi corazón de que se abriría ante mí, pero luego pensé que al hacerlo podría llegar tarde a aquella cita en la que estaba comprometido mi honor. Más tarde lamenté mi puntualidad; podía al menos haberme asomado para saludar con la mano a aquellas panteras, pero para entonces ya sabía que no hay que volver a buscar tardíamente aquello que no se ha encontrado buscándolo. Sí, aquella vez lo lamenté profundamente…

Vinieron años de duro trabajo después de eso y jamás volví a ver la puerta. Y solo hace muy poco que se me ha aparecido de nuevo. Volvió acompañada de una sensación… como si una sutil veladura se hubiera extendido por sí sola sobre mi mundo. Empecé a pensar con amargura y pena que jamás volvería a ver aquella puerta. Tal vez sufriera por exceso de trabajo o tal vez fuera aquella sensación que se tiene al llegar a los cuarenta, de la que tanto había oído hablar, no lo sé. Pero ciertamente la brillante perspicacia que convierte el esfuerzo en algo fácil acababa de desaparecer y justo en un momento en que con todos los nuevos acontecimientos políticos, yo debía estar trabajando. ¿Verdad que es extraño? Pero la vida empieza a parecerme realmente fatigosa y sus recompensas, a medida que me acerco a ellas, de pacotilla. He empezado hace poco a desear el jardín con todas mis fuerzas. Sí… y lo he visto tres veces.

—¿El jardín?

—¡No!… ¡la puerta! ¡Y no he entrado!

Se inclinó hacia mí sobre la mesa con una enorme aflicción en la voz mientras hablaba.

—Tres veces he disfrutado de la oportunidad… ¡Tres veces! Si alguna vez esa puerta vuelve a ofrecérseme, juro que entraré, que me alejaré de las fatigas de la vida, de los estériles oropeles de la vanidad y de estas laboriosas futilidades. Me iré y no volveré jamás. Esta vez me quedaré… Lo juré, y cuando llegó el momento no fui. Pasé por delante de aquella puerta tres veces en un año y no me resolví a entrar. Tres veces el año pasado.

La primera vez fue la noche del agrio desacuerdo sobre la Ley de Rescate de Arrendamientos, en la que el gobierno se salvó por una mayoría de tres votos. ¿Lo recuerdas? Nadie de nuestro partido y tal vez muy pocos de la oposición, esperaban que todo acabara aquella noche. Luego el debate se vino abajo como un castillo de naipes. Hopkins y yo estábamos cenando con su primo en Brentford; ambos estábamos desparejados, y cuando nos llamaron por teléfono salimos inmediatamente en el automóvil de su primo. Llegamos allí justo a tiempo, y en el trayecto pasamos por delante de mi muro y de mi puerta… lívida a la luz de la luna, manchada de un amarillo rojizo bajo la luz del resplandor de nuestros faros, pero inconfundible. —¡Dios mío! —exclamé yo. —¿Qué? —dijo Hopkins.

—¡Nada! —contesté, y el momento pasó.

He hecho un inmenso sacrificio —le dije al jefe del grupo parlamentario al entrar. —Todos lo han hecho —dijo él alejándose apresuradamente.

Aun ahora, no veo cómo podría haber obrado entonces de otra forma. Y la vez siguiente fue mientras me precipitaba a la cabecera de la cama de mi padre para darle el último adiós al austero anciano. También entonces las exigencias de la vida resultaban imperiosas. Pero la tercera vez fue diferente, solo hace una semana que ocurrió y me llena de insufribles remordimientos el mero hecho de recordarlo. Yo estaba con Gurker y Ralphs…, ahora ya no es ningún secreto, sabes, que yo sostuviera una charla con Gurker. Habíamos cenado en Frobisher’s, y la conversación había adquirido un tono íntimo entre los aledaños de la discusión. Sí, sí. Está todo decidido. No es necesario hablar de ello todavía, pero no hay ninguna razón para no hacerte partícipe del secreto. Sí… ¡gracias! Pero déjame que te exponga mi relato.

—Entonces, aquella noche, había muchas cosas en el aire. Mi posición era muy delicada. Ansiaba vivamente obtener una palabra definitiva por parte de Gurker, pero me veía obstaculizado por la presencia de Ralphs. Estaba utilizando toda la capacidad de mi ingenio para que aquella conversación ligera e intrascendente no se centrara con demasiada evidencia en el punto que me concernía. No tuve más remedio que hacerlo. El comportamiento de Ralphs desde entonces ha justificado con creces mi precaución… Sabía que Ralphs nos dejaría una vez pasada la High Street de Kensington y entonces podría sorprender a Gurker con mi repentina franqueza. Uno tiene que recurrir, a veces, a estas pequeñas estratagemas… Y fue entonces cuando en el margen de mi campo visual tuve conciencia una vez más del muro blanco; y la puerta verde se encontraba ante nosotros, al final de la calle.

—Pasamos por delante charlando. Pase por delante de ella. Aún estoy viendo la sombra del marcado perfil de Gurker, su sombrero de copa inclinado sobre su nariz prominente, los muchos pliegues de su bufanda por delante de mi sombra y de la de Ralphs, mientras proseguíamos indolentemente nuestro camino. Pasé a una distancia de veinte pulgadas de la puerta. ‘Si les doy las buenas noches y entro’, me pregunté, ‘¿qué ocurrirá?’ Pero estaba totalmente sobre ascuas, esperando aquella palabra de Gurker.

—No pude contestarme a aquella pregunta sumido en la maraña de mis otros problemas. ‘Creerán que estoy loco’, pensé. ‘¿Y supongamos que desapareciera ahora? ¡Asombrosa desaparición de un político eminente!’ Eso pesó demasiado. Un millón de inconcebibles consideraciones mezquinas y mundanas pesaron sobre mí durante aquella crisis.

Entonces, se volvió hacia mí con una sonrisa afligida y, hablando lentamente, dijo: —¡Y aquí estoy!

—¡Aquí estoy! —repitió— y he perdido mi oportunidad. Tres veces en un solo año la puerta se ofreció a mí… esa puerta que conduce a la paz, al goce, a la belleza más allá de lo que se pueda soñar, a una dulzura que ningún hombre sobre la tierra puede conocer. Y yo la he rechazado, Redmond, y ha desaparecido para siempre…

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Lo sé. Solo me queda, como expiación, perseverar en las tareas que con tanta fuerza me retuvieron cuando llegaron mis momentos. Dices que yo tengo éxito… esta cosa vulgar, chillona, fastidiosa y envidiada. Sí, lo tengo. —Tenía una nuez en su gran mano. —Si esto fuera mi éxito —dijo, y la trituró, y alargó la mano para que yo la viera.

