sábado, 23 de noviembre de 2024

Voces perdidas en la nieve”, un cuento de Mavis Gallant

 



A mitad del período de entreguerras, los padres que en su propia infancia habían sido formados con rigor eduardiano eran propensos a darles un tono categórico a preguntas muy simples: “Porque lo digo yo” era la respuesta a “¿Por qué?”, y la respuesta de un niño a “¿Qué te acabo de decir?” pocas veces podía ser distinta a “Que no” –que no digas, hagas, toques, saques, salgas, discutas, rechaces, comas, levantes, abras, grites, pongas mala cara, se te vea enojado–. 


 Los rincones de la vida estaban llenos de oscuros enigmas porque se pensaba que no era necesaria ninguna aclaración. Hacer preguntas era “ser cansadora”, a la vez que una curiosidad insistente no llevaba a ningún lado, por lo menos no a un lugar de interés. ¿Cuánto de eso ha cambiado? Observen la gran cantidad de palabras que bajan de los adultos a los niños; la cascada de preguntas personales, observaciones, instrucciones innecesarias. El oyente no tarda mucho en quedar totalmente tapado. Tiene que escuchar la voz como a la autoridad velada, un zumbido a través de la nieve. El tono ha cambiado –puede ser persuasivo, incluso lastimero–, pero las palabras casi no han variado. Todavía reclaman el antiguo derecho de paso a través de una vida joven.


“Hola, viejo pistola –le dijo a mi padre su amigo Archie McEwen, un sábado en que nos lo cruzamos en Montreal–. ¿Cómo lleva Charlotte la vida en el campo?”. Aparentemente nadie esperaba que mi madre aceptara el campo en invierno.

“Hola, viejo pistola –le repetí a un vecino en el campo, Mr. Bainwood–. ¿Cómo estás?”. ¿Qué se imaginan que eso significaba para mí salvo en su sentido literal? Mr. Bainwood lo pensó, después pasó por casa y se quejó a mi madre.

“No es una blasfemia”, dijo ella, negándole la satisfacción que le generaba quejarse. Sin embargo tuve que disculparme. “Perdón” era un hábito ritual con menos significado aún que “viejo pistola”.

–No lo vuelvas a decir –dijo mi madre una vez que él se fue.

–¿Por qué no?

–Porque lo digo yo.

–¿Qué significa?

–Nada.

Debe haber sido después de un segundo “nada” que un día de verano corrí gritando alrededor de un jardín, decapité a los tulipanes, y, no, dejemos que esto lo complete otra voz, las únicas voces legítimas que tengo pertenecen a los muertos: “…después se los comió”.

Si me llevaba a visitar a un amigo los sábados, mi padre tenía la costumbre de no decir adónde íbamos. Él era el más taciturno de todos los hombres que yo haya conocido, pero eso no era todo; por ser una niña, a nadie se le ocurría pensar que me debían explicaciones. Estos sábados se han convertido en una sola tarde blancuzca, una nevada sin viento, una calle escarpada. Dos personas bajan por la calle, caminando con cuidado. La niña, a la que cada día le recuerdan que deje quietas las manos, gesticula con vehemencia, hay un destello rojo del mitón. Nunca voy a adelantarme a estos dos. Sus voces se pierden en la nieve.

Estábamos viviendo en lo que se solía llamar el campo y hoy en día es un suburbio de Montreal. Los sábados, mi padre y yo viajábamos a la ciudad en tren. Yo iba al doctor, el dentista, a mis clases de alemán. Después tenía que volver a la estación Windsor por mi cuenta y en horario. Mi padre me daba un reloj de hombre para que la esfera fuera grande y clara. Recuerdo el tranvía número 83 traqueteando colina abajo y a mí, preocupada por si el reloj estaba atrasado, preguntándoles la hora a desconocidos. Inevitablemente –¿cómo podría ser de otra manera?– después de su muerte, que no tardaría en llegar, yo soñaba que alguien importante se había tomado el tren sin mí. Mi camino hacia el encuentro –desviada, traicionada por relojes que se detenían– era siempre colina abajo. Cuando fui lo suficientemente grande como para entender, gracias a mis lecturas de los mitos y leyendas, que este viaje era una búsqueda de la oscuridad y su última estación un inframundo sin sol, el sueño se desvaneció.

