jueves, 10 de mayo de 2018

Herman Melville, Cartas a Hawthorne 




Nataniel Hawthorne y Herman Melville se conocieron el 5 de agosto de 1850 durante una excursión a Monument Mountain, en Berkshire. Una tormenta veraniega los dejó atrapados durante dos horas bajo un parapeto. Hawthorne tenía cuarenta y seis años y Melville treinta y uno. Ambos se habían leído y se profesaban mutua admiración. De ese encuentro surgiría una intensa amistad que, sin embargo, duró poco menos de dos años. Sus casas estaban a escasos nueve kilómetros. Se visitaban continuamente, hablaban de literatura, de lo divino y lo humano, hasta altas horas de la noche. Era una época en que las novelas eran consideradas como algo pernicioso e inmoral por la América protestante. Era la época, también, en que la literatura estadounidense cobraría carta de identidad de la mano de Washington Irving y Poe, de Emerson y Thoreau, de Whitman y Dickinson.
Y, por descontado, por la pluma de estos dos grandes novelistas.
Melville, cuya obra hoy se considera fundamental, padeció el rechazo del público y la crítica de su tiempo. La amargura de este fracaso y la compleja personalidad de ambos autores, comenzó a alejarlos casi irremediablemente; algunos estudiosos aducen a su vez un frustrado enamoramiento de Melville hacia Hawthorne.
En todo caso, el autor de Moby Dick tenía por costumbre quemar las cartas que recibía; el de La letra escarlata era un hombre hogareño y retraído. De su correspondencia solo se conservan diez cartas, firmadas por Melville, y una de Hawthorne, de tema más bien cotidiano. Reunidas en español por Ediciones La uÑa roTa (con espléndido prólogo y traducción de Carlos Bueno Vera), reproducimos, con autorización de los editores, dos de las más significativas: una en la que Melville reflexiona sobre su magnum opus, y otra donde profundiza sobre La casa de los siete tejados.
29 de junio de 1851
Pittsfield
Mi querido Hawthorne:
El cielo despejado y la ventana abierta me animan a escribirle. De un tiempo a esta parte he estado tan ocupado con mil cosas que casi me había olvidado de cuándo le escribí por última vez y de si recibí respuesta. Esta suasoria estación lleva ya semanas recordándome a esas quimeras malhumoradas y compungidas, con las que hombres como usted y como yo y algunos más —que formaríamos una cadena de postas de Dios repartidas alrededor del mundo— deberíamos congratularnos de tropezar de tanto en tanto y combatirlas del mejor modo que sepamos. Pero habrán de aparecer, ya que en esos páramos infinitos e inexplorados, soberbios y salvajes, a través de los cuales se despliegan los puestos de avanzadilla, sobreabundan los indios al igual que los mosquitos, insignificantes pero muy puñeteros. Desde su última visita, he estado levantando unos cobertizos algo chapuceros (que se conectan con la vieja casa) y unos cuantos capítulos y ensayos igual de chapuceros. He estado arando y sembrando y cultivando y pintando y escribiendo y rezando. Ahora en cambio comienzo a tener un poco más de tiempo libre y me permito disfrutar del apacible paisaje que se puede divisar desde esta veranda, donde ahora estoy, en el lado norte de la granja.
