http://www.lanacion.com.ar/1758529-te-amare-locamente-ii
Sólo una de sus cinco amigas íntimas se aviene a creerle, aunque justo esa dama solitaria es famosa por sus resentimientos y exageraciones, y también por una cierta desconfianza hacia los hombres brillantes: muchos de ellos le parecen manejadores o directamente psicópatas; tiene un escáner muy fino para detectarlos. Las otras amigas de Irene se limitan a relativizar los pecados de Gabriel, hechizadas como están por su personalidad. A ellas les suenan delirantes las quejas sombrías de la afortunada, aseguran que se ha vuelto insoportablemente quisquillosa, y conjeturan que el subconsciente le está boicoteando una felicidad servida. Aseveran incluso que esos celos masculinos son deliciosos y que aquel intento para sobreprotegerla es conmovedor: tienen a su lado novios o esposos indiferentes que no las registran y a quienes hay que arrancarles un elogio con tenazas. La resentida, en cambio, apoya a Irene en sus presagios, y la anima a desprenderse de las dulces garras del arcángel. Juntas deciden anotarse en un curso intensivo de francés que culmina con un viaje de diez días a París. Gabriel, al enterarse, pone el grito en el cielo, impugna a su compañera de travesía ("envidia nuestro amor y tira mala onda") y le parece intolerable que se separen tanto tiempo. Las dos mujeres estudian atentamente sus reacciones; Irene sólo pretende un pequeño escarmiento que lo coloque en su lugar y le cure la adicción a ser el comediógrafo permanente de la pareja. Acostumbrado a que se haga su voluntad, Gabriel pasa de la indignación a la tristeza, y practica el chantaje. Le cuesta a su enamorada resistir esa súbita victimización, está a punto de arriar las banderas, pero tiene una socia de carácter y el curso sigue adelante a pesar de los desplantes del galán, que comienza a agredirla verbalmente y a socavar su autoestima. Por primera vez la encuentra desarreglada y le critica la ropa, y cuando aparece con un vestido nuevo lo censura por insinuante y vulgar. Le hace escenas a diario por estupideces: ve amantes fantasmagóricos donde sólo hay personajes secundarios, y cuando logra asustarla o llevarla al llanto, llora él a su vez y pide perdón y se echa culpas. Por lo general, esas crisis desembocan en el sexo, que limpia las manchas y acalla las voces. La mujer es esclava de la tiranía de la piel, que todo lo justifica y borra.
Sólo una de sus cinco amigas íntimas se aviene a creerle, aunque justo esa dama solitaria es famosa por sus resentimientos y exageraciones, y también por una cierta desconfianza hacia los hombres brillantes: muchos de ellos le parecen manejadores o directamente psicópatas; tiene un escáner muy fino para detectarlos. Las otras amigas de Irene se limitan a relativizar los pecados de Gabriel, hechizadas como están por su personalidad. A ellas les suenan delirantes las quejas sombrías de la afortunada, aseguran que se ha vuelto insoportablemente quisquillosa, y conjeturan que el subconsciente le está boicoteando una felicidad servida. Aseveran incluso que esos celos masculinos son deliciosos y que aquel intento para sobreprotegerla es conmovedor: tienen a su lado novios o esposos indiferentes que no las registran y a quienes hay que arrancarles un elogio con tenazas. La resentida, en cambio, apoya a Irene en sus presagios, y la anima a desprenderse de las dulces garras del arcángel. Juntas deciden anotarse en un curso intensivo de francés que culmina con un viaje de diez días a París. Gabriel, al enterarse, pone el grito en el cielo, impugna a su compañera de travesía ("envidia nuestro amor y tira mala onda") y le parece intolerable que se separen tanto tiempo. Las dos mujeres estudian atentamente sus reacciones; Irene sólo pretende un pequeño escarmiento que lo coloque en su lugar y le cure la adicción a ser el comediógrafo permanente de la pareja. Acostumbrado a que se haga su voluntad, Gabriel pasa de la indignación a la tristeza, y practica el chantaje. Le cuesta a su enamorada resistir esa súbita victimización, está a punto de arriar las banderas, pero tiene una socia de carácter y el curso sigue adelante a pesar de los desplantes del galán, que comienza a agredirla verbalmente y a socavar su autoestima. Por primera vez la encuentra desarreglada y le critica la ropa, y cuando aparece con un vestido nuevo lo censura por insinuante y vulgar. Le hace escenas a diario por estupideces: ve amantes fantasmagóricos donde sólo hay personajes secundarios, y cuando logra asustarla o llevarla al llanto, llora él a su vez y pide perdón y se echa culpas. Por lo general, esas crisis desembocan en el sexo, que limpia las manchas y acalla las voces. La mujer es esclava de la tiranía de la piel, que todo lo justifica y borra.