A veces mi padre me llevaba a almorzar con alguno de sus amigos. Se citaban en Pauze’s para comer ostras o en Drury’s o en el Windsor Grill. El amigo casi siempre era escocés o sonaba anglo, y hablaban como si yo fuera invisible, como había hecho Archie McEwen, y comían lo que yo pensaba que era comida inglesa –riñones grillados, mollejas–, cosas que yo era demasiado quisquillosa para probar. A mis padres, a ambos, los habían perseguido de niños obligándolos a comer así que no me infligieron a mí esa tortura en particular. Sin embargo, la forma en que yo comía era sometida a escrutinio. Mi padre desaprobaba la costumbre estadounidense de lo que él llamaba “arponear (el cuchillo apoyado en el plato, el tenedor en la mano derecha). La mirada de mi madre estaba atenta a la espalda recta, a la masticación invisible, a los bocados pequeños, al silencio inmóvil durante la interminable sobremesa de los adultos. A mi madre le era indiferente la comida. Si estábamos solas, se sentaba a fumar y a leer, y a tomar café negro, apoyada en los codos, una postura que me hubiese hecho merecedora del destierro inmediato con solo intentarla. Ser observada y corregida constantemente era como tener una mosca zumbando alrededor del plato. En Pauze’s, la única niña, quizás la única mujer, me sentaba derecha en el mostrador de roble y comía ostras, sin saber exactamente lo que eran y, por cierto, sin saber que estaban vivas. Las servían como en “La morsa y el carpintero”, con pan y manteca, pimienta y vinagre. El postre era torta de chocolate; había porciones a lo largo de la barra. Cuando mi padre y yo comíamos solos, no se esperaba que yo dijera mucho, ni podía esperar mucho a modo de respuesta. Después de estar hablándole por un rato, a veces él volvía a la vida de repente y yo sabía que había estado en otra parte. “Por supuesto que estaba escuchando”, protestaba, y repetía a manera de prueba las últimas palabras de lo que fuera que yo había estado diciendo. Raramente estaba presente. No sé dónde pasaba mi padre su vida despierto: simplemente en otra parte.¿Qué estaba haciendo solo con una niña? ¿Dónde estaba su esposa? En el campo, leyendo. Leía un libro detrás de otro sin levantar la vista, sin retirar la escarcha de las ventanas. “Los rusos, no sabes, los rusos”, nos decía a su madre y a mí, mirando a su alrededor de la manera drogada que tienen los adolescentes lectores. “Ponen sal en los alféizares en invierno”. Sí, eso hacían, en el siglo XIX, en la infancia de Turguenev, de Tolstoi. La sal absorbía la humedad entre los dos vidrios sellados durante la mitad del año. Ella debe haber estado en una casa de campo rusa en ese momento, rodeada por una numerosa familia rusa, viviendo grandes complicaciones rusas.

Los campos chatos y blancos del otro lado de sus ventanas imaginarias eran iguales a los campos chatos y blancos que habría visto si tan solo hubiera mirado. Era miope; la pupila cuando había estado leyendo parecía su ojo entero. ¿Qué edad tenía entonces? Veintisiete, veintiocho. Su esposo la había mudado al campo; ahora que estaban allí él casi nunca hablaba. Qué joven me parece ella ahora, la mitad de veintiocho en cuanto a su capacidad de comprender y sus sentimientos, pero con un esposo, una hija, una casa, una vida, una mucama analfabeta del pueblo en cuya vida privada interfería con tejemanejes, un pequeño zoológico de animales al que alternativamente amaba y olvidaba; y era la hija de una mujer tan sensata, honesta y pesimista, pesimista como se ponen las mujeres que se conforman con lo que hay.