Sin embargo, no estoy plenamente liberado de un asunto que me resulta inaplazable. La “Ballena” solo está a medio imprimir. Harto de los continuos retrasos de los impresores, y asqueado del calor y del polvo de Nueva York, que parece una fábrica de ladrillo babilónica, he vuelto al campo a sentir la hierba y a terminar el libro recostado en ella, si es posible. Estoy convencido de que me perdonará que hable tanto de mí; si le doy tantas vueltas a mis cosas, esté seguro de que el resto del mundo no hace sino pensar en sí mismo diez veces más. Hablemos, aunque mostremos nuestras faltas y debilidades, porque ser consciente de lo frágiles que somos y no ocultarlo es señal de fortaleza; y hacerlo de tal manera que no sea forzado ni ostensible, sino de una manera casual, sin premeditación. Vaya, vuelvo a caer en mi flaqueza de siempre: estoy dando un sermón. Ando ocupado, pero no por mucho tiempo. Venga a pasar aquí el día conmigo, si puede y le apetece; si no, quédese en Lenox y que Dios le conceda una larga vida. Cuando esté libre de mis compromisos actuales, me daré el placer de hacerle una visita. Tenga preparada una botella de brandy, que siempre me entran ganas de beber ese brebaje de valientes cuando hablamos de hazañas ontológicas. Esta es una carta algo demencial en algunos aspectos, me temo. De ser así, atribúyalo a los efectos embriagadores que los últimos días de junio ejercen en un temperamento extremadamente sensible y por ventura febril.
¿Desea que le envíe una aleta de la Ballena a modo de muestra del espécimen? La cola no está hecha todavía del todo… aunque ni el mismísimo fuego del infierno la habría cocinado antes. Este es el lema del libro (el lema secreto): Ego non baptiso te in nomine… Deduzca el resto usted mismo.1
H. M.
***
[16 de abril (?) de 1851]
Pittsfield, miércoles por la mañana
Mi querido Hawthorne:
En lo concerniente a los zapatos de su pequeño hijo, debo decir que un par que le valgan del modelo deseado no puede encontrarse en todo Pittsfield, un hecho que tristemente daña ese orgullo metropolitano que otrora forjé en la capital de Berkshire. En lo sucesivo, Pittsfield tendrá que agachar la cabeza. No obstante, si un par de botines pudieran servir, a Pittsfield le alegraría mucho suministrárselos. Haga mención de todo esto a su señora esposa, y dígame qué hacer.
“La casa de los siete tejados. Un romance. Por Nathaniel Hawthorne. Un tomo, 16vº, 334 págs.”. El contenido de este libro no contradice su romántico, sólido y brillante título. Con gran placer hemos pasado casi una hora en cada uno de los tejados. Este libro es como una antigua y bella cámara, abundantemente amueblada, aunque de manera juiciosa, con esa clase de mobiliario que encaja a la perfección. Hay magníficos tapices, que recogen escenas de tragedias. Hay porcelana antigua con emblemas singulares, expuestos sobre una encimera tallada; hay largas e indolentes estancias en las que uno entraría solo para holgazanear; un aparador asombroso provisto copiosamente de buenas viandas; un olor como de vino envejecido en la despensa; y, finalmente, en un rincón, hay un pequeño y oscuro volumen, con letra gótica y cierres dorados, cuyo título es “Hawthorne: un problema”. Nos ha encantado. El libro invita a que sea leído de nuevo. Nos ha robado un día entero y también nos ha regalado todo un año de reflexión. Nos ha alegrado recordar que el arquitecto de los Tejados reside a tan solo nueve kilómetros y medio y no a cinco mil kilómetros, en Inglaterra, por ejemplo. Pensamos que el libro supera en interés a las otras obras del autor. En este ha descorrido las cortinas, entra más sol y es más jovial. Si hubiéramos de destacar aquello que más nos sorprende de sus profundos pasajes, señalaríamos la escena en la que Clifford, por un momento y de buen grado, se lanzaría por la ventana para unirse a la procesión; o la escena en la que el juez es abandonado en su silla ancestral. Clifford es presa de una verdad horrible de principio a fin. Ha sido concebido con el más delicado y verdadero de los espíritus. No es ninguna caricatura. Es Clifford. Y aquí habríamos de añadir que, de permitirlo las circunstancias, no hubiéramos preferido otra cosa que consagrar un minucioso y esmerado artículo al estudio