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La nueva función trata sobre un hombre que se ha inmolado por amor, que se ha incinerado en ese fuego fatuo, que ha cometido pecados de obsesión y que ahora ruega se le otorgue una nueva oportunidad. Después de sentirse vigilada, manipulada y maltratada de diferentes modos, pero también tremendamente sola en el abismo que abrieron sus miedos y su propio enojo, echando de menos cada segundo sus manos y sus labios y su lenguaje benefactor, Irene acepta de nuevo a Gabriel y se dispone a meterse lentamente en aquel purificador lago de pirañas. El noviazgo recomienza con una larga celebración sensual y con un segundo viaje reparador a Angra dos Reis. En esas recurrentes playas ella vuelve a sentir la dicha y el magnetismo, y se avergüenza un poco por olvidar tan rápidamente los forcejeos y el espionaje.
De regreso a la realidad sobrevienen dos o tres meses de mar calmo, donde ambos se muestran muy cuidadosos. Recién cuando la herida parece haber cicatrizado, el arcángel se afloja y vuelve sutilmente a las andadas, pero más como un caballero filantrópico que como un carcelero. Hay un verbo y un sustantivo de raíz común y parentesco obvio; Irene pasa de uno a otro sin darse cuenta: es cautivada y pronto se sentirá una cautiva.
Embelesada por ese hombre carismático, se deja arrastrar por la corriente, y sólo despierta cuando la tragan algunos remolinos o cuando percibe que gran parte de su vida ya transcurre en la clandestinidad. Es que progresivamente, como quien se acomoda a una lesión crónica, Irene ha ido cediendo posiciones y derechos, y a la vez fue ocultando datos para no recibir reprimendas ni involucrarse en debates que pierde o en líos que laceran. Se ve a escondidas con sus amigas de siempre, debe usar una cuenta secreta de Gmail para determinados intercambios, miente cuando debe salir de compras o a almorzar con alguien, y hasta calla un inocente curso de cocina que el arcángel vería con muy malos ojos.
No tarda en desatarse un serio altercado a raíz de que el galán descubre, y no por casualidad, una de estas mentiras veniales. Se declara entonces agraviado, la acusa de artimañas y falsedades, y busca a cualquier costa su remordimiento. Al inicio Irene se siente intimidada, pero a medida que va pensando con seriedad en esta crisis experimenta una furia desconocida. "Cuando la persona que amamos nos obliga a modificarnos una y otra vez hasta la contorsión para caber dentro de su caja estrecha, cuando nos empuja a traicionamos a nosotros mismos y nos transformamos continuamente en otros para ser aceptados, resulta que un día la casilla se declara llena y todo salta por los aires -dice el terapeuta tomando brevemente la palabra; Irene y sus compañeros de sesión lo escuchan encogidos-. Suele ser un momento brusco y espantoso: pasamos todas las facturas juntas, no perdonamos ninguna, puesto que le imputamos a nuestra pareja un egoísmo negador y sin límites, y una insensibilidad mayúscula para no ver los disparates que hemos llegado a hacer por ella. No podemos conmutar ninguna de esas penas: no amnistiamos el hecho de que hayan carecido de la piedad suficiente como para detenernos, y tampoco nos perdonamos a nosotros por haber sido tan estúpidos como para haber cedido hasta la dignidad. Cuídate de los que dejan todo por amor. Porque te terminarán dejando."
Irene reconoce perfectamente ese sentimiento; aplasta los restos de su cigarrillo en un cenicero y encara el desenlace. Confiesa que esta nueva conciencia le produjo tal ofuscamiento que de la noche a la mañana quiso bajar la persiana y no verlo nunca más. Reconoce en su interior que seguramente lo seguía amando, porque no siempre se rompen las parejas cuando la llama se apagó, pero asegura que no quería transigir ni permanecer en esa trampa lujosa un minuto más. "Tenías pánico -aporta un compañero entrado en años-. Había que rajar rápido porque corrías el riesgo de dejarte enredar de nuevo. ¿Te acordás del tango Chorra? Guarda, cuídense porque anda suelta, si los cacha los da vuelta, no les da tiempo a rajar. Irene, a mí me pasó lo mismo con una mina. Fue hace muchos años, pero sigo escapando de ella."