Nuestras habitaciones no eran rusas, se las aireaba cada día y la sal se convertía en una molestia, volándose al piso.

“¿Ves, Charlotte, qué te dije?”, decía mi abuela. A esta abuela no le interesaban ni los sueños ni los niños. Si yo intuía lo primero, no tenía ni el más remoto indicio de lo segundo. Por decencia se lo callaba, al menos en presencia de un niño. Tenía la reputación, compartida con una niñera desaparecida hacía tiempo llamada Olivia, de ser capaz de “hacer lo que fuera” conmigo, que significaba simplemente la habilidad de provocar en un niño el comportamiento adecuado para los adultos. Fue ella la que me enseñó a comer a la manera continental, con las dos manos a la vista sobre la mesa todo el tiempo, y la que me hacía sentar durante las comidas con libros bajo los brazos para que aprendiera a no volar con los codos. Recuerdo haber aceptado esta tontería de su parte sin ningún rastro de resentimiento. Como Olivia, ella podía hacer que el tipo de entrenamiento más inútil pareciera una forma de vida natural. (Creo que en lo que concierne a la disciplina esta debe ser la forma más peligrosa de todas). Era una de los tres padrinos que yo tenía, la importante. Me es imposible entrar en la mente de esta agnóstica que me enseñaba a rezar, que ya había abandonado cualquier resquicio de fe cuando me entregó a la pila bautismal. Sé que se casó tarde y a regañadientes; hubiera preferido una vida de soledad e independencia, casi imposible en una mujer de su época. Tenía la voz segura de una maestra nata, modales bruscos, veloces ojos azules y una figura cuadrada y maciza común a las dos líneas de sus ancestros: el oeste de Francia y el norte de Alemania. Que mi abuela dijera “¿ves, Charlotte, qué te dije?” y que no obtuviera una respuesta era la síntesis de ambas: madre e hija.

El amigo de mi padre Malcolm Whitmore era mi padrino. Se peleó con mi madre cuando ella dijo algo frívolo sobre Mussolini, desapareció, se murió en Europa algunos años más tarde, aunque tal vez no fuera peleando por Franco, como decía mi madre. Con frecuencia ella reescribía las vidas de los demás, dotándolos de finales adecuados y armoniosos. En su versión de los acontecimientos se suponía que debías morir como habías vivido. Él me escribía a veces, preguntándome: “¿Ya te has confirmado?”. Nunca había ocupado un espacio y no dejaría un vacío con su muerte. La tercera, madrina también, era una mujer joven llamada Georgie Henderson. Fue elección de mi madre, por mucho tiempo su confidente, su partidaria y su íntima simpatizante. Algo pasó y dejaron de verse. Georgie no era su verdadero nombre, era Edna May. Una de las razones por las que se había distanciado de mi madre era porque no me habían puesto Edna May de nombre. Aparentemente, esto había sido una promesa.

Sin decirme adónde íbamos, mi padre me llevó un sábado a la tarde a visitar a Georgie.

“No dijiste que traerías a Linnet” fue el recibimiento que le dio ella. Estábamos parados en el pasillo de un departamento largo, caluroso y de techos altos, zapateando nieve derretida en la alfombra.

Él dijo: “Bueno, es tu ahijada, y estuvo enferma”.

Mi madrina cerró la puerta de entrada y se apoyó de espaldas contra el marco. Es en esta pose inesperadamente dramática como la recuerdo. Sería injusto repetir lo que creo haber visto entonces, porque ella y yo nos encontraríamos una vez más, solo una vez, muchos años después de esto, y yo podría reemplazar un rostro arrugado por uno liso y unas manos toscas, de nudillos grandes, por dedos que pueden haber sido delicados. Una tiene que dejar espacio para moverse al dar cuenta de una rival: “Debe haber tenido algo” es lo habitual después del inicial “¿Qué es lo que ve en ella? Debe estar sordo y ciego”. Georgie, explicada por mi madre como la hija natural de Sarah Bernhardt y una cigüeña, es solo una sombra, un trazo, con brazos y piernas largos y una de esas caras aplastadas de perro pekinés y ojos rasgados.