y análisis del sentido y significado de lo que subyace con tanta fuerza en los escritos de su autor. Hay una trágica etapa de la humanidad que, en nuestra opinión, nunca ha sido encarnada con el vigor suficiente con el que lo expresa Hawthorne. Nos referimos a la tragicalidad del pensamiento humano que atraviesa lo imparcial, originario y profundo de sus obras. Pensamos que en ninguna otra mente, de la que se tenga registro, se ha adentrado tan hondo como en este hombre el intenso sentimiento de una verdad visible. Por “verdad visible” nos referimos a la aprehensión de la condición entera del momento presente tal y como alcanza a ver el ojo de aquel que no la teme, aunque le causen el mayor mal; el hombre que, como Rusia o el Imperio Británico, se declara naturaleza soberana (de sí mismo) en medio de los poderes del cielo, del infierno y de la tierra. Podrá perecer, pero mientras exista, persistirá en tratar con todos los Poderes del mismo modo. Si cualquiera de esos otros Poderes escoge no revelar algún secreto, que así sea; eso no afecta a la soberanía de mí mismo; eso no me convierte en un estado tributario. Y, quizá, después de todo, no haya secreto alguno. Nos sentimos tentados a pensar que el Problema del Universo es como el poderosísimo secreto de los masones, tan espantoso para cualquier niño. Resulta que, al final, se compone de una escuadra, un mazo y un mandil. Nada más. Nos sentimos tentados a pensar que Dios no puede explicar Sus propios secretos y que Él mismo querría obtener algo de información sobre algunos asuntos. Nosotros, mortales, lo asombramos tanto a Él como Él a nosotros. Pero he aquí la Esencia de todo esto; allí está el nudo con el que nos ahogamos. Tan pronto dices: Yo, un Dios, una Naturaleza, saltas del taburete y quedas colgando de la viga. Sí, el verdugo es la palabra. Saca a Dios del diccionario y Lo tendrás en la calle.
Ahí está la gran verdad sobre Nathaniel Hawthorne. Él dice ¡no! entre rayos y truenos; el Diablo no podrá hacerle decir sí. Pues todos los hombres que dicen sí, mienten; y todos los hombres que dicen no… Vaya, esos están entre los de la feliz condición de los juiciosos viajeros que, liberados de toda carga, vagan desocupados por toda Europa: cruzan las fronteras hacia la Eternidad sin nada encima excepto un bolso de viaje, esto es, el Ego. Mientras que los burgueses del sí, que viajan con pilas de equipaje, ¡malditos sean!, nunca conseguirán cruzar la aduana. ¿Cuál es la razón, señor Hawthorne, por la que, en las últimas fases de la metafísica, uno cae siempre en la vulgaridad? Podría explayarme durante una hora. Como ve, comencé con una breve crítica que extraje para su beneficio del Pittsfield Secret Review y aquí me tiene, desembarcando en África.
Baje alguna mañana a verme. No lo digo en broma; venga. Mande recuerdos de mi parte a su señora esposa y a los niños.
H. Melville
P. D. El matrimonio de Phoebe con el daguerrotipador es un buen punto, porque así termina por ser una Maule. Si por un casual pasara delante de la tienda de a dos el cuarto de Hepzibah, cómpreme una Jim Crow (fresca) y hágamela llegar a través de Ned Higgins.2

Herman Melville
Escritor. Autor de Bartleby, el escribiente, Moby Dick y Benito Cereno, entre otros libros.
1 En el capítulo 113 de Moby Dick, Ahab bautiza el arpón con el que piensa matar a la ballena no con agua sino con la sangre “pagana” de Tashtego, Queequeg y Daggoo y con el siguiente “aullido delirante”: Ego non baptiso te in nomine patris sed nomine diaboli! (Te bautizo no en el nombre del padre, ¡sino en el nombre del diablo!).
2 Esta posdata es un guiño a la novela de Hawthorne, La casa de los siete tejados.

No hay comentarios:

Publicar un comentario