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Sólo una de sus cinco amigas íntimas se aviene a creerle, aunque justo esa dama solitaria es famosa por sus resentimientos y exageraciones, y también por una cierta desconfianza hacia los hombres brillantes: muchos de ellos le parecen manejadores o directamente psicópatas; tiene un escáner muy fino para detectarlos. Las otras amigas de Irene se limitan a relativizar los pecados de Gabriel, hechizadas como están por su personalidad. A ellas les suenan delirantes las quejas sombrías de la afortunada, aseguran que se ha vuelto insoportablemente quisquillosa, y conjeturan que el subconsciente le está boicoteando una felicidad servida. Aseveran incluso que esos celos masculinos son deliciosos y que aquel intento para sobreprotegerla es conmovedor: tienen a su lado novios o esposos indiferentes que no las registran y a quienes hay que arrancarles un elogio con tenazas. La resentida, en cambio, apoya a Irene en sus presagios, y la anima a desprenderse de las dulces garras del arcángel. Juntas deciden anotarse en un curso intensivo de francés que culmina con un viaje de diez días a París. Gabriel, al enterarse, pone el grito en el cielo, impugna a su compañera de travesía ("envidia nuestro amor y tira mala onda") y le parece intolerable que se separen tanto tiempo. Las dos mujeres estudian atentamente sus reacciones; Irene sólo pretende un pequeño escarmiento que lo coloque en su lugar y le cure la adicción a ser el comediógrafo permanente de la pareja. Acostumbrado a que se haga su voluntad, Gabriel pasa de la indignación a la tristeza, y practica el chantaje. Le cuesta a su enamorada resistir esa súbita victimización, está a punto de arriar las banderas, pero tiene una socia de carácter y el curso sigue adelante a pesar de los desplantes del galán, que comienza a agredirla verbalmente y a socavar su autoestima. Por primera vez la encuentra desarreglada y le critica la ropa, y cuando aparece con un vestido nuevo lo censura por insinuante y vulgar. Le hace escenas a diario por estupideces: ve amantes fantasmagóricos donde sólo hay personajes secundarios, y cuando logra asustarla o llevarla al llanto, llora él a su vez y pide perdón y se echa culpas. Por lo general, esas crisis desembocan en el sexo, que limpia las manchas y acalla las voces. La mujer es esclava de la tiranía de la piel, que todo lo justifica y borra.
Sólo una de sus cinco amigas íntimas se aviene a creerle, aunque justo esa dama solitaria es famosa por sus resentimientos y exageraciones, y también por una cierta desconfianza hacia los hombres brillantes: muchos de ellos le parecen manejadores o directamente psicópatas; tiene un escáner muy fino para detectarlos. Las otras amigas de Irene se limitan a relativizar los pecados de Gabriel, hechizadas como están por su personalidad. A ellas les suenan delirantes las quejas sombrías de la afortunada, aseguran que se ha vuelto insoportablemente quisquillosa, y conjeturan que el subconsciente le está boicoteando una felicidad servida. Aseveran incluso que esos celos masculinos son deliciosos y que aquel intento para sobreprotegerla es conmovedor: tienen a su lado novios o esposos indiferentes que no las registran y a quienes hay que arrancarles un elogio con tenazas. La resentida, en cambio, apoya a Irene en sus presagios, y la anima a desprenderse de las dulces garras del arcángel. Juntas deciden anotarse en un curso intensivo de francés que culmina con un viaje de diez días a París. Gabriel, al enterarse, pone el grito en el cielo, impugna a su compañera de travesía ("envidia nuestro amor y tira mala onda") y le parece intolerable que se separen tanto tiempo. Las dos mujeres estudian atentamente sus reacciones; Irene sólo pretende un pequeño escarmiento que lo coloque en su lugar y le cure la adicción a ser el comediógrafo permanente de la pareja. Acostumbrado a que se haga su voluntad, Gabriel pasa de la indignación a la tristeza, y practica el chantaje. Le cuesta a su enamorada resistir esa súbita victimización, está a punto de arriar las banderas, pero tiene una socia de carácter y el curso sigue adelante a pesar de los desplantes del galán, que comienza a agredirla verbalmente y a socavar su autoestima. Por primera vez la encuentra desarreglada y le critica la ropa, y cuando aparece con un vestido nuevo lo censura por insinuante y vulgar. Le hace escenas a diario por estupideces: ve amantes fantasmagóricos donde sólo hay personajes secundarios, y cuando logra asustarla o llevarla al llanto, llora él a su vez y pide perdón y se echa culpas. Por lo general, esas crisis desembocan en el sexo, que limpia las manchas y acalla las voces. La mujer es esclava de la tiranía de la piel, que todo lo justifica y borra.
Al menos en tres oportunidades, el arcángel llama media hora antes del curso para alegar enfermedad o emergencia, e Irene debe faltar para socorrerlo en episodios confusos que vistos en perspectiva parecen inventos, trucos de dramaturgo. "Me sentía prisionera, a veces era como una especie de objeto o cosa -recuerda en terapia, ante sus camaradas de grupo, que la escuchan en silencio total-. Una cosa que tenía dueño, y que debía pagar tributo por los favores recibidos. Los cambios de humor que Gabriel tenía eran enloquecedores, y yo me sentía cada vez más insegura. Había momentos en los que me decía a mí misma: basta, dejate de joder y entregate, que es el hombre ideal. Y otros en los que me recriminaba: vos no llegaste hasta acá para que te repriman, te sofoquen, te sometan. ¿O sí? ¿El amor no es también la suspensión gozosa de la libertad, entregarle al otro hasta esa prerrogativa?"