Su voz permanece –el susurro ronco de tabaco Virginia que asocio con tantas mujeres de esa generación, las amigas de mis padres–; una voz que debe haber alcanzado la mayoría de edad en la Montreal inglesa alrededor de 1920, cuando las chicas empezaron a cortarse el pelo y a fumar. En la madurez la voz se deslizaba de baja a áspera, y desarrollaba una tos crónica. Por el momento era fascinante para mí, opuesta en tono y velocidad a la de mi madre, que era demasiado alta y proclive a quebrarse, como la de una cantante incapaz de sostener una nota larga.

Era verdad que yo había estado enferma, pero no creo que mi madrina le diera mucha importancia a eso aquella tarde, más allá de haber dicho: “Está muy bien hablarlo ahora, pero a mí la verdad es que no me contaron casi nada, y con respecto a ese doctor, deberías escuchar lo que Ward piensa de él”. De este susurro confuso se desprendía una acusación a mi madre, por muchas transgresiones, por cierto, pero sobre todo por haber descartado al doctor Ward Mackey, el doctor de todos y un amigo de la familia. En la época de mi nacimiento, mi madre había decidido de golpe que le gustaba Ward Mackey más que nadie y le había pedido que eligiera un nombre para mí. Él no pudo elegir ninguno o, más bien, pensó demasiados, y finalmente consultó con su propia madre. Ella siempre había querido una hija mujer para ponerle el nombre de la heroína de una novela de, creo, Marie Corelli. La leyenda que tantas veces me repitieron cuenta que cuando yo tenía siete semanas mi padre preguntó de repente: “¿Cómo me dijiste que se llama?”.

“Votre fille a frôle la phtisie”, [N. de la T.: “Vuestra hija ha rozado la tuberculosis”] dijo el nuevo doctor, el que había reemplazado ahora al doctor Mackey. El nuevo doctor al que yo conocía como tío Raoul, aunque no éramos parientes. Esta manera de declarar mi roce con la tisis estaba en un mundo aparte del “sometida a ataques biliosos” de Ward Mackey. Las objeciones de Mackey contra el tío Raoul no eran ni envidiosas ni personales, Mackey era de esa clase de solterones que se consuelan con el golf. El protestante en él sinceramente creía que esos otros doctores eran supersticiosos y estaban mal calificados, capaces de recomendar la extracción de los dientes para curar una amigdalitis, y de dejar que sus pacientes tosieran hasta la muerte o murieran de septicemia por puro fatalismo católico.

¿Qué padre podía evitar quedarse sin aliento frente a la maravilla de la declaración del tío Raoul? Ninguno salvo los míos. Mi madre podía inventar y crear mejores dramas cualquier día; en cuanto a mi padre, su francés no era tan bueno y fue necesario explicárselo. Una vez que hubo entendido que yo había rozado el borde de una tuberculosis, tomó la decisión de mudarnos a todos al campo, cosa para la que había estado esperando un motivo por bastante tiempo. Estaba, creo, intentando aislar a su mujer, pero al sacarla de la ciudad la expuso a un peligro que, por ser inglés, nunca había soñado: era el pitido de la locomotora a vapor que hacía saltar el corazón en medio de la noche, cuando el tren barría el río helado, traqueteando sobre los durmientes del puente de madera. Desde nuestras habitaciones separadas, mi madre y yo escuchábamos la cita insuperable, la larga, urgente y singular llamada estadounidense. Ella la seguiría y también yo, pero separadas en el tiempo por deseos y destinos distintos. Creo que las mujeres que alguna vez juraron una lealtad semejante son más perseverantes que los hombres.

