miércoles, 11 de febrero de 2015

Te amaré locamente (4 y final) Por Jorge Fernández Díaz | LA NACION


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 Un manipulador despechado es más peligroso que un tiburón toro, y exactamente a eso se enfrenta ahora Irene aunque no pueda imaginar todavía cuán creativo puede ser el resentimiento. Intimida pensar que la persona a quien le entregaste tu cuerpo, tus secretos y debilidades, y tu absoluta confianza se ha pasado con semejantes armas de destrucción masiva a las filas del enemigo.
Gabriel se muestra, por supuesto, asombrado y ofendido al saber que ella lo acusa sin pruebas de haberle arruinado el auto con líquido para frenos, pero ofrece a continuación los servicios de un mecánico que es un verdadero artista en chapa y pintura. Irene le grita cínico y le corta de golpe el teléfono. Llama a sus padres y hermanos, y corre hacia ellos en busca de ayuda, pero vuelve a encontrar cierta resistencia y un marcado escepticismo acerca de su separación, que consideran abrupta y un tanto paranoide. Aunque parezca lo contrario, a pesar incluso de que convivan en frecuentes fines de semanas y hasta en vacaciones enteras, los parientes suelen ver únicamente la exterioridad de las parejas, una versión tranquilizadora, pero fraudulenta: nunca somos los que somos en las reuniones. Y entonces cuando alguien anuncia un divorcio, lo primero que sucede es el estupor y lo segundo, la porfiada abogacía del diablo. Como la familia de Irene está particularmente encantada con el hechicero, la obstinación se torna aún más ardua. En un momento, ella incluso pesca a su padre hablando por celular con el arcángel. El tono es bajo, pero inequívoco: los dos hombres se refieren a ella como a una niña inmadura que debe ser cuidada de sí misma. Le cuesta mucho a Irene imponer su palabra entre su propia gente y también deshacerse de esa malla pegajosa que Gabriel sigue cosiendo a su alrededor. Dos semanas más tarde descubre que el arcángel los ha invitado a todos a su cumpleaños, que celebra en un resort con spa de la isla del Tigre. A veces la familia política del ex sobreactúa la diplomacia y la caballerosidad. Es poco propensa a la solidaridad parental, teme que el asunto sea temporario y reversible, y en el fondo no quiere ser confundida en el amasijo del desamor. Aspira a que el odio pueda volverse selectivo: el problema es con ella, pero a nosotros nos sigue teniendo aprecio, se ufanan.
Nadie tiene cara para negarse a la generosa invitación del arcángel. Y cuando Irene se entera de la alta traición, se larga a llorar y avisa a sus íntimos que se mantengan a distancia. Uno de sus hermanos quiere protestar, y recibe todo tipo de improperios; su madre intenta apaciguar las cosas, y ella le retira la palabra. Irene se siente harta e incomprendida. "A mí me pasó algo parecido -irrumpe otra compañera de sesión. Se trata esta vez de una mujer experimentada-. Es como si tu familia se sintiera orgullosa de no haber sido incluida en la lista de odios y desprecios. Cuando pasa eso, las partes en disputa entablan una batalla de convencimiento, cada cual quiere imponer entre los familiares y amigos propios y ajenos su versión de la crisis. Yo soy el bueno y el razonable; ella es la mala y la loca, y viceversa. Lo que no entiendo es por qué vos no usaste tu bala de plata. ¿Por qué no les contaste que te había dado una paliza?" El terapeuta sonríe y asiente. "A lo mejor te avergonzaba -pincha-. O quizá vos también querías inconscientemente preservarlo, dejar por las dudas abierta la puerta, no fuera que tuvieras que dar marcha atrás." La aludida baja la vista y confiesa sus contradicciones fundamentales.
Mezclada con la impotencia, Irene sufre efectivamente las duras penas de amor. La verdad es que lo detesta y le teme, pero a la vez lo echa terriblemente de menos. Gabriel se imagina todo esto y percude sus débiles defensas: le tira anzuelos por la Web, le envía mensajes conmovedores a través de conocidos, le manda regalos anónimos pero evidentes, e incluso le hace favores. Una noche de tormenta e inundaciones, cuando la ciudad entra en emergencia y caos, la rescata de la oficina donde ha quedado atrapada junto con sus dos jefes. Empapada y agradecida, un poco asustada por el cataclismo, ella lo hace entonces pasar a su casa, le sirve unas copas y se pone a tiro. Gabriel logra llevársela fácilmente a la cama, y todo es tan delicioso como siempre. Sólo que por la mañana él comienza a actuar como si ya se hubieran reconciliado y como si estuviera de nuevo al mando del timón. Tienen una fea discusión en el living e Irene lo echa a empujones.