—Déjame que te diga algo, Redmond. Esta pérdida me está destruyendo. Desde hace dos meses, casi diez semanas, no he atendido a mi trabajo en absoluto, excepto a las obligaciones más necesarias y urgentes. Mi alma está llena de implacable pesar. Por las noches, cuando es menos probable que me reconozcan, salgo a la calle. Y camino a la ventura. Sí. Me pregunto qué pensaría la gente si lo supiera. Un Ministro del Gabinete, la cabeza responsable del departamento más vital de todos, vagando a la ventura solo… afligido… algunas veces lamentándose ostensiblemente… ¡por una puerta, por un jardín!

La puerta en el muro

[Cuento - Texto completo.]

H.G. Wells

I

Hace aproximadamente tres meses, en una noche confidencial, Lionel Wallace me contó esta historia de la Puerta en el Muro. Y en aquel momento pensé que, en lo referente a mi amigo, la historia era verídica.

Me la contó con tan sencilla y directa capacidad de persuasión que no tuve más remedio que creerle. Pero a la mañana siguiente, en mi piso, me desperté en una atmósfera diferente.

Y mientras yacía en la cama y rememoraba las cosas que me había contado, despojadas del hechizo de su voz lenta y grave, privadas del foco tamizado de la luz de la mesa, de la atmósfera indefinida que nos envolvía a ambos y del agradable brillo de las cosas, del postre, de los vasos y de la mantelería de la cena que habíamos compartido, que las había convertido en aquel momento en un pequeño mundo brillante muy alejado de las realidades cotidianas, todo aquello me pareció francamente increíble.

—¡Ha sido una mixtificación! —me dije, y luego: —¡Qué bien lo ha hecho!… ¡Eso es lo último que me hubiera esperado de él!

Más tarde, mientras sorbía el té matutino sentado en la cama, me encontré intentando explicarme el sabor de realidad que me había dejado perplejo en sus reminiscencias imposibles, suponiendo que, en cierto modo, hubieran sugerido, presentado, transmitido —casi no sé qué palabra utilizar— unas experiencias que de otro modo resultaban imposibles de relatar.

Bien, ahora no voy a recurrir a esa explicación porque mis dudas intermitentes ya han quedado superadas. Creo, como creí en el momento del relato, que Wallace me desveló lo mejor que pudo la verdad de su secreto. Pero si vio o solo creyó ver, si él fue poseedor de un inestimable privilegio o víctima de un sueño fantástico, no puedo pretender adivinarlo. Ni siquiera las circunstancias de su muerte, que acabaron para siempre con mis dudas, arrojan alguna luz sobre el asunto.

El lector deberá juzgar por sí mismo.

No recuerdo ahora qué comentario fortuito o qué crítica mía pudo inducir a un hombre tan reticente a confiar en mí. Estaba, creo yo, defendiéndose de una imputación de negligencia y falta de credibilidad que yo le había hecho en relación con un gran movimiento de opinión pública en el que él me había decepcionado. Pero me espetó repentinamente: —Tengo… una preocupación.

—Sé —prosiguió tras una pausa— que he sido negligente. El caso es… no se trata de un caso de fantasmas o de apariciones…, sino… de algo extraño difícil de contar, Redmond… estoy hechizado. Estoy hechizado por algo… que es como si me extirpara la luz de las cosas llenándome de anhelos…

Hizo una pausa, frenado por esa timidez tan inglesa que a menudo se adueña de nosotros cuando hablamos de cosas conmovedoras, graves o bellas.

—Tú también estuviste en Saint Athelstan’s —dijo, y por un momento aquello me pareció bastante irrelevante—. Bien… —y se detuvo. Entonces, vacilando mucho al principio, pero con mayor soltura después, empezó a contarme el hecho que se ocultaba en su vida, el persistente recuerdo de belleza y felicidad que colmaba su corazón de anhelos insaciables, que convertían todos los intereses y el espectáculo de la vida en el mundo, en algo anodino, tedioso y vano para él.

Y ahora que tengo un indicio, el hecho parece estar visiblemente escrito en su rostro. Tengo una fotografía en la que ha sido captada e intensificada aquella mirada de desinterés. Me recuerda lo que en una ocasión dijo de él una mujer, una mujer que le había amado mucho.

—De repente —había dicho— el interés le abandona. Se olvida de ti. No le importas un comino… ante sus mismísimas narices…

Sin embargo, no siempre le abandonaba el interés, y cuando mantenía su atención sobre algo, Wallace sabía ingeniárselas para ser un hombre extremadamente brillante. Su carrera, en efecto, está sembrada de éxitos. Me dejó atrás hace mucho tiempo, voló a gran altura por encima de mi cabeza y descolló en un mundo en el que, de todas formas, yo no habría podido descollar. Solo tenía treinta y nueve años y ahora dicen que si hubiera vivido, habría ocupado un alto cargo y que con toda probabilidad formaría parte del nuevo Gabinete.

En el colegio siempre me aventajaba sin esfuerzo, como si fuera algo natural. Fuimos condiscípulos en el Saint Athelstan’s College de West Kensington durante casi toda nuestra época escolar. Tenía mi mismo nivel al llegar al colegio, pero me dejó muy atrás en una brillante sucesión de becas y de excepcional comportamiento. Sin embargo, creo que mi conducta fue más que aceptable. Y fue en el colegio donde oí hablar por primera vez de la ‘Puerta en el Muro’, de la que no volvería a saber nada hasta un mes antes de su muerte.

Para él, al menos, la Puerta en el Muro era una puerta real, que conducía a unas realidades inmortales a través de un muro real. De eso ahora estoy totalmente seguro.