Frôler [N. de la T.: significa “rozar” en francés] fue la palabra mágica en ese cuento de invierno; fue una mano rozando el borde de la seda doblada, una hoja escapando a la tela de araña. Quedar atrapada en esa tela hubiera significado quedarme en cama día y noche en un lugar mucho peor que el colegio de monjas. Charlotte y Angus, cuyas vidas habían sido alguna vez tan llenas de encanto, tan afortunadas y libres que yo no podía imaginarme a personas inferiores ni siquiera comiendo las mismas tostadas en el desayuno, tenían que compartir su vida conmigo, lo quisieran o no, gracias al tío Raoul, que siempre supuso que yo era la mayor fuente de regocijo de mis padres. Yo había estado haciendo equilibrio durante meses ahora, entre frôler y caer, sostenida por un ángel de la guarda psicosomático. Por supuesto que no podía seguir así para siempre, inevitablemente mi salud mejoró y en breve me decretaron fuera de peligro y restablecida, para alivio y placer de todos con excepción de la paciente.

“Me gustaría verte algo más que la nariz y los ojos –dijo mi madrina–. Sácate las cosas”. Ofrezco esto como ejemplo de instrucciones innecesarias. ¿Acaso cualquiera de más de tres años podría estar dispuesto a pasar la tarde en una habitación sofocante envuelta en sus abrigos como una momia? “Es más pequeña de lo que parece”, comentó Georgie, cuando empecé a emerger. Esta auténtica observación de madrina me lleva a mi único refugio, a mi insistencia con que ella algo debe haber tenido, él no podía haber estado completamente sordo y ciego. Despojada de gorro, bufanda, cubrezapatos, polainas, con el pañuelo apretado en la mano para que no fuera a interrumpir más tarde para pedir uno, habiendo obedecido a la orden de mi padre de “arréglate el pelo”, sorprendida frente a la orden porque él mismo me había dicho que no debía usar la palabra arreglar en ese sentido, pude finalmente sentarme cerca de él en un sofá blanco. Mi madrina ocupaba el sofá mellizo. Una mesa baja entre los dos, con un decantador y vasos y una pila de revistas y, por supuesto, los ceniceros de Georgie; creo que fumaba incluso más que mi madre.

En uno de estos sofás, durante una visita anterior con mi madre y mi padre, la parte de atrás de mis pies colgando había dejado un manchón de pomada para zapatos. Puede haber sido la última ocasión en su vida en la que mi madre y Georgie estuvieron juntas. Conminada a dejar de tararear y patear, y tal vez aburrida con la conversación a la que no esperaban que me uniera, había empezado de nuevo.

–No importa –dijo mi madrina, aunque era claro que le molestaba.

–Siéntate bien –me dijo mi padre.

–Estoy bien sentada. ¿Qué te parece que estoy haciendo? –Esto no era una respuesta, era contestar; no es una expresión que le haya oído jamás a mi padre, pero estoy segura de que estaba estacionada como un camión en la mente de Georgie. Tenía el aspecto que tienen las personas cuando piensan. ¿Qué van a hacer ahora con eso, ustedes, padres sin sangre en las venas?

“Dios mío, es solo una niña”, decía mi madre, como si eso hubiera servido alguna vez de excusa para algo.

Tiempo después del incidente de patear el sofá, ella y Georgie entraron en la hibernación conocida como “no nos hablamos”. Esto, la condición prolongada de la mitad de las amistades de mi madre, generalmente venía después de que ella hubiera dicho la única cosa que nadie quería oír, tal como “¿Quién, de todos modos, quiere llamarse Edna May?”.

