En cada latitud-longitud: templanza tibia, alivio o tensión en círculo.
El alboroto del virus se mueve en una nube negra que nadie ve.
Un nuevo color en el mundo: nube negra transparente.
Se desplaza. Más al norte, al sur, al este, al oeste.
En Lisboa parte del miedo pierde espacio. Pero, en Brasil, más de mil muertos de nuevo.
Recibo mensajes de amigos aterrados.
Palabra que hunde ya en el suelo todo su peso.
Aterrados con un terror que se debe a que la tierra ya no parece sólida.
Hay insultos e insultos y, en medio, hay noticias de renuncias e infecciones.
Una amiga de Río me cuenta esta historia. Un hijo no fue a la morgue del hospital a reconocer a su padre: miedo al contagio.
Alguien fotografía el rostro del hombre y el hijo lo confirma pantalla en mano.
Ese rostro es el rostro de mi padre.
Diario de ayer.
Sigo con el libro de Didi-Huberman.
"Daría toda la Montedison por una luciérnaga", dice Pasolini.
Montedison, una de las grandes empresas de Italia.
Podemos continuar y decir.
Cambio una fábrica por una luciérnaga.
Una máquina por dos piedras capaces de producir chispas.
Ayer todavía: Wuhan prohibió el consumo de animales salvajes durante cinco años.
Durante cinco años, los animales salvajes pueden estar tranquilos.
Tal vez al cabo de esos cinco años, los animales salvajes se vuelvan mansos y ya puedan ser comidos legalmente.
Manso es aquello que es comido sin decir ay ni uy.
El hambre humana, ésa, nunca se amansa.
A diferencia de los caballos salvajes, de algunos lobos y de varios chacales.
El caballo se domestica con la fuerza del puño fuerte y con la cuerda. Con la repetición y a veces con la patada.
Pero uno no puede amansar a su estómago, que es una cosa salvaje.
No hay cuerda, puño, puntapié o ayuno repetido que lo domestique.
Se levanta el estómago cada nuevo día en la mañana y dice: Quiero.
Una noticia. Los trabajadores sexuales trans en Brasil tienen hambre y corren cada vez más peligro.
Sin trabajo, sin clientes y sin apoyo del Estado, claro.
Están desesperados. Huyen de nosotros más de lo que huían, dicen. Nadie viene a nuestra casa.
Quiero, dice el estómago. El lunes, el martes, el miércoles, el jueves, el viernes, el sábado y el domingo.
Hay que proteger a las luciérnagas.
Y contarlas es otra forma de estadística nocturna que hay que recuperar, como se recuperan los más hermosos edificios en ruinas.
Hacer una estadística a oscuras, una estadística con los ojos cerrados.
"Si no tengo sexo, moriré de hambre", dijo un trabajador sexual trans en Brasil.
El día en Lisboa sin nubes, ni claras ni oscuras.
Jeri, la golden, tiene tiempo para perfeccionar la melancolía y lo aprovecha.
Y Roma está bien, la intempestiva y agitada Roma aún tiene su herida, pero está firme.
Humanos, ok. Limonero, ok; naranjo, ok y buganvilia, ok. Muro blanco, ok también.
El alboroto del virus se mueve en una nube negra que nadie ve.
Un nuevo color en el mundo: nube negra transparente.
Se desplaza. Más al norte, al sur, al este, al oeste.
En Lisboa parte del miedo pierde espacio. Pero, en Brasil, más de mil muertos de nuevo.
Recibo mensajes de amigos aterrados.
Palabra que hunde ya en el suelo todo su peso.
Aterrados con un terror que se debe a que la tierra ya no parece sólida.
Hay insultos e insultos y, en medio, hay noticias de renuncias e infecciones.
Una amiga de Río me cuenta esta historia. Un hijo no fue a la morgue del hospital a reconocer a su padre: miedo al contagio.
Alguien fotografía el rostro del hombre y el hijo lo confirma pantalla en mano.
Ese rostro es el rostro de mi padre.
Diario de ayer.
Sigo con el libro de Didi-Huberman.
"Daría toda la Montedison por una luciérnaga", dice Pasolini.
Montedison, una de las grandes empresas de Italia.
Podemos continuar y decir.
Cambio una fábrica por una luciérnaga.
Una máquina por dos piedras capaces de producir chispas.
Ayer todavía: Wuhan prohibió el consumo de animales salvajes durante cinco años.
Durante cinco años, los animales salvajes pueden estar tranquilos.
Tal vez al cabo de esos cinco años, los animales salvajes se vuelvan mansos y ya puedan ser comidos legalmente.
Manso es aquello que es comido sin decir ay ni uy.
El hambre humana, ésa, nunca se amansa.
A diferencia de los caballos salvajes, de algunos lobos y de varios chacales.
El caballo se domestica con la fuerza del puño fuerte y con la cuerda. Con la repetición y a veces con la patada.
Pero uno no puede amansar a su estómago, que es una cosa salvaje.
No hay cuerda, puño, puntapié o ayuno repetido que lo domestique.
Se levanta el estómago cada nuevo día en la mañana y dice: Quiero.
Una noticia. Los trabajadores sexuales trans en Brasil tienen hambre y corren cada vez más peligro.
Sin trabajo, sin clientes y sin apoyo del Estado, claro.
Están desesperados. Huyen de nosotros más de lo que huían, dicen. Nadie viene a nuestra casa.
Quiero, dice el estómago. El lunes, el martes, el miércoles, el jueves, el viernes, el sábado y el domingo.
Hay que proteger a las luciérnagas.
Y contarlas es otra forma de estadística nocturna que hay que recuperar, como se recuperan los más hermosos edificios en ruinas.
Hacer una estadística a oscuras, una estadística con los ojos cerrados.
"Si no tengo sexo, moriré de hambre", dijo un trabajador sexual trans en Brasil.
El día en Lisboa sin nubes, ni claras ni oscuras.
Jeri, la golden, tiene tiempo para perfeccionar la melancolía y lo aprovecha.
Y Roma está bien, la intempestiva y agitada Roma aún tiene su herida, pero está firme.
Humanos, ok. Limonero, ok; naranjo, ok y buganvilia, ok. Muro blanco, ok también.
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