Entonces el arcángel hace algo inesperado: le anuncia que a su agencia le ofrecieron un posible contrato con la República Popular China, que volará a Pekín para cerrar el trato y que luego visitará los principales puntos de ese país insondable. Estará ausente un mes entero. Salen a cenar para celebrar la noticia, e Irene le pregunta inocentemente si puede acompañarlo en ese periplo exótico. Gabriel le comunica con frialdad que no es posible: las plazas están cubiertas y los anfitriones son muy estrictos. Comen sin pronunciar palabra, cada uno metido en sus pensamientos, hasta que el galán deja los cubiertos sobre el plato, pone los codos sobre la mesa, entrelaza sus manos y dice: "Vas a extrañarme mucho; a lo mejor la ausencia se te hace inaguantable. Pero fijate cuánto te amo que soy capaz de mandar a los chinos al diablo si te quedás conmigo". Irene frunce el ceño porque al principio no comprende, pero enseguida abre los ojos y comienza a negar con la cabeza. Tiene los pelos de punta. "No voy a bajarme de París", balbucea. Y él sonríe como un lobo: "Qué lástima". Es una amenaza indirecta. La mujer se refugia en el baño, con lágrimas en los ojos, y se mira en el espejo. "Si te hace sufrir no es amor", sorprende en terapia de grupo una chica que está oyendo el monólogo de Irene, y el psicólogo le sugiere que por favor no interrumpa. Irene cuenta a continuación que esa noche, al llegar a casa, se desata una pelea a los gritos, que Gabriel la zamarrea con fuerza en la cocina y que ella se golpea accidentalmente la boca. El arcángel termina de rodillas, suplicándole que lo disculpe. Al día siguiente le anuncia que canceló el negocio con China y que está convencido de que las pedagógicas vacaciones parisinas fortalecerán la relación. Con ese repliegue apaga el incendio por unas semanas, y el viaje a Francia termina resultando un éxito, aunque ella se ve obligada a hablar con él dos horas por día a través del Skype y a responder por escrito sus largos y sentidos mails. El reencuentro parece cerrar ese ciclo de pulseadas ridículas, e Irene respira aliviada. Pero la tregua no dura mucho. Su compañera de viaje le pide que entre en una determinada dirección de Facebook. No usa el francés irónico con el que se comunican últimamente, sino un español trágico. Irene se interna en el mundo feliz de una ex gerenta turística que tuvo un surmenage, largó todo y ahora pinta a mano Sai Babas de resina, una espiritualidad de supermercado que da muy buenos dividendos en las tiendas de Palermo Soho. La artesana registra fotográficamente, con largos epígrafes, sus conquistas comerciales, y no puede reprimir mostrarse con su "nuevo amigo" en una trattoria de Belgrano y en un paseo romántico por San Telmo. Ninguna de las imágenes muestra abrazos inequívocos ni besos rotundos, pero todas ellas insinúan acaramelados encuentros. Gabriel podría alegar, como hará más tarde, que es una vieja amiga de la profesión, pero ninguna mujer en la Tierra creería semejante camelo. Irene no es la excepción: monta en cólera y cae en amargura. Su socia resentida la previene, porque el hallazgo es misterioso e intrigante, y le llegó a través de un anónimo que utiliza una extraña cuenta de mail. "Mi amiga trabaja en el área de informática y no tocaba de oído; la pista no se podía rastrear -agrega Irene y prende sin permiso su segundo cigarrillo; el terapeuta le clava la vista-. Ella estaba convencida de que Gabriel mismo le había mandado ese dato, para que me llegara a través de terceros. Y que por lo tanto se trataba de una represalia. Podés irte a París y dejarme solo, pero te va a costar muy caro. Por supuesto, creí que mi amiga desvariaba." Pero era cierto. El sospechoso lo admite al final de un zafarrancho de insultos y acusaciones cruzadas. Y utiliza esa verdad bochornosa para aplacar algo la ira de la mujer y para explicarle que ha sido precisamente Irene la culpable de aquella breve infidelidad, que en realidad no significó nada. Un revolcón provocado por el abandono, la soledad y la bronca. Tan poca relevancia tuvo, tan meramente instrumental fue que él mismo se tomó el trabajo de autodenunciarse. Irene no sabe precisar qué es más grave. Que te metan los cuernos o que lo hagan para que lo sepas y recapacites. Intuye que el arcángel, fiel a su vocación teatral, ha robado esta vuelta de tuerca de alguna comedia italiana. Le cierra la puerta en la cara, no responde más a sus llamadas y se dedica a deambular por la congoja. "Pero cuando me bajó el odio, me entraron las dudas -dice Irene haciendo volutas de humo mientras los compañeros la miran como embrujados-. Tuve el síndrome de abstinencia, y las ganas de quemar el orgullo y arrastrarme a sus pies. Y una noche, en ese estado de idiotez ansiosa, me asomé a la ventana. Llovía y Gabriel estaba enfrente, bajo un paraguas, esperando mi decisión. Bajé a abrirle. Fue un error."...continuará
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