Una vez más en la habitación insulsa y calurosa donde no había nada para hacer y nada para niños, volví a ofender a mi madrina, fingiendo que no la había visto nunca antes. El lugar exacto de mi patada me fue señalado, aunque debido a fundas nuevas faltaba la evidencia real. Mi padre estaba orgulloso de mi memoria sorprendente, de lo retroactiva que era y de la minuciosidad de los detalles que yo podía describir. Mi fracaso ahora para brillar en un terreno para el que estaba naturalmente dotada, que no necesitaba de clases y no generaba ni basura ni ruido, lo debe haber fastidiado. También veo que el aguijoneo aparentemente ingenuo a mi madrina era una versión cercana a cómo mi madre podía ser, y la atribuyo a la lealtad con el ausente instintiva en un niño. Dándose por vencida, mi madrina puso una fuente de plata con obleas de menta a mi alcance –blanco, rosado y verde, superpuesto– y sugirió que mirara una revista. Cualquiera fuera la revista, yo probablemente ya la había visto, porque mi madre se suscribía a todo en esa época. Es posible que diera vuelta las páginas de todas maneras, por si acaso en casa habían censurado para niños alguna cosa. Sentí, y estoy segura de no haberla inventado, la decepción de Georgie por no poder ver a Angus a solas. A ella le desagradaba Charlotte ahora, así que supongo que él la visitó por las suyas, no tenía motivos de pelea propios y seguía cercano al despreciado Ward Mackey.

Mi padre y Georgie hablaron un rato –ella usando las iniciales de personas en lugar de sus nombres, cosa que mi madre no hubiera hecho– y tomaron algo que debe haber sido jerez, si pienso en la forma del decantador. Después nos fuimos y bajamos a la calle en un ascensor recubierto en madera con lámparas de candelabros, como en una habitación. El final de la tarde tenía un tinte particular, que no está distorsionado ni mejorado por la distancia sino que tiene que ver con cómo se iluminaban las calles en esa época. Las lámparas eran todavía a gas, y florecían de un modo suave y gradual al anochecer, el cielo se volvía del azul de un pavo real que lentamente se transformaba en un azul marino, después índigo. Esta luz despareja caía en charcos difusos, le daba a la nieve una cualidad de fosforescencia, y más allá crecían las sombras de la noche donde nadie acechaba. Había pocos autos, algunos sonidos. La nieve fresca caía en las calles de una manera que parecía natural. Las veredas eran peligrosas, desordenadamente rociadas con arena; hasta en las calles transitadas se encontraban rastros de las patinadas heladas que dejaban los niños. El marrón rojizo de las casas de piedra, las curvas y pendientes de las calles, el cielo que cambiaba constantemente eran agradables de una manera que ahora me doy cuenta debe haber sido estéticamente fácil. Esto es lo que yo veía cuando leía “ciudad” en un libro; no tenía ningún modo de saber que “ciudad” un día también significaría mortecina, sucia, chata, o que las manzanas de una ciudad se convertirían en cuadrados insípidos sin misterio.

Cruzamos Sherbrooke Street, bajando para tomar el tren. Mi padre caminaba a todas partes en cualquier clase de clima. Ya minado, colonizado por un enemigo preparado para destruir aquello de lo que se alimenta, mi padre peleaba con todas las armas equivocadas, desperdiciaba fuerzas que debería haber almacenado, sofocaba el dolor en silencio en lugar de expresarlo cuando todavía podría haber habido tiempo, dando una impresión de severidad que era un escudo contra el sufrimiento. Un día escuchamos a una muchedumbre bramando cuatro sílabas una y otra vez, y nos dimos vuelta y fuimos por otra calle. Ese sonido era claramente aterrador, algo que un niño podía comparar con el aullido de los lobos.

–¿Qué es?

–Howie Morenz.

–¿Quién es? ¿Lo están persiguiendo para cazarlo?

–No, les gusta –dijo acerca del jugador de hockey admirado hasta la locura. Pareció alargarse, como si tratara de evitar que cada hueso de su cuerpo tocara un nervio; una mirada de impotencia que yo no había visto nunca en un adulto se apoderó de su cara y dijo esta cosa tan rara–: Las multitudes me comen. El ruido me come. –Para mí este recuerdo resume el tipo de dolor físico que hace que uno se sienta la presa de una rata.