Y apareció en su vida muy pronto, cuando era un niño de cinco o seis años. Recuerdo, mientras se sentaba a hacerme su confesión con lenta gravedad, la forma en que razonaba y cavilaba sobre esta fecha. —Había —decía— una enredadera rojiza de Virginia… de un tono rojizo brillante y uniforme, apoyada sobré un muro blanco intensamente iluminado por la luz ambarina del sol. Eso se me quedó grabado de alguna manera, si bien no recuerdo exactamente cómo, y había hojas de castaño esparcidas sobre el perfecto empedrado delante de la puerta verde. Las hojas tenían manchas amarillas y verdes, sabes, no estaban ni secas ni sucias, por lo que debían estar recién caídas. Deduzco, por lo tanto, que era el mes de octubre. Todos los años estoy pendiente de las hojas de los castaños, y si no lo sé yo…

—Entonces, si estoy en lo cierto, debía de tener cinco años y cuatro meses.

Fue, me dijo él, un niño bastante precoz…, aprendió a andar a una edad anormalmente temprana y estaba tan sano y era tan ‘hombrecito’, como diría la gente, que le permitían una cantidad de iniciativas que la mayoría de los niños no asumen, a duras penas, hasta los siete u ocho años. Su madre había muerto cuando él tenía dos años y se encontraba al cuidado de una institutriz menos vigilante y autoritaria.

Su padre era un hombre de leyes severo y preocupado que le prestó poca atención y esperaba grandes cosas de él. Por su mucha inteligencia creo yo que la vida debió parecerle gris y anodina. Y así, un buen día, se fue a la ventura.

No podía recordar qué negligencia concreta le había permitido escaparse, ni tampoco el rumbo que había tomado entre las calles de West Kensington. Todo eso se había difuminado entre las brumas irremediables de su memoria. Pero el muro blanco y la puerta verde se mantenían firmes con perfecta claridad.

A juzgar por su recuerdo de aquella experiencia infantil, nada más ver aquella puerta había experimentado una insólita emoción, una atracción, un deseo de acercarse a ella, de abrirla y de cruzarla. Y al mismo tiempo había tenido la más absoluta convicción de que sería imprudente o desacertado por su parte —no supo decir cuál de las dos cosas— ceder a aquella atracción. Insistió, como dato curioso que conocía desde el principio, en que a menos que la memoria le hubiera jugado una mala pasada, la puerta no estaba cerrada y que podía entrar en cuanto se lo propusiera.

Me parece estar viendo la figura de aquel niño, atraído y repelido. Y también tenía muy claro en su mente que, aunque jamás se explicara el motivo por el que tenía que ser así, su padre se enfadaría mucho si él atravesaba aquella puerta.

Wallace me describió aquellos momentos de vacilación con todo lujo de detalles. Pasó justo delante de la puerta y entonces, con las manos en los bolsillos y haciendo un intento infantil de silbar, se paseó hasta más allá del final del muro. Allí recuerda que había un buen número de tiendas sórdidas y sucias y, en especial, la de un fontanero y decorador con un desorden polvoriento de cacharros, tubos, planchas de plomo, grifos, muestrarios de papeles pintados y botes de esmalte. Se detuvo allí fingiendo examinar estas cosas, suspirando por la puerta verde, deseándola apasionadamente.

Luego, dijo, sintió una oleada de emoción. Corrió hacia ella, no fuera a ser que la vacilación volviera a apoderarse de él, la abrió de un empujón con la mano estirada y dejó que la puerta verde se cerrara de golpe tras él. Y así, en un tris, se encontró en el jardín que le obsesionaría durante toda su vida.

A Wallace le resultaba muy difícil transmitirme la exacta sensación que le había producido aquel jardín.

Había algo en su atmósfera que regocijaba, que le daba a uno una sensación de ligereza, de suceso venturoso y de bienestar; había algo en su visión sutilmente luminoso que daba perfección y nitidez a todos sus colores. En el mismo instante de entrar, uno se sentía exquisitamente feliz, como solo en raros momentos y cuando se es joven y alegre puede sentirse uno en este mundo. Y allí todo era hermoso…

Wallace meditó antes de proseguir su relato.

—Verás —me dijo, con la titubeante inflexión de un hombre que se demora sobre unas cosas increíbles—, había allí dos grandes panteras… Sí, panteras moteadas. Y no tuve miedo. Había una larga y ancha vereda con arriates de flores orillados de mármol a ambos lados, y estas dos enormes y aterciopeladas bestias jugaban allí con una pelota. Una de ellas levantó la vista y vino hacia mí, con un poco de curiosidad, al parecer. Vino directamente hasta mí, frotó su suave y redonda oreja en la manita que yo le tendía, y ronroneó. Te digo que se trataba de un jardín encantado. Lo sé. ¿Que si era grande? ¡Oh! Se extendía a lo largo y a lo ancho en todas las direcciones. Creo que había colinas en la lejanía. Dios sabe adonde había ido a parar West Kensington de repente. Y en cierto modo, era como volver al hogar.

—¿Sabes? En el mismo instante que se cerró la puerta detrás de mí, olvidé la calle con sus hojas caídas, sus coches y los carros de los artesanos, olvidé la rémora que me hacía gravitar hacia la disciplina y la obediencia del hogar, olvidé todas las vacilaciones y temores, olvidé la discreción, olvidé todas las realidades íntimas de esta vida. En un momento me convertí en un niño maravillado y feliz en otro mundo. Era un mundo de distinta calidad, con una luz más cálida, más penetrante y suave, con una atmósfera clara y venturosa y unas bandadas de nubes bañadas por el sol que surcaban el azul de su cielo. Y ante mí se extendía esta larga y ancha vereda, tentándome, con macizos carentes de malas hierbas a ambos lados, rebosantes de flores crecidas libremente, y estas dos grandes panteras. Puse mis manitas sin temor sobre su suave piel y acaricié sus redondas orejas y los sensibles recodos ocultos tras ellas, y jugué con ellas y era como si me estuvieran dando la bienvenida al hogar. Notaba una aguda sensación de regreso al hogar en mi corazón y cuando al poco apareció una muchacha alta y rubia en la vereda y salió a mi encuentro, sonriéndome y diciendo: ‘¿Y bien?’, y me levantó y me besó y volvió a ponerme en el suelo y me tomó de la mano, no mostré ningún asombro, sino solo una impresión de deliciosa naturalidad, de que me recordaran las cosas dichosas que de forma harto extraña me habían sido sustraídas.

Había anchos peldaños rojos, lo recuerdo muy bien, que aparecieron a la vista entre espigas de consuelda, y después de subirlos, llegamos a una gran avenida que transcurría entre árboles muy antiguos y frondosos. A lo largo de toda esta avenida, sabes, entre los tallos rojos agrietados, había asientos de honor de mármol y estatuas y palomas blancas muy mansas y sociables.