Esa misma semana se inicia en el trabajo de ella una cadena de insidiosos rumores acerca de una presunta enfermedad terminal que supuestamente Irene ha contraído y que está intentando ocultarles a sus superiores. Le piden incluso una ridícula explicación en la Gerencia General. Un mes más tarde, alguien viraliza fotos desnudas que Gabriel le ha sacado en la intimidad de Angra dos Reis. No son imágenes estéticas, sino algo groseras y vergonzosas. Por Facebook se entera de que el arcángel merodea a sus cinco amigas más próximas, y sobre todo a sus novios y maridos, con quienes juega al fútbol y sale a cenar. El colmo de los colmos llega cuando se saca una selfie con su amiga resentida, la que más alergia demostraba frente a las tretas del psicópata: parecen estar juntos en Bariloche o en San Martín de los Andes. Ella porta felicidad inesperada y borrachera profunda. "Tanto esfuerzo no deja de ser enternecedor, patético y atemorizante -dice el terapeuta-. Gabriel estaba obsesionado con vos. ¿Qué te producía todo eso?" Irene le devuelve la mirada con un extraño brillo. Queda claro que junto con el espanto y tal vez la irritación, siente una especie de orgullo malsano. Gabriel está dirigiendo a conciencia una obra nueva, donde él es un monstruo sediento de amor y ella es el objeto de una pasión única. ¿Puede haber algo más romántico?
Irene lucha, no obstante, contra ese ponzoñoso e inconfesable sentimiento, y busca dar definitivamente una vuelta de página. Después de mucha soledad acechada, se propone salir con otro hombre: acepta la invitación de un oculista. Es simpático e inteligente, pero Irene no puede dejar de comparar su ingenio, su agudeza, su ideología, sus labios, su olor, su textura, su piel. La performance del oculista es así decepcionante; el fantasma de Gabriel cena con ellos y se mete sonriente entre sus sábanas.
Una noche de domingo, cuando regresan caminando bucólicamente por el dique 3, el fantasma de pronto se corporiza: estaciona su auto sobre Azucena Villaflor, se baja y los cruza. Es una escena violenta y en cierto modo inverosímil. Encara a Irene y le pregunta cómo puede ponerle los cuernos con ese pecho frío. La agarra incluso de un brazo, para sacudirla; tiene los ojos inyectados en sangre. El oculista no trata de interceder ni de tironear, simplemente le lanza un directo a la mandíbula. Es raro, porque la última vez que hizo eso mismo fue durante un borroso recreo de la primaria. El arcángel encaja la trompada, aunque trastabilla, y cuando se dispone a devolverla con la izquierda recibe otro derechazo que lo sienta de traste. Está atontado y es evidente que pueden contarle hasta cincuenta y aun así no conseguiría ponerse de pie. El oculista le agarra el mismo brazo a Irene e intenta llevársela de ese zafarrancho, pero ella se suelta y acude en asistencia al caído. Es un impulso animal, impensado: se arrodilla y lo abraza y se larga a llorar, y Gabriel acomete también la lágrima y se quedan los dos unidos en el suelo. Los mira el oculista, prueba unos balbuceos y unas excusas; propone trasladarlo a un hospital para que lo atiendan, pero ninguno de los dos lo está escuchando, y entonces abre los brazos, niega con la cabeza, se mete las manos en los bolsillos y se manda a mudar. "Ya tenemos que terminar por hoy -anuncia el terapeuta señalando su reloj-. Pero te dejo una pregunta pendiente. ¿Pensás que esta escena tan electrizante, esta derrota glamorosa fue también premeditada por Gabriel?"
Irene no responde, aunque de inmediato la rodean sus compañeros de grupo con teorías y pésames. Ella se pone el abrigo y se despide. Afuera, con el coche encendido, el arcángel la espera fumando. "Hola, mi amor", lo saluda ella. Arrancan, se pierden en la noche.

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