En efecto, algo de esa rápida intuición del final, algo de esa necesidad de salir corriendo antes de que el monstruo vuelva a atraparla con sus deliciosos tentáculos, hay en los movimientos previos y en la suelta de las amarras. Ya saben lo que pasa cuando una amputación se practica en cámara lenta: es insoportable. Irene se reúne con su amiga más resentida, hace catarsis con ella y planifica sus jugadas. Sabiendo que se enfrenta con un polemista dominante e imbatible, prepara un discurso conciso y cerrado. Necesito tomar distancia para pensar todo de nuevo, para recuperar mi libertad individual y para eventualmente volver a encontrarnos alguna vez. pero desde otro lado. Lo que se dice habitualmente cuando no se puede decir ya no te quiero o no puedo permanecer en esta relación dañina". Debe ensayar dos veces con su querida amiga los diálogos posibles, los puntazos, las paradas y las estocadas de fondo, y también beberse un whisky doble para que dejen de temblarle las piernas. Se siente afiebrada, aunque no tiene la menor duda de lo que está haciendo. La alumbra una nueva convicción personal, el presentimiento de que está siguiendo su corazón y de que no se arrepentirá jamás de esa ruptura. Pero entrar en su escenario y encararlo para desvirtuar su libreto es un acto temerario, como si tuviera que pisar las tablas de un teatro verdadero y pronunciar sus sorpresivos parlamentos delante del público. Finalmente lo hace, y la conversación dura cinco horas, desde la cena hasta la madrugada. Gabriel atraviesa todos los climas: sensatez, ternura, bronca, sospecha, acusación, tristeza, depresión, mentira, llanto y seducción. "No doy más", tiene que decirle ella, y se echa sobre la cama para dormir un rato. Está exhausta, pero no duerme: custodia el silencio del arcángel, que fuma sus argucias. Irene está persuadida de que esta pelea no terminará en uno o dos rounds, y que la única manera es ganarla por puntos. Pero sabe, al mismo tiempo, que si no actúa con premura estará a su merced, lista para recibir sus ganchos mortales.
Por la mañana, él avisa a su agencia que amaneció descompuesto y le pide a ella que también dé una excusa. "Esto sólo se va a resolver si podemos hablarlo hasta el hueso", le reclama. Ella no cede: se ducha y se maquilla, y se marcha a su trabajo. Intuye que en su ausencia el arcángel le revisará sus cajones y su notebook, que después le escribirá una admirable carta de amor y que pedirá sushi para cenar e hipnotizarla. Intenta todo eso, naturalmente, y más: la llama por teléfono tres veces a lo largo del día. Pero Irene le explica que llegará tarde y que la carta es conmovedora, pero que no atiende ni refuta los hechos centrales. Que no tendrá apetito y que Gabriel deberá pensar lo antes posible cuándo mudará su ropa a su propio departamento. Él se enoja tanto que ella teme un atentado: llegar a su casa y descubrir que la destrozó por dentro. Reza para no encontrarlo, para que el tipo haya tenido un ataque de decoro y se haya marchado del hogar dando un portazo. Pero nada de eso ocurre. No va a ser tan sencillo; un general no abandona así como así el territorio conquistado. Discuten fuerte, se hieren con los adjetivos, y el arcángel logra que ella se conduela y trastabille. Pero como Irene se rehace milagrosamente, y como no ha sido suficiente ese lapso de debilidad para desnudarla, Gabriel se vuelve loco y comienza a insultarla y a sacudirle cachetazos. Todavía no cayó al piso ella, que él ya acude a socorrerla con besos y a suplicarle indulgencia. "No quiero que duermas acá", le anuncia Irene, deshaciéndose de sus manos. "Pero esos golpes me sirvieron más a mí que a él -valora frente a su terapeuta, que anota el incidente-. Se fue esa noche, y yo después le mandé todos sus petates con un flete. Me sentí dolorida, pero también aliviada. Por lo menos hasta que fui a buscar mi auto y me di cuenta de que lo había arruinado. Le había tirado líquido de freno en el capot y en el techo. Es un producto muy corrosivo, como arrojarle ácido sulfúrico a una mujer en la cara.". continuará...
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