—Mi amiga me condujo a lo largo de esta fresca avenida, mirando hacia abajo (recuerdo sus facciones agradables, la barbilla finamente modelada de su dulce y gentil rostro), haciéndome preguntas con voz suave y acariciadora, y contándome cosas, cosas bonitas, lo sé, si bien jamás he sido capaz de recordar lo que eran… De pronto, un mono capuchino, muy limpio, con un pelo marrón rojizo y simpáticos ojos color avellana, bajó de un árbol hacia nosotros y corrió junto a mí, mirándome y haciéndome muecas y brincando de repente sobre mi hombro. Así que los dos proseguimos nuestro camino envueltos en una gran felicidad.

Hizo una pausa.

—Prosigue —dije yo.

—Recuerdo pequeñas cosas. Pasamos junto a un anciano absorto entre los laureles, lo recuerdo, y por un lugar regocijado por los papagayos y, a través de un amplio peristilo sombreado, llegamos ante un palacio fresco y espacioso, lleno de fuentes placenteras, lleno de cosas hermosas, lleno de cuantos caprichos pudieran antojársele al corazón. Y había muchas cosas y muchas personas, algunas de las cuales aún las recuerdo con claridad y otras, en cambio, más vagamente; pero todas estas personas eran hermosas y amables. En cierto modo, no sé exactamente cómo, se me dio a entender que todas eran amables conmigo, que estaban contentas de tenerme allí, y me colmaban de alegría con sus gestos, con el tacto de sus manos, por la mirada de bienvenida y afecto que había en sus ojos. Sí…

Caviló durante un rato. —Allí encontré compañeros de juegos. Y eso fue mucho para mí, porque yo era un niño solitario. Jugaban a unos juegos deliciosos en un prado cubierto de hierba donde había un reloj de sol hecho de flores. Y mientras uno jugaba, uno amaba…

—Pero… es extraño… hay un vacío en mi memoria. No recuerdo los juegos a que jugábamos. Jamás los recordé. Más tarde, de chico, pasé muchas horas intentando, incluso con lágrimas, recordar la forma de esta felicidad. Quería volver a jugar a ella una y otra vez… en mi cuarto de juegos… solo. ¡No! Todo lo que recuerdo es aquella felicidad y a los dos queridos compañeros de juegos que fueron más cariñosos conmigo… Luego, de improviso, apareció una mujer morena y sombría, con cara pálida y grave y ojos soñadores, una mujer sombría vestida con una túnica larga y lisa de púrpura pálida, y que llevaba un libro, y me hizo señas y me llevó aparte con ella hasta una galería que se asomaba a un vestíbulo… si bien mis compañeros de juegos se mostraban reacios a dejarme marchar y dejaron de jugar y se quedaron mirándome mientras me arrancaban de su lado, ‘¡Vuelve con nosotros!’, gritaron. ‘Vuelve pronto con nosotros’. Alcé la vista hacia ella, pero no les prestó la menor atención. Su cara era muy dulce y grave. Me llevó hasta un asiento de la galería y me quedé de pie junto a ella, dispuesto a mirar en su libro mientras empezaba a abrirlo sobre sus rodillas. Las páginas se abrieron. Ella señaló y yo miré, maravillado, porque en las páginas vivientes de aquel libro me vi a mí mismo; era un cuento sobre mí, y en él se encontraban todas las cosas que me habían ocurrido desde mi nacimiento…

—A mí me parecía maravilloso, porque las páginas del libro no eran estampas, ¿comprendes?, sino realidades.

Wallace se detuvo gravemente y me miró con aire de duda.

—Prosigue —le dije—. Te comprendo.

—Eran realidades… sí, deben de haberlo sido, sin duda; la gente se movía y las cosas iban y venían dentro de ellas; mi querida madre, a quien casi había olvidado, luego mi padre, severo y recto, los criados, el cuarto de juegos, todas las cosas familiares de mi hogar. Luego la puerta principal y las calles bulliciosas con el vaivén del tráfico. Miré y me maravillé, y volví a mirar confundido la cara de la mujer y pasé las páginas, saltándome esto y lo otro, para ver cada vez más de este libro, y así llegué por fin al momento en que, indeciso y vacilante, titubeaba ante la puerta verde del largo muro blanco, y volví a sentir el mismo conflicto y el mismo miedo.

—¿Y luego? —grité yo, y hubiera vuelto la página, pero la fría mano de la grave mujer me detuvo.

—¿Y luego? —insistí yo, y luché dulcemente con su mano, levantando sus dedos con todas mis fuerzas infantiles, y mientras cedía y yo pasaba la página, se inclinó hacia mí como una sombra y me besó en la frente.

—Pero en la página no se veía el jardín encantado, ni las panteras, ni la muchacha que me había llevado de la mano, ni los compañeros de juegos que se habían mostrado tan reacios a dejarme marchar. Se veía una calle larga y gris de West Kensington, en aquella fría hora de la tarde antes de que se enciendan los faroles; y yo estaba allí, como una figurita desamparada, llorando fuertemente, que era todo lo que podía hacer para frenar mi pena, y lloraba porque no podía volver con mis queridos compañeros de juegos que me habían gritado al marcharme, ‘Vuelve con nosotros ¡Vuelve pronto con nosotros!’. Allí estaba. Ésta no era ninguna página de libro, sino la cruda realidad; ese lugar encantado y la mano firme de la grave madre junto a cuyas rodillas yo había permanecido de pie, se habían ido… ¿Y adónde habían ido?

Se detuvo nuevamente, y permaneció un rato contemplando el fuego fijamente.

—¡Oh, la calamidad de aquel regreso! —murmuró.

—¿Y bien? —dije yo tras un minuto o así.

—¡Cuán desdichado me sentía! ¡Otra vez de vuelta en este mundo gris! Y a medida que comprendía lo que me había sucedido en toda su totalidad, me abandoné a una pena absolutamente incontrolable. Y la vergüenza y la humillación de aquellas lágrimas en público y mi desgraciada vuelta al hogar no me han abandonado desde entonces. Estoy viendo de nuevo al anciano caballero de mirada benevolente y gafas de oro que se detuvo a hablar conmigo… pinchándome primero con su paraguas. — Pobrecito —dijo él—. ¿Es que te has perdido? —¡Y yo un niño londinense de unos cinco años! Y él, cómo no, debió recurrir a un amable policía, convertirme en un espectáculo público para acompañarme a casa después. Sollozando, llamativo y asustado, así fue como volví desde el jardín encantado hasta los peldaños de la casa de mi padre.