Cuando llegamos al lado del Ritz-Carlton después de habernos ido del departamento de Georgie, mi padre se detuvo. Las luces del interior a esa hora del día eran doradas y cálidas. Yo apenas sabía lo que quería decir “hotel”, y menos aún me había quedado en alguno, asocié las luces con otras tardes nevadas, con conversaciones adultas apabullantes (¡ay, esos problemas encerrados, envueltos en terciopelo, ocultos y dichos en voz baja!)compensadas con chocolate amargo y cremoso servido desde una tetera de porcelana rosa y blanca.

–Te perdiste el gootay –recordó de pronto él. Establecido por mi abuela, “gouter” era la palabra familiar para el té. Él transformaba con frecuencia palabras francesas, como si fueran masilla, en formas que podía captar. No, Georgie no había provisto un gouter, salvo las obleas de menta, pero no era su culpa, nadie me había anunciado. Tal vez si yo no hubiera sido tan desagradable con ella, él podría haber propuesto chocolate caliente ahora, aunque yo era lo suficientemente sensata como para no pedirlo. Solamente tiró de la bufanda para taparme la nariz y la boca como si se acordara de algo que había aconsejado el tío Raoul. Respirar dentro de la lana tejida era delicioso: tibio, húmedo, picante si uno había estado chupando dulces de menta, como ahora. Dijo–: No disfrutaste mucho de tu visita.

–No mucho –a través de la lana roja.

–No importa –dijo–. No tienes por qué volver a ver a Georgie a menos que quieras –y seguimos caminando. Debe haberse sentido dolido porque le gustaba que me admiraran. Cuando no estaba siendo admirada, se suponía que me tenía que quedar quieta y en silencio. “No tienes por qué volver a ver a Georgie” era también una decisión privada consigo mismo.

Tenía apenas treinta y un años y un invierno entero para vivir después de este, no mucho más. ¿Por qué? “Porque lo digo yo”. La respuesta parece hablar desde las lámparas, las piedras, la nieve, el segundo crucial cuando se unen las fuerzas internas y las externas, y el entorno también se vuelve parte del enemigo.

Ward Mackey solía referirse a mí como “un precoz dolor de cabeza de Angus”, que es mejor que nada. Mucho después de esa tarde, cuando yo tenía alrededor de veinte años, Mackey me dijo: “Georgie no jugó bien sus cartas con respecto a él. Hubo un punto en el que si hubiera hecho un movimiento inteligente lo habría conseguido. No por mucho tiempo, claro, pero ninguno de nosotros sabía eso”.

Qué cartas, me pregunto. Las cartas tienen otro significado para mí; son símbolos de un viaje, una muerte, las otras cartas, las que llegan por correo, mañana, el año que viene. Vi un solo movimiento ese sábado: mi padre puso una carta boca arriba en la mesa y miró a ver qué hacía Georgie con ella. Ella se encogió de hombros, la dejó estar. Ahí está, con su cara de pequinés pero competente, Angus espera, el precoz dolor de cabeza da vuelta las páginas, a la espera de encontrar algo nocivo para los niños en la National Geographic. Yo rozo en el recuerdo la tela de araña: ¿qué hubiera pasado si ella la recogía, comentando con su voz ronca: “Sí, me sirve”? Era una carta baja, del tipo que solo un apostador nato hubiera corrido el riesgo de jugar como parte de una estrategia a largo plazo. Ella jamás hubiera desperdiciado así una mano, no estaba apostando sino construyendo. Él recuperó la carta y abandonó su mano, y el juego largo e intermitente entre ellos llegó a su fin. La carta debe haber sido un ocho de trébol, “una mujer niña”.


*Mavis Gallant (1922-2014) nació en Quebec, Canadá, pero vivió casi toda su vida en París. Trabajó como reportera para diversas publicaciones y fue autora de múltiples relatos y algunas novelas, una de ellas, Agua verde, cielo verde (Impedimenta) fue traducida recientemente al español. Alice Munro la reconoció siempre como su gran maestra y su prosa ha sido comparada con la de Henry James. A lo largo de su carrera publicó más de cien historias en la prestigiosa revista The New Yorker.

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