—Así es lo mejor que puedo recordar la visión de aquel jardín… el jardín que aún me obsesiona. Naturalmente, no puedo transmitir nada de aquella indescifrable calidad de irrealidad translúcida que todo lo envolvía, de aquella diferencia con las cosas que se experimentan comúnmente. Pero eso… eso es lo que sucedió. Fue un sueño, estoy seguro de que se trató de un sueño realizado a la luz del día y un sueño absolutamente extraordinario… ¡Hum! Naturalmente, la segunda parte fue un terrible interrogatorio por parte de mi tía, mi padre, la niñera, el ama de llaves… todo el mundo.

—Traté de contárselo todo, y mi padre me dio mi primera azotaina por contar mentiras.

Cuando más tarde intenté contárselo a mi tía, volvió a castigarme por mi persistencia en el embuste. Luego, como ya dije, a todo el mundo le fue prohibido escucharme ni una sola palabra de todo el asunto. Incluso llegaron a confiscarme mis libros de cuentos de hadas durante un tiempo… porque yo era demasiado ‘imaginativo’. ¡Ah, sí! ¡Eso es lo que hicieron! Mi padre pertenecía a la vieja escuela… y mi historia quedó sofocada en mí mismo. Se la susurraba a mi almohada… a mi almohada que con frecuencia resultaba húmeda y salada para mis labios susurrantes debido a mis lágrimas infantiles. Y siempre añadía a mis oraciones oficiales y poco fervientes esta sentida súplica: ‘Por favor Señor, que pueda soñar con mi jardín. ¡Oh! ¡Llévame otra vez a mi jardín!’. ¡Llévame otra vez a mi jardín! Soñé a menudo con el jardín. Podía haberlo aumentado, podía haberlo cambiado, no lo sé… Todo esto, comprendes, es un intento de reconstruir una experiencia muy temprana a partir de unos recuerdos fragmentarios. Entre éste y los demás recuerdos consecutivos de mi niñez hay un abismo. Llegó un momento en que me parecía imposible volver a hablar de esa visión maravillosa.

Yo le formulé una pregunta obvia.

—No —dijo él—. No recuerdo haber intentado jamás encontrar de nuevo el camino del jardín en aquellos primeros años. Ahora me parece extraño, pero creo que se debió probablemente a que mis movimientos fueron más estrechamente vigilados tras este percance para impedir que me extraviara otra vez. No, hasta que tú me conociste no volví a intentar encontrar el jardín. Y estoy seguro que hubo un período, por muy increíble que parezca ahora, en que olvidé completamente el jardín, y puede que fuera cuando tenía siete u ocho años. ¿Te acuerdas de mí cuando éramos muchachos en Saint Athelstan’s? ¡Cómo no!

—¿Y verdad que en aquellos días no mostré ninguna señal de tener un sueño secreto?

 

II

 

Levantó la vista con una sonrisa repentina.

—¿Jugaste alguna vez conmigo al ‘Pasaje al Noroeste’?… No, claro. ¡Tú no venías por mi camino!

—Era un juego tan emocionante —prosiguió— que todos los niños con mucha imaginación se pasaban el día jugando a él. Consistía en descubrir un Pasaje al Noroeste para llegar al colegio. El camino del colegio era muy sencillo y el juego consistía en encontrar alguno que no lo fuera, saliendo diez minutos antes en alguna dirección casi imposible y dando un rodeo pasando por calles inusuales para alcanzar la meta. Y un buen día quedé atrapado en la maraña de algunas calles bastante sórdidas que se encuentran al otro lado de Campden Hill y empecé a pensar que por una vez el juego se ponía en contra mía y que llegaría tarde al colegio. Me metí a la desesperada por una calle que parecía un callejón sin salida y encontré un pasaje en su extremo. Pasé por él apresuradamente y con esperanzas renovadas. ‘Voy a conseguirlo a pesar de todo’, me dije, y me encontré delante de una hilera de tiendecillas mugrientas que me resultaban inexplicablemente familiares y ¡mira por dónde, allí estaba mi largo muro blanco con la puerta verde que conducía al jardín encantado!

—Aquel descubrimiento cayó sobre mí como un mazazo. O sea, que aquel jardín maravilloso, ¡no había sido un sueño después de todo! Hizo una pausa.

—Supongo que mi segunda experiencia con la puerta verde marca la enorme diferencia que existe entre la vida atareada de un colegial y la ociosidad infinita de un niño. Con todo, esta segunda vez no pensé ni por un momento en entrar inmediatamente. Verás… por una parte, en mi cabeza no bullía más idea que la de llegar a tiempo al colegio… para no romper mi récord de puntualidad. No cabe duda de que debí sentir al menos algún pequeño deseo de abrir la puerta… sí. Debí sentirlo… Pero me parece recordar la atracción de la puerta principalmente como otro obstáculo para mi todopoderosa determinación de llegar al colegio. Estaba enormemente interesado en este descubrimiento, por supuesto… proseguí sin poder apartarlo de mi cabeza… pero proseguí. No me frenó. Pase corriendo por delante, saqué el reloj de un tirón y vi que aún me quedaban diez minutos, y a continuación estaba bajando la cuesta hacia un entorno más familiar. Llegué al colegio, sin resuello, es cierto, y empapado de sudor, pero a tiempo. Recuerdo que colgué mi abrigo y mi sombrero… Había pasado por delante y la había dejado atrás. ¡Qué extraño! ¿Verdad?

Me miró pensativo. —Claro que entonces no sabía que no estaría allí para siempre. Los colegiales tienen una imaginación limitada. Supongo que pensé que era absolutamente maravilloso saber que estaba allí, y saber volver hasta ella, pero la idea del colegio me arrastraba con fuerza. Me imagino que aquella mañana debí estar muy distraído y desatento, recordando cuanto podía a las hermosas y extrañas personas que pronto volvería a ver. Por muy extraño que parezca no albergaba ninguna duda en mi mente de que ellas se alegrarían de verme… Sí, debí pensar en el jardín aquella mañana solo como un bello lugar al que uno podía recurrir en los interludios de un intenso curso escolar.

—Aquel día no volví en absoluto. Al día siguiente tenía fiesta por la tarde y tal vez aquello influyera. Es posible que también mi falta de atención me acarreara algún castigo y me recortara el margen de tiempo necesario para dar el rodeo. No lo sé. Lo que sí sé es que mientras tanto el jardín encantado se apoderó hasta tal punto de mis pensamientos, que tuve que compartirlo con alguien. Se lo conté a… ¿Cómo se llamaba?… un jovencito con cara de hurón al que le habíamos puesto el apodo de Squiff.

—El joven Hopkins —dije yo.

—Hopkins, eso es. No me apetecía contárselo. Tenía la sensación de que al hacerlo iría, en cierto modo, en contra de las reglas, pero se lo conté. Solíamos hacer juntos parte del camino hacia casa, era hablador, y si no hubiéramos hablado del jardín encantado habríamos hablado de cualquier otra cosa, y a mí me resultaba intolerable pensar en ningún otro tema. Y así me fui de la lengua.

—Pues bien, él desveló mi secreto, y al día siguiente durante el recreo me encontré rodeado por media docena de chicos mayores que, medio en broma, sentían una profunda curiosidad por saber más sobre el jardín encantado. Estaba el grandullón de Fawcett… ¿Te acuerdas de él?… y Carnaby y Morley Reynolds. ¿Por casualidad, no estarías tú también? No, creo que lo recordaría si hubieras estado…

—Un muchacho es una criatura con extraños sentimientos. Yo me sentía, estoy totalmente seguro, a pesar de mi secreta sensación de disgusto, un poco halagado de gozar de la atención de estos grandullones. Recuerdo especialmente el instante de placer que me produjo el elogio de Cranshaw… ¿Te acuerdas de Cranshaw el mayor, el hijo de Cranshaw el compositor?… que dijo que era la mejor mentira que había oído en su vida. Pero al mismo tiempo me sentía invadido por una sensación de vergüenza realmente dolorosa por tener que contar lo que yo consideraba como el más sagrado de los secretos. Y ese bestia de Fawcett hizo un chiste sobre la muchacha de verde…

La voz de Wallace zozobró al revivir el recuerdo de aquella vergüenza. —Fingí no oír. Dijo—: Bien, entonces Wallace me llamó jovencito mentiroso y disputó conmigo cuando le dije que todo era verdad. Dije que sabía dónde encontrar la puerta verde y que podía llevarles allí en diez minutos. Carnaby se volvió insultantemente virtuoso y me dijo que tendría que hacerlo… tendría que demostrar mis afirmaciones o sufrir las consecuencias. ¿Te retorció a ti Carnaby alguna vez el brazo? Entonces quizá comprendas lo que hizo conmigo. Juré que mi historia era cierta. En aquella época no había nadie en el colegio que pudiera salvar a un muchacho de la furia de Carnaby, aunque Cranshaw dijo unas palabras en mi favor. Carnaby ya tenía lo que quería. Me excité y me puse colorado hasta las orejas y me asusté un poco. Me comporté absolutamente como un niño pequeño y tonto, y el resultado fue que en vez de dirigirme solo hacia mi jardín encantado, partí inmediatamente, con las mejillas ruborizadas, las orejas calientes, los ojos escocidos, y con el alma ardiéndome por la angustia y la vergüenza, a la cabeza de un tropel de seis condiscípulos burlones, curiosos y amenazadores.

—No encontramos jamás ni el muro blanco ni la puerta verde.

—¿Quieres decir que…?

—Quiero decir que no pude encontrarlos. Los habría encontrado si hubiera podido. Y más tarde, cuando pude ir solo, no pude encontrarlos. Jamás los encontré. Ahora me parece que siempre los estuve buscando durante mis años de colegio, pero jamás conseguí encontrarlos… ¡Jamás!

—¿Se pusieron muy desagradables… los compañeros?

—Muy desagradables… Carnaby celebró un consejo acusándome de mentira escandalosa.

Recuerdo que entré furtivamente en mi casa y subí a mi cuarto para ocultar las huellas de mis berridos. Pero cuando agoté mis lágrimas hasta quedarme por fin dormido, no lloraba por culpa de Carnaby, sino por el jardín, por la maravillosa tarde que había esperado pasar, por las dulces y afectuosas mujeres y por los compañeros de juegos que me aguardaban y por el juego que había confiado en volver a aprender, aquel hermoso juego que había olvidado…

Tuve la certeza de que si no lo hubiera contado… Lo pasé muy mal después de aquello… llorando por las noches y ensimismado durante el día. Me descuidé durante dos trimestres y tuve malas notas. ¿Te acuerdas? ¡Claro que te acuerdas! Fue por ti… el hecho de que tú me ganaras en matemáticas volvió a hacerme empollar.

 

III

 

Mi amigo permaneció un rato contemplando fijamente y en silencio el rojo corazón del fuego. Luego dijo:

—Jamás volví a verlo hasta que tuve diecisiete años. Surgió ante mis ojos por tercera vez mientras me dirigía en coche a la estación de Paddington, de camino a Oxford para conseguir una beca. Solo la vislumbré un momento. Estaba inclinado hacia adelante en mi cabriolet fumando un cigarrillo y considerándome, sin duda, un hombre de mucho mundo, cuando hete aquí, de repente, la puerta, el muro, la querida sensación de cosas inolvidables y todavía al alcance.

Charlábamos ruidosamente… yo demasiado cogido por sorpresa como para detener mi coche antes de haber pasado ampliamente de largo y haber doblado una esquina. Luego pasé por un momento extraño, un doble movimiento divergente de mi voluntad: golpeé suavemente la portezuela en el techo del coche y bajé mi brazo para sacar el reloj. ‘¡Sí, señor!’, dijo el cochero con viveza. —Esto… bueno… no, nada —grité yo—. ¡Me he equivocado! ¡No tenemos mucho tiempo! ¡Prosiga! —Y él prosiguió…

Obtuve mi beca. Y la noche después de que me dieran la noticia me senté junto al fuego de mi cuartito de arriba, mi estudio, en casa de mi padre, con sus elogios, sus raros elogios y sus sólidos consejos resonando en mis oídos, fumando mi pipa favorita, la formidable pipa de la adolescencia, y entonces me puse a pensar en aquella puerta del largo muro blanco. —Si me hubiera detenido —pensé— hubiera perdido mi beca, me hubiera perdido Oxford, hubiera echado a perder la excelente carrera que tengo en perspectiva. ¡Empiezo a ver mejor las cosas! —Me quedé cavilando profundamente, pero entonces no tenía duda alguna de que esta carrera mía era algo que merecía un sacrificio.

—Aquellos queridos amigos y la diafanidad de aquella atmósfera me parecieron muy entrañables, muy agradables, pero remotos. Ahora era el mundo quien se adueñaba de mi interés. Vi otra puerta entreabierta… la puerta de mi carrera.

Volvió a contemplar fijamente el fuego cuya luz rojiza hizo brotar de su cara, durante una fracción de segundo, una fuerza inquebrantable que enseguida volvió a desvanecerse.

—Bien —dijo, y suspiró—. Me he entregado a esa carrera. He trabajado mucho… y muy intensamente. Pero he soñado con el jardín encantado en un millar de sueños, y he visto su puerta o, al menos, la he vislumbrado cuatro veces desde entonces. Sí, cuatro veces. Hubo una época en que este mundo resultaba tan brillante e interesante, parecía tan lleno de significados y de oportunidades, que el encanto semiborroso del jardín resultaba, en comparación, dulce y remoto. ¿Quién piensa en dar palmaditas a las panteras cuando acude a cenar con bellas mujeres y hombres de fama? Volví a Londres desde Oxford convertido en una persona en quien se depositaban grandes esperanzas y creo haber hecho algo para cumplirlas. Algo… y, sin embargo, he sufrido decepciones… Me he enamorado dos veces, no me detendré en eso, pero una vez, cuando iba a ver a alguien que sabía que dudaba de que yo me atreviera a ir a verle, tomé por un atajo a la ventura que atravesaba una calle poco concurrida cerca de Earl’s Court, y así desemboqué directamente delante de un muro blanco y de una puerta verde familiar. ‘¡Qué extraño!’, me dije, ‘si yo creía que este lugar se encontraba en Campden Hill. Es el lugar que jamás he podido encontrar, algo así como contar las piedras de Stonehenge, el lugar de ese estrambótico sueño que tuve a la luz del día’. Y pasé de largo inmerso en mi propósito. Aquella tarde no tenía ningún atractivo para mí.

Solo experimenté un momentáneo impulso de tantear la puerta, a tres pasos de distancia de mí como mucho, aunque estaba totalmente seguro en el fondo de mi corazón de que se abriría ante mí, pero luego pensé que al hacerlo podría llegar tarde a aquella cita en la que estaba comprometido mi honor. Más tarde lamenté mi puntualidad; podía al menos haberme asomado para saludar con la mano a aquellas panteras, pero para entonces ya sabía que no hay que volver a buscar tardíamente aquello que no se ha encontrado buscándolo. Sí, aquella vez lo lamenté profundamente…

Vinieron años de duro trabajo después de eso y jamás volví a ver la puerta. Y solo hace muy poco que se me ha aparecido de nuevo. Volvió acompañada de una sensación… como si una sutil veladura se hubiera extendido por sí sola sobre mi mundo. Empecé a pensar con amargura y pena que jamás volvería a ver aquella puerta. Tal vez sufriera por exceso de trabajo o tal vez fuera aquella sensación que se tiene al llegar a los cuarenta, de la que tanto había oído hablar, no lo sé. Pero ciertamente la brillante perspicacia que convierte el esfuerzo en algo fácil acababa de desaparecer y justo en un momento en que con todos los nuevos acontecimientos políticos, yo debía estar trabajando. ¿Verdad que es extraño? Pero la vida empieza a parecerme realmente fatigosa y sus recompensas, a medida que me acerco a ellas, de pacotilla. He empezado hace poco a desear el jardín con todas mis fuerzas. Sí… y lo he visto tres veces.

—¿El jardín?

—¡No!… ¡la puerta! ¡Y no he entrado!

Se inclinó hacia mí sobre la mesa con una enorme aflicción en la voz mientras hablaba.

—Tres veces he disfrutado de la oportunidad… ¡Tres veces! Si alguna vez esa puerta vuelve a ofrecérseme, juro que entraré, que me alejaré de las fatigas de la vida, de los estériles oropeles de la vanidad y de estas laboriosas futilidades. Me iré y no volveré jamás. Esta vez me quedaré… Lo juré, y cuando llegó el momento no fui. Pasé por delante de aquella puerta tres veces en un año y no me resolví a entrar. Tres veces el año pasado.

La primera vez fue la noche del agrio desacuerdo sobre la Ley de Rescate de Arrendamientos, en la que el gobierno se salvó por una mayoría de tres votos. ¿Lo recuerdas? Nadie de nuestro partido y tal vez muy pocos de la oposición, esperaban que todo acabara aquella noche. Luego el debate se vino abajo como un castillo de naipes. Hopkins y yo estábamos cenando con su primo en Brentford; ambos estábamos desparejados, y cuando nos llamaron por teléfono salimos inmediatamente en el automóvil de su primo. Llegamos allí justo a tiempo, y en el trayecto pasamos por delante de mi muro y de mi puerta… lívida a la luz de la luna, manchada de un amarillo rojizo bajo la luz del resplandor de nuestros faros, pero inconfundible. —¡Dios mío! —exclamé yo. —¿Qué? —dijo Hopkins.

—¡Nada! —contesté, y el momento pasó.

He hecho un inmenso sacrificio —le dije al jefe del grupo parlamentario al entrar. —Todos lo han hecho —dijo él alejándose apresuradamente.

Aun ahora, no veo cómo podría haber obrado entonces de otra forma. Y la vez siguiente fue mientras me precipitaba a la cabecera de la cama de mi padre para darle el último adiós al austero anciano. También entonces las exigencias de la vida resultaban imperiosas. Pero la tercera vez fue diferente, solo hace una semana que ocurrió y me llena de insufribles remordimientos el mero hecho de recordarlo. Yo estaba con Gurker y Ralphs…, ahora ya no es ningún secreto, sabes, que yo sostuviera una charla con Gurker. Habíamos cenado en Frobisher’s, y la conversación había adquirido un tono íntimo entre los aledaños de la discusión. Sí, sí. Está todo decidido. No es necesario hablar de ello todavía, pero no hay ninguna razón para no hacerte partícipe del secreto. Sí… ¡gracias! Pero déjame que te exponga mi relato.

—Entonces, aquella noche, había muchas cosas en el aire. Mi posición era muy delicada. Ansiaba vivamente obtener una palabra definitiva por parte de Gurker, pero me veía obstaculizado por la presencia de Ralphs. Estaba utilizando toda la capacidad de mi ingenio para que aquella conversación ligera e intrascendente no se centrara con demasiada evidencia en el punto que me concernía. No tuve más remedio que hacerlo. El comportamiento de Ralphs desde entonces ha justificado con creces mi precaución… Sabía que Ralphs nos dejaría una vez pasada la High Street de Kensington y entonces podría sorprender a Gurker con mi repentina franqueza. Uno tiene que recurrir, a veces, a estas pequeñas estratagemas… Y fue entonces cuando en el margen de mi campo visual tuve conciencia una vez más del muro blanco; y la puerta verde se encontraba ante nosotros, al final de la calle.

—Pasamos por delante charlando. Pase por delante de ella. Aún estoy viendo la sombra del marcado perfil de Gurker, su sombrero de copa inclinado sobre su nariz prominente, los muchos pliegues de su bufanda por delante de mi sombra y de la de Ralphs, mientras proseguíamos indolentemente nuestro camino. Pasé a una distancia de veinte pulgadas de la puerta. ‘Si les doy las buenas noches y entro’, me pregunté, ‘¿qué ocurrirá?’ Pero estaba totalmente sobre ascuas, esperando aquella palabra de Gurker.

—No pude contestarme a aquella pregunta sumido en la maraña de mis otros problemas. ‘Creerán que estoy loco’, pensé. ‘¿Y supongamos que desapareciera ahora? ¡Asombrosa desaparición de un político eminente!’ Eso pesó demasiado. Un millón de inconcebibles consideraciones mezquinas y mundanas pesaron sobre mí durante aquella crisis.

Entonces, se volvió hacia mí con una sonrisa afligida y, hablando lentamente, dijo: —¡Y aquí estoy!

—¡Aquí estoy! —repitió— y he perdido mi oportunidad. Tres veces en un solo año la puerta se ofreció a mí… esa puerta que conduce a la paz, al goce, a la belleza más allá de lo que se pueda soñar, a una dulzura que ningún hombre sobre la tierra puede conocer. Y yo la he rechazado, Redmond, y ha desaparecido para siempre…

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Lo sé. Solo me queda, como expiación, perseverar en las tareas que con tanta fuerza me retuvieron cuando llegaron mis momentos. Dices que yo tengo éxito… esta cosa vulgar, chillona, fastidiosa y envidiada. Sí, lo tengo. —Tenía una nuez en su gran mano. —Si esto fuera mi éxito —dijo, y la trituró, y alargó la mano para que yo la viera.

—Déjame que te diga algo, Redmond. Esta pérdida me está destruyendo. Desde hace dos meses, casi diez semanas, no he atendido a mi trabajo en absoluto, excepto a las obligaciones más necesarias y urgentes. Mi alma está llena de implacable pesar. Por las noches, cuando es menos probable que me reconozcan, salgo a la calle. Y camino a la ventura. Sí. Me pregunto qué pensaría la gente si lo supiera. Un Ministro del Gabinete, la cabeza responsable del departamento más vital de todos, vagando a la ventura solo… afligido… algunas veces lamentándose ostensiblemente… ¡por una puerta, por un jardín!

 

IV

 

Aún ahora parece que estoy viendo el sombrío fuego que desacostumbradamente se había apoderado de sus ojos. Le veo muy vívidamente esta noche. Estoy aquí sentado rememorando sus palabras, sus tonos, y la Westmisnter Gazette de ayer tarde yace todavía en mi sofá, conteniendo la noticia de su muerte. Hoy, a la hora del almuerzo, el club estaba muy concurrido a causa de su muerte. No se hablaba de otra cosa.

Encontraron su cuerpo ayer por la mañana muy temprano en una profunda excavación cerca de la estación de East Kensington. Es uno de los dos pozos realizados en relación con una ampliación de los ferrocarriles del sur. Está protegido de los intrusos mediante una empalizada de madera situada en la parte alta de la calle, en la que se ha abierto una pequeña entrada para comodidad de algunos de los obreros que viven en aquella dirección. Por un malentendido entre dos miembros de la cuadrilla, la entrada no había sido bloqueada y por ella debió pasar Wallace.

Mi mente está inmersa en un mar de preguntas y enigmas.

Al parecer, aquella noche, él realizó todo el trayecto andando desde la Cámara. Solía ir a pie, con frecuencia, hasta su casa durante la última sesión, y así es como me imagino su oscura silueta vagando por las desiertas calles, arropada y ensimismada, por lo tardío de la hora. Y luego, ¿acaso las pálidas luces eléctricas cercanas a la estación dotaron a la tosca empalizada de un simulacro de blanco? ¿Despertó en él algún recuerdo aquella puerta fatal sin cerrar? ¿Acaso hubo alguna vez una puerta verde en el muro, después de todo?

Yo no lo sé. He contado esta historia igual que él me la contó a mí. Hay veces en que creo que Wallace no fue más que la víctima de una coincidencia entre una rara, aunque no sin precedentes, clase de alucinación y una trampa producto del descuido, pero de eso, si he de ser sincero, no tengo una convicción muy profunda.

Podéis tildarme de supersticioso, si queréis, y de disparatado, pero en verdad, estoy bastante convencido de que él estaba dotado de un don prodigioso, y de un sentido —ignoro cuál— que, bajo la apariencia de un muro y de una puerta, le ofrecía una salida, una secreta y peculiar vía de escape a otro mundo absolutamente más hermoso. En cualquier caso, le traicionó al final, diréis vosotros. Pero, ¿le traicionó realmente? Aquí os enfrentáis con el más recóndito misterio de estos soñadores, de estos hombres visionarios e imaginativos. Para nosotros el mundo solo tiene formas vulgares, una empalizada, un foso… De acuerdo con nuestras normas cotidianas, él pasó de la seguridad a las tinieblas, al peligro, y a la muerte.

Pero, ¿fue realmente así para él?

*FIN*


“The Door in the Wall”.
The Daily Chronicle, 1906
Fuente: Ciudad Seva

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